miércoles, 26 de junio de 2024

Surgidos de la naturaleza


La realidad no solo es lo que es, sino también el modo en que la miramos. Y es sabido que el modo de mirar, ya en sí, transforma las cosas. En cualquier caso, conviene no abandonar la actitud de seguir aprendiendo a mirar lo que tenemos delante de nuestro ojos, la tierra de donde hemos surgido, que siempre tiene algo de ejemplar que ofrecernos. Hay un endecasílabo en un poema de Eloy Sánchez Rosillo que trata sobre esa aspiración de la naturaleza de eternizar el presente: «Cuanto existe, existió y será después». De alguna manera, el hombre es un ser necesitado de un jardín. Somos también naturaleza. Los árboles nos protegen de la intemperie, son fuentes de vida para otros seres vivos como nosotros. Y la vida, como también diría Dickinson, consiste en mirar fuera como se mira dentro, mirar fuera desde la soledad de quien crece identificando las raíces sobre las que se levantan las ramas en las que se apoya la vida.

Al escritor, periodista y profesor de escritura creativa Javier Morales (Plasencia, 1968) le importa e inquieta la naturaleza y el papel determinante que el hombre juega en el medio ambiente. En sus textos sobresale una suerte de impulso ético ligado a la tierra en la que aprender a recordarnos que estamos para prestar atención a la tarea que más nos importa, que no es otra que amar y proteger este mundo que nos da sustento, y mantener la validez de la vida trenzada por cada uno con la vida pausada de la naturaleza como espacio de complicidad y refugio. Su literatura no se aparta de esa conexión. En Monfragüe (2022), su anterior libro, una novela intimista, de recuerdos e indagación introspectiva, deja escrito esa singularidad suya: “Escribo sobre la naturaleza, aunque mi vida se acaba colando siempre en los libros, no sé por qué [...] La cultura y el medio ambiente han sido los dos ejes que han definido mi trabajo y mi vida”.

Escribir la tierra (Tres Hermanas, 2024) confirma este mismo hechizo de explicar el mundo y sumergirnos en la naturaleza, en el lugar del otro, con historias que albergan espejos donde mirarnos para poder parecernos a la verdad que reflejan o, al menos, reconocernos. Son cuentos ambientados en Extremadura, un paisaje vinculado a esa arcadia memorable de la infancia del autor. Conforman, como dice Javier Morales, los anillos de un mismo árbol: “Las raíces de este árbol se han ido expandiendo a lo largo de mi vida en busca de preguntas y de respuestas sobre nuestro paso por este mundo y nuestra relación con los otros seres vivos que nos rodean, con una naturaleza de la que formamos parte, aunque se nos olvide”. Dentro de estas páginas hay un sentir que nos habla de que somos seres entretejidos de relatos, de historias que nos conectan con la tierra y su fragilidad, que nos confía una y otra vez un mismo mensaje: la literatura, la naturaleza y la vida tienen motivos para reivindicarse.

El libro arranca con esta cita de Mary Oliver, autora de La escritura indómita: «Todas las ideas importantes tienen que incluir a los árboles, las montañas y los ríos». En esa tesitura perfila Morales el propósito de su libro, resaltando que los relatos que lo forman provienen “de una mirada hacia el mundo rural exenta de cualquier romanticismo e idealización”. Le importa que los cinco cuentos reunidos reproduzcan su sentir como un manifiesto literario de la escritura de la tierra, “desde la fraternidad y el reconocimiento de todos los seres vivos que habitan la tierra”. En El matadero, el primer relato del volumen, este clamor se agudiza y despliega el talento del autor al contarnos el devenir de un pueblo abocado a una incierta transformación con un proyecto hotelero, pese a la oposición de Berta, la maestra y única vecina contraria a dicha iniciativa.

La segunda parte del libro reúne, bajo el título Otros cuentos de la montaña, cuatro relatos entrañables, escritos desde una voz en primera persona. Son historias de soledades y secretos, de vidas sencillas y erráticas, envueltas en trabajos rutinarios del campo y de la montaña con cierto aire de melancolía. Hay en ellas un tránsito de recuerdos de amores de antaño, de aspiraciones y reencuentros. En el marco de cada una de ellas, la naturaleza se observa y se respira lo mismo en un cementerio, en el monte o en un secadero de tabaco. Estas historias que muestran a personajes que no parecen estar por encima de la vida que les ha tocado en suerte, aunque, eso sí, cada uno sobrelleva sus secretos y extrañezas con dignidad, aferrado a sus tareas y limitaciones en busca de preguntas y respuestas.


Escribir la tierra es un libro hermoso que concita a ver el mundo rural, la naturaleza y los seres vivos como existencias plurales de entendimiento, de saber que nada puede existir en el mundo sin una relación de dependencia, de coordinación y de atisbos entre sí. Estos cuentos de Morales están escritos por una necesidad de verdad, de belleza y de discernimiento, para hacer verosímil lo extraordinario que nos resulta nombrar el mundo. De ahí que sus historias se vinculen a ese propósito que postula el conocer la naturaleza como la mejor forma de protegerla. Una encomienda que también propicia la literatura al permitirnos revivir hitos seculares y pensamientos desde la aparente incertidumbre que otorga la ficción.


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