El leitmotiv que transita por toda la novela no es otro que el Minotauro y su laberinto. Pero, en verdad, son otros muchos laberintos los que también la surcan: historias personales, Historia de Bulgaria, del mundo, de mudanzas y ámbitos filosóficos por tiempos dispares, de lecturas, mitos de Grecia, huidas, palabras sueltas y silencio. El narrador advierte que encajar todas estas bifurcaciones no puede ofrecer una narración lineal “porque tampoco lo son los laberintos ni las historias”. Lo que sin duda pone en valor es su conjuro laberíntico de meterse por los pasillos de la memoria, por el corredor de la infancia, consciente de que “el tiempo pasado se distingue del presente por algo muy significativo: nunca fluye en una única dirección”.
En Física de la tristeza encontramos todo un arsenal de vivencias, giros, anécdotas y apologías, con recurrentes referencias acerca de la política, la literatura, la filosofía, la física cuántica, lo perdurable, lo constante, lo efímero y lo eterno, lo no dicho y dispuesto entre líneas. Hay en todo el libro decenas de recursos y mudanzas narrativas puestos en juego, capítulos, como Sócrates en el tren, que destaca el carácter perecedero de las criaturas que somos, o El final de los Minotauros en el que se subraya el valor del idioma, del leguaje para conocer su chasqueo cuando se es un recién nacido y su sentido y secreto conforme se va dejando atrás la infancia para entrar en otros suspiros y misterios de edades sucesivas. En Sherezade y el Minotauro trasciende el valor del mundo que puede ser tan verosímil que llegue a doblegar al real y convertirse en un noble asidero de vida.
El libro de Gospodínov engatusa y atrapa. Te sientes como en una telaraña entretejida de historias superpuestas en las que confluyen detalles del mundo llevado a cabo por alguien necesitado que tiene que observar el mundo constantemente para seguir existiendo. Por un lado, podríamos decir que el libro refleja una visión personal del narrador sobre sí mismo y sobre lo que le rodea, por otro, en Física de la tristeza encontramos un laberinto de historias en el que el lector encuentra voces, pasillos y estancias por donde asomarse a la memoria de quien evoca el uso de la razón al mismo tiempo que los resplandores de la nostalgia: “La tristeza, al igual que los gases y los vapores, no tienen un volumen y una forma propios sino que adopta la forma y el volumen del recipiente o el espacio que habita”.
El protagonista de Física de la tristeza es el conjunto de los recuerdos y de las vidas de toda su familia. “El personaje vive en los recuerdos de otros”, apunta el autor. La novela, por tanto, responde a un laberinto en el tiempo, con pasillos que nos remonta hacia atrás, desde el Minotauro, hasta la actualidad. Un cómputo narrativo de la vida cotidiana y sus ecos en los que subyace también los de la Europa del Este en el siglo XX. Es la vida de lo pequeño, de una familia, explicando lo grande e inabarcable, el comunismo que marcó toda una época, dijo Gospodínov, en la presentación de su libro en Madrid, por medio de una voz llena de angustia, titubeos y perplejidad que dan idea de ese espacio de tiempo presente del que siempre estamos yéndonos y en el que nunca conseguiremos quedarnos.
Gospodínov firma una novela fascinante, repleta formalmente de capas y anotaciones, que ahonda en el bullicio de la existencia personal y colectiva, en la que sobresale la verdad de lo vivido y sus reflejos en el discurrir histórico, un inmenso caudal de palabras y verdades, dispuestas a sacudir el laberinto que somos. Un gran libro.
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