viernes, 30 de mayo de 2025

Memoria portátil


“La familia es el territorio de la memoria. Memoria de sí misma y del mundo que la contiene. Memoria en construcción y no siempre fiable, donde el amor y el conflicto confluyen. Dejarla totalmente de lado no es posible, vuelve en los sueños y en las pesadillas. Nos proporciona los primeros rudimentos para descifrar la realidad, nos forma y deforma, y, a poco que la escrituremos, nos confronta con el principal problema de la condición humana: ¿somos realmente libres para trazar nuestro destino?”

Con este arranque reflexivo, Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) nos perfila el conjuro literario que motiva la escritura de Los ilusionistas (Anagrama, 2025), resquicios de emociones y huellas de una experiencia que conforman los tatuajes y entresijos de su familia materna. A este breve y revelador preámbulo del libro le precede una cita de Georges Perec que descorre el poderoso empeño y la necesidad que lleva consigo el autor para hablarnos de su núcleo materno: «Escribo porque ellos han dejado en mí su marca indeleble y porque su rastro es la escritura». Bajo este mapa único y, a la vez, de brújula, nos invita a un viaje familiar del presente al pasado, y viceversa, convirtiéndonos en testigo excepcional de un ejercicio de indagación y, cómo no, de autoconocimiento y objeciones, paradojas de la que ninguna familia está exenta.

Le importa apuntar que la familia conforma los primeros argumentos para descifrar la realidad que nos rodea, y es que en gran parte allí surge nuestra primera concepción del mundo. Toda esta pulsión familiar del libro nos llega, tanto por las palabras, como por las voces y silencios de sus protagonistas. Pero antes que nada, Marcos Giralt subraya que, en Los ilusionistas, todos sus protagonistas están ahí con sus razones y discordias, y la presencia de cada uno refleja algún resquemor y desconfianza hacia el otro: “Esta es, sin embargo, una historia en la que lo histórico, pese a condicionar su devenir, aparece solo tangencialmente. Es una historia de interiores y de supervivencia”. El libro, por otra parte, escrito en la línea de un inventario de vida familiar, encuentra un estilo afín a Tiempos de vida (2010), un libro íntimo y conmovedor sobre su padre, pero, en esta ocasión, más maduro y con una mirada más distante, a la vez que implicada.

Todo lo que sustenta Los ilusionistas son recuerdos vividos, de cartas leídas, de conversaciones y trayectorias personales, que se van conformando en primera persona. Incluso aquellos recuerdos que el narrador se formula involuntariamente, como diría Proust, sacando por el hilo la semejanza de un instante o de un episodio que pone cuño de autenticidad a lo que está sucediendo en ese momento de la narración. Además, con ese impulso de volver a los personajes y a las cosas que pasaron, con una dosificación cómplice de la memoria de unas y la estela de otras. De siempre se ha dicho que en todas las familias hay algún componente raro o excéntrico en su seno. Aquí, el ejemplo más notorio lo ostenta su tío Gonzalo Torrent Malvido, autor de Torrente Ballestero, mi padre (1990), un personaje de trayectoria extravagante y errática, entre la escritura y la bohemia, no exenta de sablazos y granujería.

Sus vidas, ya todos muertos excepto su madre, transcurrieron en una singular y continuada tensión existencial entre la realidad y el pálpito distinguido de pertenecer a una esfera de predominio estético y burgués, con cierto aire de casta distinguida en la que todos vierten, polarizan y versionan su ilusión de vivir. Los ilusionistas pone su foco en el oficio de vivir de cada uno de sus personajes, en la realidad que trastoca y, a la vez, sacude lo inesperado. El libro va despojando su tránsito narrativo en ocho capítulos. En cada uno de ellos, el autor establece, uno tras otro, la radiografía de un miembro de la saga, sin olvidarse de su abuela Josefina Malvido y de su abuelo Gonzalo Torrente Ballester, con la particularidad de que, en ningún momento aparece mencionado el autor de La saga/fuga de J.B. Refleja su sentir de cómo recibimos historias heredadas que nuestra memoria transforma y las incorpora al devenir de la propia vida, para decirnos que “más importante que los hechos son los mitos que nos forman”.

