lunes, 28 de julio de 2025

Diario de pensamientos


Si hay algo esencial que destacar, por encima de todo, de la obra aforística de Ramón Eder (Lumbier, Navarra, 1952), diría que es su fecundidad y tono irónico. La riqueza de sus aportaciones en este género breve es extraordinaria, tanto en su prolífica creación a lo largo de veinticinco años, como en el corte filosófico y literario de sus escritos. Los que leemos sus libros somos partícipes de esa habilidad suya capaz de describir la vida cotidiana en un trazo, como quien efectúa una rúbrica en la que reflejar una perplejidad, un punto de vista transversal y humorístico o, simplemente, un fogonazo intuitivo capaz de pillarnos por sorpresa y sacarnos media sonrisa, sin caer en ningún tipo de moralismo ni grandilocuencia pretenciosa, tan solo con ecos y soplos que nos retratan.

En su nueva publicación, El libro de las frases transparentes (Renacimiento, 2025), reúne cerca de cuatrocientos aforismos que validan ese ingenio suyo en asuntos que nos van y nos vienen, de innegable perfil reflexivo e irónico, donde lo acertado, lo persuasivo y lo paradójico se dan cita para el disfrute y la complicidad con el lector. A Eder le importa tocar y sondear el presente como única dimensión importante del tiempo que nos da una cita real con el mundo, como así señala en este aforismo: “El presente es una mezcla de pasado reciente y de futuro inmediato que forma los instantes”. Por eso mismo insiste más adelante en la importancia de vivir el día a día para salvarnos de los espejismos del futuro: “La vida nos da todos los días 24 horas para que hagamos lo que queramos dentro de lo posible”.

De nuevo, hay en esta manera suya de pensar un vuelco al papel de sus observaciones, experiencias y maneras de aprender a ver el mundo, de aprender a vivir en la provisionalidad y en la incertidumbre propia de nuestra existencia: “Todos los días son el día menos pensado”, escribe. Son “frases transparentes”, como anuncia el título del libro, piezas que, como subraya el escritor Juan Bonilla en el prólogo de Palmeras solitarias (2018), “dicen mucho más de lo que por la naturalidad con la que se pronuncian, parecen”. Parecen también frases que ponen colofón a una conversación entre amigos a la hora de despedirse hasta la próxima ocasión: “La vida siempre merece la pena ser vivida pero habría que conseguir que mereciera la pena volverla a vivir”. Eder no se tambalea al escribir con esa peculiaridad suya tan natural de mostrarnos cosas que sabíamos y nos interesan, pero que, tal vez, habíamos dejado reposar en el rincón del olvido.

Lo que sugiere en muchos de los aforismos que pueblan el libro de ahora y que se presentan como pequeños huertos fértiles sobre los que nos hace crecer la curiosidad y la reflexión es, a su vez, una invitación a atreverse a habitar el mundo sin brújula preconcebida, avanzando y retrocediendo, interrogándose, dudando, con cierto aire de comedia, porque para aprender de nuevo a ver el mundo hay que habitarlo. Nos dice: “La vida es un sueño y el secreto es que no se convierta en una pesadilla”; “A la verdad le gusta esconderse detrás de la belleza”; “Sólo puede entender ciertas cosas el que ya las sabe aunque no sepa que las sabe”. En otros muchos, mantiene un compás ligero e irónico, incluso mordaz, que no escapan, pese a su sencillez, de requerir una relectura más audaz. Aquí van algunos ejemplos: "Se es feliz cuando uno lo es pero no se da cuenta de que lo es”; “Los fantasmas no existen pero insisten”; “Los mejores libros son los que nos dibujan mientras los leemos una sonrisa en la cara sin darnos cuenta”.

Otra característica reseñable de los libros de Ramón Eder es que suele apuntar lances metafóricos sobre el género aforístico, así como sobre la literatura y los libros, con mucha gracia y agudeza, mediante un juego de palabras sencillas y persuasivas, más preocupadas de ser entretenidas que sublimes, como dejan ver estas breverías suyas: “Leer aforismos enseñan a dudar”; El aforismo clarividente es un aforismos para siempre”; “Las mentiras de la literatura pueden decir la verdad de la vida”; “El aforismo que da que pensar provocando una sonrisa nunca es malo”. A Eder le gusta contemplar el mundo con amabilidad, desparpajo y humor. Sus libros llevan implícito la idea de habitarlo bajo la gramática que nos configura, en la que apenas reparamos, para adentrarnos en la magia y el misterio de lo cotidiano. Nos pone en contacto con los enigmas del vivir y nos anima a mirarlos de cerca, con desenfado.

