martes, 7 de febrero de 2023

Novela intimista


Se me antoja que Monfragüe (Tres Hermanas, 2022), de Javier Morales (Plasencia, 1968) es un libro intensamente hermoso, un texto depurado al que le encaja bien la etiqueta de novela intimista. El narrador, desde la madurez de su presente, agazapado en el laberinto de su propia memoria, regresa a una infancia recobrada, de pandilla y de juegos de niños, para rememorarla y contarnos detalles de un tiempo pasado en el que el colegio y la naturaleza son focos de atención en un viaje sentimental cargado de aventuras, heridas, fantasía y nostalgias.

Por Monfragüe transita una voz empeñada en reencontrarse con esa parte importante de su existencia, de volver a los lugares de la infancia, con la idea preconcebida, dictada por una de las citas que preceden al libro, la de Walter Benjamin, que dice que: «Quien intente acercarse a su propio pasado sepultado tiene que comportarse como un hombre que excava». Es a lo que está dispuesto, a no dejar escapar la oportunidad de convocar al pasado, de mirar atrás y escribir un libro sobre el Parque Natural de Monfragüe, aun sabiendo que será solo un procedimiento para hablar, sobre todo, de su vida de colegial, de sus compañeros de clase, de los campamentos, de los que ya no están, como los profesores y su amigo Marcos.

Se trata pues del regreso de un escritor a su pueblo natal, Verania (nombre imaginario que recuerda a Plasencia), con el deseo de reconstruir su pasado desde la propia escritura y su entorno: el colegio y la familia, la calle y el río Jerte, el parque y sus roquedales y buitres, para llegar a ciertas certezas que quedaron arrinconadas con el paso de los años. Volver la mirada atrás es su propósito. Considera que “para que las heridas cicatricen hay que restañarlas con palabras, inventarse una ficción, un regreso, un viaje de vuelta. Regresar a ese momento, al abrazo”. Cicatrizar ese abrazo es lo que le impele a ello, a concebir la escritura como aliada de su propósito: “Escribir es lamer nuestras heridas”, confiesa. Y una de esas heridas la desencadena un episodio escolar sufrido por alguien cercano, un hecho al que alude el protagonista a lo largo del relato como agresor y víctima de acoso.

Monfragüe es un libro concebido en dos tiempos narrativos, uno en 1982 y el otro en 2018, dos fechas que conectan la niñez y la edad adulta. Hasta el parque que atraviesan el Tajo y el Tiétar llega el narrador y protagonista de la novela, un escritor curtido en años que camina y contempla sus sendas y señales. Estos paseos por la naturaleza le llevan a recordar los años de su infancia y adolescencia, cuando vivía junto a su familia en las cercanías de aquella demarcación extremeña. En su deambular aparecen recuerdos de Manuel, aquel profesor de Naturales que le enseñaba poemas de Machado, versos en lugar de rezar antes de comenzar las clases. También recalan autores que han ido acrecentando su pasión por la literatura, como Hölderlin, Kafka, Camus, Capote, John Berger, Coetzee o César Aira, entre otros.

Ahora, en esta nueva etapa de adulto y escritor, viene a darse consejos estéticos a modo de recetario con la palabra escrita, al igual que estímulos para sus inquietudes literarias, acogiéndose a esa idea de Nabokov de tener presente que «la literatura siempre nace de una mentira que contiene la verdad de la vida y de nuestra existencia». Otras observaciones suyas tienen que ver con la cultura y el medio ambiente y, por supuesto, con los libros. De los primeros dice lo siguiente: “La cultura y el medio ambiente han sido los dos ejes que han definido mi trabajo y mi vida”. De los libros y sus vínculos se refiere con inconfundible afectividad: “Tocar un libro es como acariciar un rostro que vas conociendo poco a poco”.


Digamos que el libro aglutina dos viajes, uno al parque de Monfragüe y otro al pasado del protagonista, un trayecto común, a través de la escritura, que trata de cerrar una herida de antaño, al igual que poner la realidad en su sitio y, a su vez, recordarnos que contar una historia del pasado no es un juego inocente. El pasado y el presente, por tanto, aquí no andan separados en capítulos. Su acierto para engarzarlo se encuentra en la técnica narrativa de conjugar el presente y el pasado con medida sutileza, de manera que casi pasa desapercibido para el lector. Es lo que sucede y lo que pretende el autor: que el sentido de la historia quede mejor reflejado así, por medio de la superposición de sus voces temporales.

Monfragüe es una novela breve e intensa, de apenas cien páginas, que se lee con sumo agrado, un texto que viene a constatar, además, que lo que no se escribe se pierde sin remedio en el olvido, que la vida es, sobre todo, dar cuenta de lo que somos y de lo que fuimos. Por ese hilo conductor transita su fábula, por un fino alambre suspendido en una prosa sencilla y pujante, diría que poética, para contarnos una historia ceñida a la memoria, a la culpa, a la conciencia, al amor, como también a los agravios, y donde el tiempo examina y pone a prueba nuestra condición humana.


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