¿Qué papel representan los viejos relatos familiares en las propias decisiones? Tal vez sea esta una de las preguntas claves que ronda con mayor resonancia en toda la novela, un relato generacional por donde discurren las distintas formas de afrontar una historia compartida de resquicios, ausencias, renuncias, anhelos y ensoñaciones. A Marcos Giralt, en principio, le rondaba por la cabeza lo que este relato iba a ser: “la historia de una familia, lo que pudo ser y no fue y lo que se perdió. Pero también iba a ser una historia de redención, con vencedores y vencidos, donde restauraría el relato que los vencedores habían ocultado”. Pero él pertenecía a la parte de los vencidos y le correspondía poner en orden los sesgos del relato, tratando de evitar cualquier maniqueísmo lacerante, hasta llegar al convencimiento de encajar en dicho relato lo que su madre sabiamente le confiesa al final del libro: “Somos lo que somos, da igual por qué caminos hayamos llegado a serlo”. Aquí encontramos ternura, gratitud y amor, pero las sombras y los reflejos de las vidas que transitan por sus páginas son más intensas que los hechos, al igual que las ausencias, que ocupan más espacio que las presencias.


Este libro es una estupenda incursión autobiográfica que postula que no hay verdades absolutas en el seno familiar, pero que sí hay muchas otras que nos dejan al descubierto. Marcos Giralt firma un libro hondo y honesto, de prosa ágil y tono reflexivo, desde su propia memoria portátil, desde lo que ha visto, desde lo que ha escuchado, leído y vivido, para llevarnos a una jugosa andanza narrativa por el vínculo familiar, ese que, aparentemente, nunca o casi nunca desaparece de nuestras vidas.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Mapa de obsesiones


En cierta ocasión dijo Juan José Millás (Valencia, 1946) que cuando escribe una novela vive, de alguna manera, en una situación de rapto por enamoramiento, en el sentido de que todo cuanto sucede conduce al ser amado. Esto es, que todo lo que él oye, lo que habla, lo que hace y lo que piensa mientras escribe una novela le conduce a la novela. Ese menester, por otro lado, nos dice que viene impregnado de una sensibilidad necesaria e intensa para descifrar la realidad que vivimos. Sin duda, la sensibilidad es lo que importa en la literatura, en la escritura y yo diría que, también, en la lectura. Porque sentidos tenemos todo el mundo. Pero capacidad para captar la realidad, reinterpretarla y convertirla en literatura es harina de otro costal. El escritor procura no ver la realidad evidente, sino que se esmera en poner a nuestro alcance la otra realidad de su mirada para engatusarnos, para ver otras cosas que están ahí delante y percuten en su imaginario, pendientes de darse a conocer y sorprendernos.

Se podría afirmar que un escritor es alguien que contempla su propia vida desde cierta distancia, aunque, en el caso de Millás, su objetivo es, más bien, cortar distancia sin tener que huir del propio mundo, mediante la invención de otro mundo propio, sin tener que pensar en un lector distinto a él mismo. En sus novelas, el lector asiste a presenciar una performance en la que las cosas raras parecen normales, y las normales resultan raras. “¿Una novela es como un mapa?”, le pregunta la protagonista de su novela La mujer loca (2014) a su interlocutor. “Sí y no”, le responde. “Por un lado es un territorio autónomo, pero por otro es una representación. En lo que tiene de representación, la novela tiene también algo de mapa”. Sabemos por la lectura de sus libros que, en su imaginario, la identidad, el desdoblamiento de la realidad y el extrañamiento de las cosas tienen dos existencias simultáneas: la que se muestra a la vista y otra más recóndita. Lo que le importa es desentrañar la segunda, una característica, o, mejor dicho, una obsesión incisiva muy presente en su obra.

En su nuevo libro, estas acotaciones narrativas de contemplar la realidad cotidiana con la extrañeza de lo invisible continúa. Ese imbécil va a escribir una novela (Alfaguara, 2025) es una historia que cuenta las andanzas de un escritor y periodista llamado Juan José Millás a quien su redactora jefe del diario en el que trabaja le acaba de asignar que escriba un reportaje sobre lo que se le antoje. El desafío inquietante que se le presenta le produce al personaje, también llamado Juan José Millás, cierta desazón, y se convierte en una trama repleta de entresijos que no se sabe hacia donde se encaminará. Durante el transcurso del relato, las conexiones reflexivas del narrador, del personaje y del autor irán conformando un devenir de extrañezas y miradas que van dando vueltas en círculos, sin un plan preestablecido, propiciando un continuo vaivén entre lo ficticio y las realidades paralelas que se interponen entre ellos mismos en busca de ese reportaje incierto, objeto de encargo.