En El libro de las frases transparentes está muy a la vista ese sentir, en cualquiera de sus manifestaciones, donde se puede constatar que sus aforismos son síntesis que brotan de la vida corriente y, al leerlos tan así, nos percatamos de la verdad honda que se deja ver en sus palabras, una verdad que no es una ocurrencia sobrevenida, ni que, en realidad, le pertenece solo al aforista: nos concierne a todos: “Sin los aforismos la vida sería un error porque sólo los aforismos pueden decir verdades como templos”; “El humor fue lo que nos hizo definitivamente humanos dándole la vuelta a lo terrible, consiguiendo que dijéramos sonriendo: «a pesar de todo, merece la pena vivir»”. En palabras de Aitor Francos, que prologa el libro, este es "el menos lírico, de desnudez casi atmosférica" de los que ha publicado Ramón Eder hasta ahora: "busca la claridad donde hay claridad y busca oscuridad donde hay oscuridad, así de sencillo".


Llegado a este punto, podemos resumir que, en toda esta cartografía de brevedades que parecen escrita fuera de la caverna de Platón, de aforismos terrenales a ras de suelo que aúpan el espíritu, que pulsan el sentido de la vida, encontramos, eso sí, al Eder fresco y lúcido de siempre, un autor que sigue la senda de escritores a los que cita, admira y vuelve a leer con entusiasmo renovado, como Oscar Wilde, La Rochefoucauld, Gómez Dávila, Renard o Lec, entre otros, para decirnos una y otra vez que la invención literaria, en cualquiera de sus géneros, se hace y deshace en el fondo de uno mismo de manera misteriosa, hasta que al fin cuaja en palabras, a modo de diario de pensamientos en el que nos reconocemos, porque, incluso, “dice lo que no se puede decir”.

lunes, 14 de julio de 2025

No hay existencia sin vértigo


Si la escritura es un puente, el río que pasa bajo ella no es más que la vida transferida por su autor, que interfiere en la nuestra con la historia que cuenta, con la revelación de sus palabras escogidas que nos conducen a encontrar un síntoma, un rastro, o un espejo al que, quizá, no hubiéramos pensado asomarnos para ver reflejada allí una verdad ominosa o recurrente que define la lógica secreta del mundo en el que, resignados, vivimos. No hay existencia sin vértigo. El vértigo, además, es la expresión de la contingencia de la vida. No se puede habitar el mundo sin esa experiencia, sin aceptar que nada es definitivo y que nada es seguro, sin considerar que nadie es dueño y señor de su existencia, de su soledad y de los fantasmas que provoca vivir en un vaivén inestable y disonante.

El nuevo libro de Miguel A. Zapata (Granada, 1974) es un impresionante relato de resiliencia y mirada al mundo, de laberintos y lazos con otros que a veces serán personas cercanas y a veces extrañas, bajo una gramática de existencia activa y contemplativa. Poética del eremita (Baile del Sol, 2025) es una novela en la que existir y persistir acaso sean sinónimos rigurosos, un testimonio del pensamiento y de las peripecias de la existencia de su protagonista, un hombre nada convencional que también pone en valor la vida como ejercicio ético y estético. Zapata asume el reto de imaginar gozosa y arduamente una narrativa liberadora y reflexiva para abordar la profundidad de redención de Don, un personaje poco común, que vive en una ermita abandonada, a pocos metros de un acantilado, apartado del mundanal ruido.

Don es un ser inquisitivo, que reflexiona sobre qué es lo que le gusta de la vida y de la gente, porque de lo contrario se arriesga a convertir su futuro en un erial, eliminando toda posibilidad de fructificar su apartada manera de vivir, consciente de que para alcanzar el futuro tiene que vivir el presente al margen del resto. Para él, todo lo propio usurpa el centro de una realidad habitada por la huella de lo ajeno. La libertad que entiende es un concepto del binomio propio-ajeno. Para Don, lo propio es sujeto, mientras que lo ajeno es objeto: “Don arriba y el resto del mundo abajo”. Sin embargo, qué perturbador es el deseo para este ser solitario, una especie de demonio que nunca duerme ni se está quieto. El deseo en Don es travieso, pero sin arrasar a sus ideales: “A Don le gusta pensar en lo que no fue pero podría haber sido”.

