Estas reflexiones tan redondas y ajustadas al sentir crepuscular de quien las dice, que no es otro que Sam Shepard (Fort Sheridan, Illinois, 1943-Midway, Kentucky, 2017) conforman mucho del significado de su último libro, Espía de la primera persona (Anagrama, 2023), una obra póstuma que logró terminar gracias a la ayuda de sus hijos y de la cantante Patti Smith, su amiga de toda la vida. En este libro, breve, hondo y conmovedor, el escritor y dramaturgo recurre una vez más a la literatura para lidiar con la complejidad de una enfermedad degenerativa, postrado en una mecedora, consciente de que pese a todo lo irremediable, la literatura es un lugar de combate propicio, trinchera y avanzadilla para sortear la incomunicación y blandir la desobediencia, la transgresión y la rebeldía de la condición humana ante cualquier adversidad.
Se observa así mismo, meciéndose en el porche de su casa, contando historias para quien le acompaña o, incluso, “murmurando para sí mismo”. A su alrededor, de manera inasible para él, observa el discurrir del verano, el zumbido de los insectos, el revoloteo de los petirrojos que no paran de piar, entrecruzándose con las múltiples pruebas médicas que le han realizado. Llega el momento de la verdad, el informe del neurocirujano: “Él fue quien me explicó que algo no iba bien. Y yo le dije, bueno, ya sé que algo no va bien. ¿Por qué cree que estoy aquí?”. Diagnosticado de ELA en 2016, Shepard quiso atarearse en buscar entendimiento, fiel a su temperamento tenaz, y comprender enseguida que se trataba de aceptar lo que inevitablemente le viniera.
Espía de la primera persona es un libro hermoso y turbador, alejado de todo lamento, una novela donde la meditación está presente, como baluarte de convivencia con el propio ser. Shepard considera que, para escribir, como para vivir o para amar, no hay que apretar, sino soltar, no retener, sino desprenderse. Y tal vez, por eso mismo, su libro se encauza bajo la mirada de alguien que espía a un hombre acabado que, en su precaria soledad, evoca recuerdos y reflexiona acerca de Vietnam, del Watergate, de la fuga de Alcatraz o del final de la historia de Pancho Villa. Está aparentemente inactivo, pero sentado comprende mejor que el mundo no depende de él, y que las cosas son como son, con independencia de su intervención.
Le sobrevienen pensamientos y preguntas sobre quién es esa otra persona que le observa desde lejos: “¿Por qué me mira? No lo entiendo. En estos momentos nada parece funcionarme. Manos. Brazos. Piernas. Nada. Permanezco tendido. Esperando a que alguien me encuentre. Me limito a mirar el cielo. Huelo su proximidad”. La realidad para él no huye, somos nosotros quienes huimos de ella. Por eso mismo, inquiere meditar, darse un baño de ser y permitir que esa realidad suya se exprese. Vivir supone aquí estar siempre en contacto con uno mismo, colocarse oportunamente en cada quietud y silencio. Consciente de que la enfermedad que padece lo irá paralizando de forma progresiva, hasta causarle la muerte, Shepard quiere contarnos la tiranía del proceso con cierto estoicismo, sin titubeos ni dramatismo y, al mismo tiempo, urdida con lacónica ironía.
Espía de la primera persona es una bella recapitulación sentimental, un texto dispuesto bajo una destilación narrativa conmovedora y honesta, que encarna la existencia y estética de su autor, una novela que posee un lenguaje íntimo y directo, velado por el murmullo del tiempo. Este es un libro en el que la literatura y la vida se estrechan al máximo, un testimonio que confirma que las palabras son el verdadero germen que pone valor y sentido a la obra escrita. Es precisamente eso lo que hace Shepard con suma contención y nobleza.
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