Por aquí asoma lo misterioso de su narrativa, entremezclado con evocaciones de otras obras suyas, bajo esa escritura precisa y veloz tan característica de su literatura, que revela el misterio de su mirada inimitable, entre realista y onírica, donde se mezclan el humor y la ironía. Por estos pasadizos y meandros transcurre el hilo del relato, por rendijas por las que se asoma el personaje, tan ocurrente y campechano, frente a la fabulación, manejando la realidad como si de ficción se tratara. Quien habla aquí, quien actúa y quien firma es un Millás triplicado, convertido en personaje, narrador y autor, capaz de trasponerse ingeniosamente con gracia y desparpajo. Tiene la habilidad de pasar de cirujano a prestidigitador del lenguaje, a base de juntar palabras para contar historias colaterales de su vida cotidiana. No hay nada más recurrente para él que escribir una historia y despojar a la realidad de sus vestidos corrientes, las palabras, para conectarlas con otras aspiraciones y significados.

Sabe que en el reportaje los materiales vienen de fuera, al contrario de los materiales de la novela que, según él, vienen de dentro. Por eso mismo, sostiene que no es necesario que la construcción de una novela tenga que estar representada en un plano, como un edificio, sino que “una novela se comienza de cualquier forma, a veces por el techo, igual que un sistema filosófico”. Le gusta trascender, además, que el lenguaje no está en nuestra mano, sino nosotros en la suya y nos usa para apretar o aflojar los tornillos de la realidad, como dejó dicho en la citada novela La mujer loca. La ficción, a su entender, aguanta más que la realidad. Y por ello es por lo que lo ficticio y lo real se convierten en su literatura en un fingimiento de verdades paralelas o imaginadas.


En Ese imbécil va a escribir una novela entramos en el terreno de la experiencia de la fabulación que tantas veces le ocurre al yo que Millás lleva dentro y fuera que no para de reinventarse. Como suele ocurrir en sus novelas, el lector asiste a una narrativa de provocación deliberada, de ponerle en un brete, en la tarea de dilucidar sobre lo que hay de verdadero y de fingido en su creación artística, todo un desafío. Pero en esta, además, hay una vuelta de tuerca más, un giro en su mapa de obsesiones que transita entre la búsqueda de un extraño reportaje y una singular novela que nos conduce al disfrute de un nuevo brote de su universo literario aún activo, ávido, curioso e inquieto donde encontrar intenciones más profundas de desentrañar la realidad.

martes, 13 de mayo de 2025

Relatos pasmosos


Verdaderamente no me imagino qué sería del hombre si no tuviera dentro de sí, escondidos, superpuestos, sumergidos, adyacentes, provisionales, inquisitivos, a otros muchos yoes que no solo no sustituyen o destruyen su personalidad, sino que la constituyen al ampliarla, repetirla y hacerla posible de adaptación a las más variadas circunstancias de la vida. No cabe duda de que quien escribe se lee únicamente él, pero al hacerlo seguramente se siente desdoblado, acompañado y examinado, incurriendo en contradicciones, como le ocurre al propio lector que oye mientras lee sorprendido las respuestas que surgen de su profundidad más íntima, de esa zona de uno mismo de la cual no tomaba conciencia, y estaba ahí pendiente de ser reconocida.

Parece como si la lectura de Pústulas (Talentura, 2025), de Raúl Ariza (Benicàssim, Castellón, 1968) me hubiese sacudido en esa tesitura descrita más arriba mostrándome que la vida es un relato incierto de constante insistir, de múltiples facetas suspendidas en un argumento en el que los desenlaces vienen de algún otro yo recóndito que nos conforma. Porque, ciertamente, las historias que transitan por aquí están protagonizadas por seres desdoblados de su apariencia, responsables de los nudos por deshacer y por hacer en el presente desatado de sus vidas. Diría que, entre los planteamientos y desenlaces que cada relato plantea, hay un amplio espectro de presagios y quebrantos que salen a la superficie como una tajada en el tiempo. El lector se verá llevado hacia un vertiginoso catálogo de cuentos ácidos y, por qué no, pasmosos.

