Lo inventado e imaginado por Layla Martínez (Madrid, 1987) en Carcoma (2021, Amor de Madre), su debut novelístico, viene a decirnos que seguramente sea el novelista el artífice que mejor puede contar una historia de violencias silenciosas sin atenerse a nada y sin objeciones o cortapisas ante los demás. Las dos protagonistas de su libro, una nieta y su abuela, cada una a su manera, nos irán contando los entresijos, secretos, rincones y fantasmas que encierra la casa familiar que habitan. En sus voces descubriremos los cajones, puertas y escondrijos que han sobrevivido al paso del tiempo y que continúan validando su existencia con el resto de las otras cosas de la casa, sus estancias e historias ocultas de mujeres ultrajadas que la ocuparon.
La casa expande sus ecos a través de las voces de cada una de las dos narradoras que desvelan sus hitos. De tal manera que esa alternancia permite ensanchar el tiempo, desenredando todo aquello que aconteció en el interior de la misma y aquello otro que trascendió fuera de ella, a la luz de los demás. Layla Martínez logra llevar consigo al lector al interior de la misma y hacerle ver, sin tener que pararse a descifrar, las expresiones de sus dos narradoras y sus gestos, hasta dejarnos oír los tonos de sus voces y sofocos, causados por los estigmas infringidos en el seno familiar: “Eso es la familia –dice la abuela–, un sitio donde te dan techo y comida a cambio de estar atrapada con un puñaíco de vivos y otro de muertos. Todas las familias tienen a sus muertos debajo de las camas, es solo que nosotras vemos a los nuestros, eso decía mi madre”.
Abuela y nieta van entreverando su relato concerniente a un hecho que se irá desvelando a medida que avanza la narración, partiendo de la memoria de cada una de ellas, de la de sus allegados, de la casa como escenario y núcleo central de todo, hasta llegar al momento presente. La autora, incluso, va más allá y transforma el lugar en personaje vivo que, a menudo, habla por los objetos que guarda de sus moradores dispuestos a capricho y convertidos en testigos, por tanto, del paso del tiempo y de los abusos de quienes rebajaron la convivencia del hogar a la infamia. Carcoma es todo eso, pero también un desacato verosímil que se entronca y remueve como larva por los rincones de una casa provista de los misterios indecibles de quienes la ocuparon. No se trata de un hogar extraño, ni lejano, sino similar a muchos otros domicilios rurales que lastran también sus sombras y vergüenzas.
Carcoma destaca por su ritmo narrativo, por lo que trasciende desde su espacio, el de una casa enclavada en un contexto y tiempo de violencias patriarcales y de clase dominante que no parece acabarse, sino que se resiste a desaparecer para seguir haciendo de la suyas. Y destaca también por el deseo consabido de una mujer dispuesta a vengar su papel femenino doblegado por esa familia representada por los Jarabo, a quienes la autora les reserva su punto enunciativo en la trama tan solo como afrenta de poder establecido, ya que la atención narrativa se centra en las cuatro generaciones de mujeres que habitaron la casa sobrellevando el lastre de una estancia ultrajada por gente como ellos que podían hacerlo impunemente.
Layla Martínez ha sabido articular en su primer salto al género una más que interesante novela rural en la que aborda el vínculo familiar, ese que aparentemente nunca o casi nunca desaparece en nuestras vidas y al que todos estamos destinados a proteger, sin menoscabo de que surjan mujeres valientes dispuestas a desenredar lo que durante tanto tiempo mortificaba sus vidas desde lo más profundo de su seno.
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