lunes, 9 de septiembre de 2024

El embrujo de novelar


Mi relación lectora con Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) ha sido intermitente a lo largo del tiempo. Mi primera incursión en su obra literaria corresponde a la novela Queda la noche, galardonada con el Premio Planeta de 1989, una historia en la que el juego de la vida se impone una y otra vez, como si fuera inevitable. Después de unos años me sumergí en otra, de título largo y sugerente: Si al atardecer llegara el mensajero (1995), donde la fugacidad de la vida y la amenaza imprevisible de la muerte son temas abordados como pretexto para acometer los problemas irresolubles que acarrean la existencia de cualquiera. Con La señora Berg (1999), un relato espléndido e insinuante sobre el amor, la familia y los desencuentros de la vida, la académica de la R.A.E. deja buena muestra de su madurez artística. Luego, en 2012, me animé con otro de sus libros, Mi amor en vano, una historia que ahonda en la atracción y la pasión entre seres humanos, y todo aquello que se anhela para buscarle un sentido a nuestra existencia. Y, por último, El fin (2015), un conjunto de trece relatos que recoge el espíritu oscilante del tiempo y de los sentimientos. En estos cinco libros se concentra mi recorrido lector por el universo literario de la autora maña.

Vuelvo al cabo de casi diez años a su literatura, atraído por saber qué me voy a encontrar en su nueva entrega, La novela olvidada en la casa del ingeniero (Anagrama, 2024), un título ciertamente anodino, que, sin embargo, deja entrever un misterio en el que se intuye, una vez entrado en ella, un propósito metaliterario determinante. Y efectivamente, así es. Hay un giro narrativo en el discurrir de la novela que parte de dar constancia a ese poder que todo novelista ostenta, de esa libertad infinita que la novela otorga al escritor de escapar del lugar en que está, aunque no se sepa adónde se dirige y aunque haya siempre alguna ocasión de equivocarse. Es lo que viene a decirnos Mauricio Ballart, escritor de literatura juvenil y personaje de la novela, encargado de revisar el manuscrito entregado por su amigo Tomás Hidalgo que pone título al libro, con estas palabras: “Ese es el privilegio del novelista, crear un mundo paralelo en el que los elementos de la realidad se vuelven ficción y los de ficción se hacen realidad dentro del ámbito de la ficción. Parece un galimatías, pero es así”.

Puértolas no se olvida en esta novela de lo que antes propiciaban sus novelas anteriores, ese deambular de sus personajes que se preguntan por el sentido de sus existencias, que tratan de convivir con sus soledades, que no renuncian a sus íntimos deseos e ilusiones, que siempre esperan algo, envueltos en una atmósfera de misterio, pero, en esta ocasión, lo hace reafirmando el valor que tiene la literatura, al destacar su valor semántico o de significado y, desde luego, su valor formal o de expresiones lingüísticas a través del ínclito Ballard, y que solo hay literatura cuando ambas intenciones se juntan; que “el asunto es convencer al lector de que ese mundo es lo suficientemente interesante como para seguir adelante con la lectura”. Con esa intención, la autora experimenta, desarrollando una trama en la que establece dos líneas bien delimitadas y dos narradores, ambos escritores, engarzadas en dos historias, cada una con sus particularidades y personajes secundarios. Igualmente, se empeña en alternar el tiempo de los hechos y el propio tiempo de la escritura, para permitirle que el relato no oculte su juego metaliterario y autorreferencial.

En La novela olvidada... hay dos narradores: por un lado, Leonor, autora del texto encontrado en un viejo disquete en la casa del ingeniero, y, por otro, Mauricio Ballart, del que ya hemos hablado anteriormente, que transcribe, revisa y opina sobre el proceso creativo que lleva entre manos. A todo esto, también se incorpora al relato principal un puñado de narradores presenciales que airean o matizan detalles de los hechos. La novela discurre entre los años sesenta, los últimos de la dictadura y anteriores a la transición a la democracia y sus años inmediatos. Desde el mismo arranque del libro, el texto despierta curiosidad y misterio. Soledad Puértolas aprovecha ese inicio para ensamblar su trama en una estructura en la que no hay una historia lineal con un solo narrador, como ya hemos apuntado, sino una especie de muñeca matrioska, donde lo que se teje y acontece está dentro de otra historia y así, con maestría, zarandear la imaginación del lector.


En suma: la novela en sí conforma un artificio bien escrito y de amena lectura, dentro de un puzzle de historias en las que la vida percute sus dosis de fatalismo y de amor, casi entremezclada, dando resquicio a un juego de espejos que, a su vez, invita al silencio y al retiro. Hay lugar en ella para alguien, como la narradora de esta novela olvidada, una mujer en periodo de formación vital, que se dispone alcanzar la edad de los recuerdos, que se supone, como subraya el propio Mauricio Ballart, no es otra que la de la madurez, la del saber “aceptar la sucesión de finales que se producen en la vida. A uno le sigue otro, lo que significa que no son del todo finales”, como tantas veces ocurre en el arte de novelar.


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