sábado, 20 de mayo de 2023

Sin reticencias


¿Que por qué sigo leyendo poesía? Son muchos los motivos. Me vienen a vuela pluma dos de ellos: la poesía es como un paseo por lo indecible; toda poesía que se precie destila introspección. A uno no le importa acudir a ese juego desplegado por lo indecible e introspectivo en el que el poeta se las pinta solo y comprobar cómo escarba, remueve y ahonda para extraer sus partículas. Y a continuación sentirlas, como agua mineral, agua que moja por donde pasa, que acaricia, pero también agita y chorrea. Cabría decir muchas cosas más, pero no es menos cierto afirmar que al abrir un libro de poesía hay una sensación misteriosa previa de adentrarse en un mundo simbólico, en un imaginario donde lo importante no es lo que se dice, sino el significado y el orden en que se dice.

Eso sí, leer poesía es un pasadizo, un trayecto, un camino que hay que recorrer en solitario, sin mapa, ni lazarillo. Cada uno lo cruza a su manera, con su secreto equipaje de perplejidades e inquietudes. En cada lectura, en ese diálogo con el poeta, nos convertimos en confidentes de su verdad más íntima, de su razón estética o revelación dada. Cada poeta lo hace a su estilo, con su tono y cadencia particulares. Y el misterio de sus poemas, esto es, su biografía emocional, estará en lo que proponen sus respiraderos, precisamente, que no son otros que su tono y su cadencia, mucho más que en sus motivos.

Los respiraderos por los que transita el poemario Traigo noche en los zapatos (Siltolá, 2023) de Andrés Ortiz Tafur (Linares, 1972), escritor asentado en la Sierra de Segura, en el municipio de Santiago-Pontones, tiene mucho que ver con entendérselas con el mundo, aunque el poeta deje entrever que el mundo, en verdad, solo sabe hacerlo consigo mismo. En esta nueva incursión poética, cinco años después de haber publicado Mensajes en una botella que estoy acabando, y tras una buena estancia escribiendo libros de relatos, compaginada con su quehacer de articulista en prensa, vuelve a ese hogar suyo de primera instancia, sin reticencias: la poesía.

Dividido en tres partes, el libro reúne sesenta y dos poemas que recogen evocaciones de un instante de emoción, de un silencio desvelado, improntas de un momento en soledad, de una búsqueda de algo a lo que agarrarse, de un querer encontrarse, del halo de la nostalgia, del alcance de las palabras, de la fugacidad del presente... En cada uno de ellos se entona una realidad percibida en la que la mera existencia es razón suficiente para que el sujeto poético interpele y contagie de esa vitalidad cotidiana arremetida. A ese alcance poético reconocible se ciñe Ortiz Tafur, a esa idea de exploración y contagio.

El poema inicial es todo un desacato del laberinto de vivir, un recuento del paso del tiempo empapado de acto de rebeldía, de exaltación de vivir el presente, con convicción, / como un mandato divino. Es el discurrir existencial lo que se vuelve poesía, su aprendizaje no consiste en redimir lo vivido, ni reprobarlo, tan solo desatar la persistente realidad y ponerla en su sitio, en su resonar interior, en lo que insinúa. Así cobra sentido el discurso poético que lo impele, examinando el tiempo portátil efímero que nos conforma, pródigo de experiencias y razones para aprender y desaprender.

Le vale cobijarse en esa energía secreta de la vida cotidiana y su hábitat para que su poética rinda tributo gozoso al discurrir del día y, de paso, raspar en las sugestivas aristas del tiempo, con sencillez y hondura, con tinta de costumbrismo y realidad sucesiva: No me gustan las mayúsculas, / prefiero los pájaros sobre el tendido eléctrico... / No me gustan las trincheras, / prefiero las aves levantando el vuelo. Los días por los que transita su poesía se vuelven suficientes para escapar de la jaula de las palabras. Lo que mira a su alrededor, plantas, pájaros, nubes o lluvia se muda en existencia de voces, surcos de gente y fuerte empuje del tiempo: Hay un presente caminando en pretérito continuo.


Por esos pasadizos también trasciende la nostalgia, con sus perplejidades, maneras de asentir y, además, con sus reservas. En Traigo noche en los zapatos hay preguntas que restallan verdades vividas. El poeta proclama que sentir es magnífico, y volcarlo en palabras, exultante, pero vivir, vivir es lo sumo. No le importa la intemperie si lo vuelve espejo y lo aviva: No hay paz en la costumbre. / El cuerpo se habitúa a sentir. Intuye, como apuntaba Goethe, que la poesía es pensamiento vívido, con el fin de compensar las contrariedades de la vida y hacer, en lo posible, que el ser humano se sienta satisfecho con el mundo y sus circunstancias: Todavía es la palabra que busco por las mañanas. / Y deseo y apetito. Esas dos también.

Andrés Ortiz Tafur viene a decirnos que la palabra poética, la suya, es, ante todo, un caer en la cuenta, una revelación que tiene mucho que ver con salir del tiempo medido en el que normalmente vivimos, el tiempo lineal del reloj que pone cada cosa en su sitio y acopla el momento del presente con la memoria. Un muestrario poético desenfadado y nada inocente que muestra ese lado ufano y, a la vez, escéptico de vivir sin reticencias.


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