Ariza plantea doce relatos feroces y duros asomándose a muchas ventanas que dan a diferentes mundos de la condición humana. Por sus resquicios surgen historias ungidas de realidad y de un imaginario nada complaciente. Hay cuentos que hablan muy fuerte, y otros, en cambio, que bajan la voz y perturban por igual. Cada uno saca a la luz las intenciones y los motivos que sus protagonistas quisieron llevar a cabo: su mundo, su honra, su controversia, su conciencia o venganza. Todos, a su manera, reflejan también su campo de transformaciones, su laboratorio desde donde la realidad configura su molde de misterio, de conciencia, de lenguaje y de voluntad. En la misma medida, bajo ese mismo manto de extrañezas, se esconde igualmente la conflictividad existencial de sus personajes y la desazón que rodea a sus vidas.

En el primero de ellos, titulado En el nombre del padre, uno de los más destacados, nos encontramos con un relato demoledor de un padre postrado en un hospital. Un hijo le acompaña en sus últimas horas, mientras el pasado ronda por la habitación reviviendo lo que aquel maltratador y canalla, ahora de cuerpo ajado y maltrecho, hacía de su vida personal y familiar: arrebatarles a todos el bienestar del hogar. Le sigue Aquellos zapatos, una historia de mal de amores en la que una joven lucha por superar un amor imposible que le acaba de abandonar. La joven desvalida solo sobrevive a su desazón a través de versos trastabillados que le sacuden de su fatal destino. En el siguiente relato, narrado desde una comandancia policial, quedamos aturdidos por esta historia de francotiradores protagonizada por un anciano que tiene que dar cuenta de cómo mató a bocajarro a su compañera.

No parece que la buena literatura case bien con la inquina de quien se aprovecha de la candidez de alguien que se deja seducir, tal vez, pensando, que se le presenta una ocasión propicia para el lanzamiento de su libro. Es eso, precisamente, lo que encontramos En Verso a verso, una historia mezquina en la que una aspirante a poeta sucumbe a la manipulación de su mentor. En otro cuento de título sugerente, Poesía caníbal, somos testigos de una conmoción sentimental que muestra cómo su protagonista se las tiene que apañar, pese a la presencia impertinente y amenazadora de su madre que interfiere en sus andanzas amorosas, una y otra vez. También encontramos mucho humor en algún que otro cuento, incluso momentos de cortar y subirse a otro tren de vida, como sucede en La hora imprevista, o, en otro de los relatos más intensos e implacables del libro, La vida desde mi ventana, hallar un lugar para recobrar el ánimo perdido.


Llegados ya al final del libro, diría que Raúl Ariza urde, con brillante eficacia, una trama variada y singular por la que confluyen sus hilos narrativos en un nudo final del que suelen quedar destellos turbadores y silencios con los que el lector tendrá que jugar durante un tiempo a engarzarlos y a ahondar en las capas de su piel. En estos cuentos, el pulso narrativo y el tono se relacionan con el punto de vista desde el cual el autor cuenta la historia y, aunque en algún caso nos increpe con un adjetivo pretencioso, el resultado es que su estética narrativa reluce y conforma un imaginario, eso sí, de enfoque crudo e infame, en el que se encarnan vivencias de unos personajes que proyectan ese sesgo escogido de asuntos ajenos que nos hace pensar como si fueran pesadillas nuestras.

martes, 6 de mayo de 2025

Leer y cavilar


Voy a decirlo sin cortarme un pelo. Soy un entusiasta lector de Javier Sánchez Menéndez (Puerto Real, Cádiz, 1964). Su creación literaria es abundante: poesía, ensayos, aforismos y artículos. He podido leer todo o casi todo lo que se ha editado de su obra y, de una buena parte, he publicado reseñas o comentarios. Confieso que lo he hecho no por necesitar glosar su penetrante lucidez, sino para prolongar el placer o la cavilación que sus textos me procuran. Confieso que encuentro sintonía y entendimiento con esa escritura suya que me sacude e interpela y, a su vez, pone de manifiesto esa carga luminosa y ética que da sentido a sus palabras, que vivifica la razón de ser del pensamiento, desde el silencio y la propia soledad, desde el paso del tiempo y ese discurrir de la vida, tan próximo y cotidiano para darme a entender.

Es cierto que Sánchez Menéndez, escritor persuasivo y juicioso, inclinado, eso sí, a la emoción del concepto y sus metáforas, tiene una voz literaria reconocible, un leitmotiv habitual, una gramática que conjuga la importancia de la razón de existir, que consiste en estar en una perspectiva de entendimiento con el mundo. Le importa resaltar lo que se ha comprendido de siempre: la existencia como vida activa o como vida contemplativa. Sin embargo, insiste en que existir siempre será, de manera inevitable, una vida representativa. Es por esta idea central o guion, compuesto por notas y textos breves, por donde transita su nueva entrega, Fragmentos (Detorres, 2025), un libro poblado de ideas, epifanías, citas y sensaciones volcadas bajo una concepción de “lectura en lentitud, sin prisas, como alimento”.

