Moser no solo menciona cómo fueron los libros quienes la salvaron y consolaron de su niñez desdichada, sino que rastrea todos los pasos que Sontag dio a lo largo de su vida, muchos de ellos tan complejos y contradictorios, como sus adicciones, su ambigüedad sexual y sus relaciones personales. Con su madre, Mildred, tuvo una relación de amor-odio a partes iguales que, definitivamente, marcaría su futura vida sentimental. Con su hijo David mantuvo una simbiosis afectiva duradera hasta sus últimos días. Con el resto, tanto en el ámbito privado, como en el público hubo de todo: empatía, diversiones, amores, rechazos y frustraciones. Cuenta Moser que “Sontag percibía la diferencia entre las persona, por un lado, y la apariencia de la persona, por el otro: el yo como imagen, como fotografía, como metáfora”. Sin embargo, para ella, «la realidad nunca había sido del todo aceptable». Por eso mismo, quiso dejar por escrito aquello de que uno de los fines destacables de la literatura es hacernos ver «que los otros, personas distintas a nosotros, existen de veras».
Conforme vamos leyendo, descubrimos cómo, desde joven, la escritora neoyorquina, estando ya en plena efervescencia intelectual exterioriza unas opiniones desdeñosas que tanto la caracterizarían, porque presentía que estaba «malviviendo en su propia vida». Escribir fue un rescate para ella, «escribir se convertiría en sinónimo de escapar». A través del ensayo crítico, el género en el que con más naturalidad se encontraba a gusto, hablaba a menudo de su capacidad de admirar a algunas figuras literarias, como Thomas Mann. Era un «dios» para ella y también lo era por ese sentido del deber de padre austero que representaba en la familia. Sontag, además, en sus diarios y ensayos dejó un amplio muestrario de su erudición y alcance de miras. Hizo del pensar una actividad emocionante y propicia para el asombro, y ese fue su gran legado para el lector común. Hoy día siguen vivos sus ensayos gracias a ese pálpito intemporal con el que supo acometerlos. Contra la interpretación (1966) es uno de sus textos más carismáticos, un libro deslumbrante, ambicioso y maduro que sigue despertando un deleite inusual.
Volviendo a la importancia de los libros, Sontag sostenía que los libros nos dan también un modelo de la autotrascendencia. Para ella la lectura no es solo una especie de evasión, una evasión del mundo «real» de todos los días a un mundo imaginario, el mundo de los libros, sino que los libros son mucho más: «Son una manera de ser plenamente humano». Era también una mujer feminista, pero a menudo atizaba a sus compañeras feministas con despiadadas críticas, especialmente contra la retórica feminista, por encontrarla ingenua, sentimental y anti-intelectual. No hay duda de que este asunto es de suma importancia en su proyección social y sale a relucir en diferentes pasajes del libro. Vivir, según ella, consiste también en convivir con el paso de los años y con la aceptación de la enfermedad, otro de los asuntos claves de su existencia. Por eso mismo, venía a decir que no debe enfadarse uno con la naturaleza, ni con la biología: «Al fin y al cabo, todos vamos a morir; eso es algo muy difícil de soportar, y todos pasamos por ese proceso».
Tal vez a los que nos fascina tanto el personaje echemos de menos que el autor no haya empatizado más con el carácter tan abrumador y hondo de su biografiada como nos hubiera gustado. Pero conviene resaltar que el resultado es extraordinario. Moser firma un texto vívido y absorbente en el que deja bien erguida la figura de una mujer tan relevante como fue Susan Sontag, una intelectual comprometida, grande e influyente que seguirá por mucho tiempo interpelándonos.
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