martes, 12 de diciembre de 2023

Conversar con la muerte


La muerte forma parte de la vida y es parte del relato de ella misma. Tal vez sea la última oportunidad de hallar un significado y de dar un sentido coherente a lo que pasó antes. Pero la vida siempre tiene un futuro, y para muchos hasta en la muerte. Morir es parte de la vida, no de la muerte. Por eso mismo, andamos necesitados de palabras para tratar de minimizar la inevitable soledad del que muere, palabras para contener al otro, palabras para entender la experiencia compartida y establecer una conexión con ese otro ser humano que definitivamente se va y nos deja.

Sobre todo, este asunto ancestral de lo que significa la muerte en la experiencia humana trata Vivir con nuestros muertos (Libros del Asteroide, 2022), de la escritora, filósofa y rabina, Delphine Horvilleur (Nancy, Francia, 1974), un ensayo transversal entre lo sagrado y lo cotidiano en el que está muy presente el pensamiento judío. El libro lleva un subtítulo exquisito y filosófico, Pequeño tratado de consuelo, y, como dice la propia autora: “reúne varias historias que me ha sido permitido contar, vidas y duelos que he tenido que vivir o que he podido asistir”. En todas ellas nos vamos a encontrar con episodios que dejan ver también ese lado amable de entender lo que fundamenta a la identidad judía: “Nadie sabe realmente qué hace a un judío, y menos aún a un «buen judío»”. Diremos que es un libro lleno de inquietudes y curiosidades, tanto religiosas como laicas, incluso con un soplo de humor para afrontar la muerte con serenidad y desenfado.

Horvilleur, como rabina laica, apartada de cualquier posición hegemónica, se afana en contarnos cómo los muertos conforman nuestras vidas y cómo nosotros, al morir, igualmente conformaremos otras vidas. A su vez, nos desvela el sentido que tienen esas piedrecitas emblemáticas que los judíos colocan en las tumbas, en vez de flores: “Dejar una piedra encima de una tumba es declarar a quien descansa en ella que nos incorporamos a su herencia, que nos ubicamos en la serie de generaciones que prolongan su historia. La piedra proclama filiación, real o ficticia, pero siempre sincera”. Los ritos y las palabras ponen de manifiesto el relato de la muerte que no debe reducirse a un mero trámite de desenlace trágico, sino que dé continuidad al propio relato de la vida del fallecido: “No contar nunca la vida a partir del final sino a partir de lo que en ella se creyó «sin fin». Saber decir todo lo que fue y lo que podría haber sido, mucho antes de decir lo que ya no será.”

Otra curiosidad sobresaliente que nos revela Horvilleur es que en el judaísmo no existe la confesión, salvo la que precede a la muerte. Lo mismo que la importancia que tiene en la tradición judía el kadish, que no se refiere solo a la oración de los deudos, sino a la persona designada para recitarla. De ahí que es algo común y propio de un padre o una madre personarse ante el rabino para presentarle a su hijo como su kadish cuando llegue la hora de su muerte. Humoradas y chistes judíos cargados de simbolismo y trascendencia no faltan. Por ejemplo: “Esto son dos supervivientes de los campos que están haciendo humor negro sobre el Holocausto. Dios, que pasaba por allí, los interrumpe: «Péro ¿cómo os atrevéis a bromear con tamaña catástrofe?», y los supervivientes le dicen: «¡Tú qué vas a saber, si no estabas allí!».”

Vivir con nuestros muertos es un compendio de vivencias, rico en perspectivas, que interesará a quien sienta curiosidad por los enigmas en la vida y la muerte. Horvilleur traza su mirada humanista para hablarnos con sencillez, sabiduría y distensión sobre la complejidad de entender el sentido de la muerte desde la tradición judía, consciente de que el judaísmo tampoco proporciona una respuesta firme sobre la otra vida para quienes la esperan con inusitada preocupación. Elogia acompañar la muerte de los demás desde las creencias o ausencias de estas, desde la convivencia, sin que ninguna de esas opciones tenga que prevalecer sobre el resto, y acaba el libro evocando el asesinato de Isaac Rabin, para poner su foco de atención en la esperanza, despertar la conciencia de los vivos y proclamar que ningún fanatismo habla nunca en nombre de todos.


Conversar con la muerte tiene el sentido vitalista de saber entender que su intermitencia no debe reducirnos a determinarla como un mero trámite que aguarda su momento: “Nadie sabe hablar de la muerte, y puede que esta sea la definición más precisa que se pueda dar de ella”. Hay algo fascinante en este libro de fidelidad compartida que lo hace propio y singular, y no es más que su calidez narrativa y enorme honestidad, capaz de mantenernos atentos y ensimismados en un “pequeño tratado de consuelo” que nos concita a buscar respuestas y sentirnos más vivos, más cerca de pensar que después de la muerte hay algo que no sabemos, como dice Horvilleur: “algo que todavía no se nos ha revelado, algo que otros harán, dirán y contarán mejor que nosotros, porque hemos existido”.

Vivir con nuestros muertos es un libro hermoso sobre la muerte, que emociona, alumbra, entretiene y enseña a leer la vida. Sin duda, una de mis lecturas más gozosas del año.

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