Confiesa Méndez al principio que, en buena medida, su libro se erige bajo el impulso de las lecturas de las obras de la poeta Anne Carson y la filósofa Simone Weil, dos escritoras decisivas que le ayudaron a encontrar la voz y el tono de lo que quería contarnos que, según sus propias palabras: “no es otra cosa que un ensayo-ficción alrededor del amor. Aquí hablan las palabras, los cuerpos y los deseos; hablan las presencias y las ausencias, las huellas de los recuerdos y las marcas del olvido”. Todas estas motivaciones y resonancias suyas, que apelan al amor, encajan bien en esta forma narrativa elegida, que toma en consideración características de la novela, de la autobiografía, de la autoficción y, por supuesto, del ensayo.
Digamos pues que Begoña misma es la verdadera materia del libro. En Ciento veinticuatro huecos encontramos territorios suyos de encuentros entre vida personal y vida literaria, entre oquedales de la memoria y umbrales del amor. Todas estas formaciones de huecos que van apareciendo en sus páginas nos deja ver que el amor es trance y dádiva, un surco de afectos y efectos, pero también aparece el amor como un paisaje con múltiples pliegues. Begoña Méndez explora la naturaleza de estos intervalos y de sus cavidades para mostrarnos a una mujer que devora libros sobre el amor y su entramada compostura, una mujer que siente y vive estas mudanzas afectivas dejando que hablen las palabras: “La palabra escrita –sostiene– es también la organización de huecos, la búsqueda de una voz que sostenga las ausencias y les confiera un peso”.
Hay un asombro cósmico, encendido y veraz de alguien que se implica consigo misma porque tiene que contar la verdad más íntima de alguien a quien le importa anunciar que “Las cosas que no decimos porque no nos atrevemos se mantienen indelebles entre huecos de memoria”. Méndez va más allá a la hora de descifrarnos que la forma de su texto también debe dar la clave, obligando a sus lectores a poner toda su atención en aspectos como el tono, el estado de ánimo, la cadencia, la gramática, la estructura narrativa y, en definitiva, todo lo que podríamos considerar forma. Nos conduce a ese cómputo literario a partir de sus vivencias emocionales en las que entrelaza vida y literatura, avivadas por lecturas de Carson, Dante, Weil, Williams, Duras, Ovidio, Ernaux o Ajmátova.
Podemos afirmar que estamos ante un texto en marcha, un relato que se va armando ante los ojos del lector, que muestra sin tapujos el proceso de su creación. El lector entiende que la autora escribe al mismo tiempo que reflexiona, dentro de un marco referencial que justifica el propio acto de escribir: “Para que haya narración algo tiene que moverse. Es suficiente algo leve.[...] Para que haya relato algo tiene que romperse, algo tiene que entrar, algo tiene que salir. [...] Porque el amor siempre empieza y vuelve a recomenzar por los ojos que se miran y que después se agachan. Por los latidos del pecho”. Méndez escribe su particular poética del amor mediante un texto fragmentario donde es posible encontrar destellos y huecos que invitan a la reflexión para dar validez a esto que decía Christopher Isherwood: «Todo lo que uno recrea sobre uno mismo forma parte de su mito personal y, en consecuencia, es verdad».
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