Empezamos a leer y a poco que llevamos unos minutos, ya vemos cómo Sánchez Menéndez cree en la razón, dado que para él es un instrumento esencial para orientarse en la vida. Recala en cómo lo real, la emoción artística, las pasiones, los vislumbres del pensamiento y la conciencia nos dejan desnudos, “pero también confusos –escribe–, somos transmisores de dudas permanentes”. La justificación es clara: la verdad se da siempre bajo la importancia y la perspectiva de la palabra: “La palabra entre nosotros, y de la palabra a la lectura entre nosotros. Somos palabra, por eso somos lectura”. No se olvida que por delante del filosofar está el vivir. Por eso propone el poeta: “Vivamos las emociones. Son nuestras”. No por ello hay que renunciar a la razón. La razón, según él, es una herramienta indispensable del conocimiento, del entendimiento de la lectura como alimento.

Y es aquí, en la lectura, donde el libro alza su vuelo más intenso. El poeta percute no solo en el valor de la palabra como manifestación de la verdad, sino en la lectura como contacto con la vida, como conocimiento de uno mismo: Y por ello, sostiene que la literatura debe ser “una manifestación de la verdad”, un motivo suficiente para leer el mundo y reconocernos en él, para ensancharnos y sentirnos más reales. Nadie duda de que quien lee se siente acompañado. En ese mismo trayecto de compañía y soledad, la lectura acaba revelándose como algo que nos redime en muchas ocasiones de las incontables decepciones y reveses de la propia realidad. “El lector no nace, se hace”. Por eso mismo, insiste en que “hay que seleccionar las lecturas”, los libros que importan, los que nos conmueven y se convierten en un resquicio para entender un poco mejor el mundo o pensarlo de otro modo. Leer, como ya dejó dicho en otro de sus libros, “provoca afectos y, también, efectos”.

Esta es una de las ideas transversales que recorre las piezas reunidas en Fragmentos, alentar a la lectura, no solo como alimento, sino como un acto de amor a la vida y a uno mismo, que apela a esta otra verdad filosófica añadida de que en la lectura: “palabra y naturaleza se fusionan. Todo origen de la naturaleza está en la palabra. Y a su vez, el origen de la palabra está en la naturaleza”. Una vez más, Sánchez Menéndez nos conmina a entender la lectura como acto de posesión, de hacer nuestra las circunstancias de que “hay que dejar espacio al lector. Mucho espacio”, para descorrer el mundo y sentirlo más vivo y reconocible.

Por otro lado, hay lugar en el libro para transitar por las propias lecturas del poeta en las que no faltan alusiones a Cervantes, siempre aparece alguna mención de El Quijote en sus libros. También se cita a Cioran, a María Zambrano, a Baroja, a Rilke, a Mark Twain o a Séneca, entre otros, elogiando su amor a los libros: cum libelli mihi plurimus sermo est (tengo mucho que hablar con los libros). Igualmente, no se olvida tampoco de pararse a reflexionar sobre el aforismo, un género que cultiva con sigilo, para destacar la cierta vanidad reinante de algunos que se empeñan en alzar la voz sobre su esplendor, porque “no estamos en un nuevo Siglo de Oro del aforismo... Hay buenos aforismos, sí, y hay buenos aforistas también, pero son contados, y tal vez sobren dedos de una mano”, apostilla.


En resumidas cuentas, la sensación percibida de la lectura de estos jugosos Fragmentos es de correspondencia, es decir, de una relación vis a vis en la que el autor y el lector interactúan, lo digo por la invitación constante al subrayado y a la pausa. Por eso, abrir un libro de Sánchez Menéndez tiene mucho que ver con adentrarse en un mundo simbólico dispuesto a ser reinterpretado. Posee el don de la penetración, de la capacidad de descubrir lo propio de la vida en la razón, y lo tácito en lo aparente. Le importa resaltar que lo importante de la vida anda cargado de metáforas y experiencias. Por eso mismo acude a la metáfora, para representar el significado de las palabras escritas en términos de otras. Y por eso mismo, en su liturgia, lo que importa no es tanto lo que se encuentra en sus páginas, sino lo que significan para quien las lee y cavila.