En ese yo circunscrito de la novela, a través de la voz narrativa desplegada en tercera persona por Zapata, encontramos la identidad de alguien que habita un escenario aislado, dispuesto a acceder a su auténtico yo, como proponía Descartes, buscando un tiempo de soledad radical e iniciando un viaje interior, con la idea de que ese viaje le sirva para acudir a sí mismo, a su ser más profundo. La vida reflejada aquí no es sino existencia y representación. Significa que Don es un ser fronterizo respecto a ambas posiciones y, por eso mismo, entiende la vida como conflicto y drama y, por lo tanto, le resulta imposible concebirla separándola de la herencia cultural y de las situaciones contingentes del mundo, del sentido del vivir y de sus relaciones con los demás. Don compagina su vida mística y eremita frecuentando trabajos artesanales, arriba, en la montaña, cuyos encargos le sirven de conexión con sus congéneres.

El aire pragmático del silencio fluye por cada uno de los treinta y seis capítulos de la novela, proporcionando un repertorio de verdades no dichas, pero que se insinúan y que acompañan al soplo lírico y filosófico de muchas de las reflexiones rompedoras que “Don el eremita”, “tasador de acantilados”, “casi poeta”, “fláneur de puertos y mares”, escruta y huele, solo o acompañado, con su propia imaginación y memoria, reivindicando ese gran anhelo universal por encontrar “la única vida que merece la pena pero no se nos permite vivir: la imposible”. Zapata da pie a que su novela fluya como un libro rizoma que va creciendo por la superficie del relato, tratando de poner palabras a lo inexpresable, a la sensación de extrañeza ante el mundo de alguien predispuesto a aceptar un renacimiento de la vida, poseído de una conciencia libre y asombrada ante la infinita complejidad de la existencia.

No pretende el autor encontrarse a sí mismo en su Poética del ermitaño, al menos en su totalidad, ni siquiera pretende ubicarse en el alma del lector, sino que lo que pretende es que el lector establezca una relación con las cosas que importan del mundo de Don, con la realidad que es lo que siempre está ahí. Por eso mismo, la médula de esta novela no es la argumentación, sino su estancia vital de búsqueda, para ir más allá de lo buscado. Diría que, más que de soledad y misantropía, este libro tiene que ver bastante con el reconocimiento de la compañía de los demás, desde el territorio íntimo donde se fragua lo que en verdad podemos hacer, lo que podemos ser, lo que deseamos y lo que no.


La vida reflejada aquí, entre el mar y la tierra, viene a ser esa referencia inasible del mundo que nos rodea, esa mirada que se engancha en todo lo que surge alrededor de quien la protagoniza, estableciendo un diálogo, silencioso muchas veces, pero en el que se traduce siempre el asombro y la lectura de lo que somos, de lo sabido, de lo aprendido, de lo insólito y de las respuestas no dadas. Miguel A. Zapata acierta en la forma, el foco y el sentido de lo narrado en esta historia, tan singular como existencialista, que se pregunta por el valor de la vida, una lectura que pone en alza su talento narrativo, así como también su defensa apasionada de todo lo efímero e inútil, y, al mismo tiempo, trascendente, todo aquello que tiene de épica la buena literatura.

martes, 8 de julio de 2025

Fragmentos, greguerías y pecios


Somos legión los que amamos lo breve por su naturaleza de principio, de pilar y de fundamento. Porque, en verdad, necesitamos entender lo complejo desde lo básico y escueto. Porque, a su vez, necesitamos certezas, que son más valores que teorías. Buscamos el pensamiento breve, pero profundo, por su capacidad de alumbrar y abrirnos los ojos y la mente ante tantas sombras, dudas e incertidumbres que nos rodean. La escritura que busca la concentración y la síntesis, la contención y la sobriedad es una buena fuente para picar la curiosidad del lector y alentarlo a completar lo no dicho. Los libros de apuntes, notas y pensamientos sueltos se prestan a ello, mejor que otros, además de concretar el lenguaje que el autor usa, y, sobre todo, a confirmar lo mucho que se parecen estos textos, hechos de palabras y silencios, a nuestras vidas.

En esta miscelánea literaria, el escritor y crítico literario Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970) se mueve como pez en el agua, con suma perspicacia y naturalidad. Los fragmentos reunidos aquí, bajo el título de En esta red sonora (Galaxia Gutenberg, 2025), es un compendio de notas, aforismos, haikus y apuntes, a modo de diario, que abarcan un período de tres décadas, que van desde 1995 hasta el presente, en el que vuelca una cosecha ferviente de apuntes, un destilado literario de recreación de la vida, dentro y fuera de la vida, bajo el pulso del momento sobre el papel, dejando que las palabras reflejen la singularidad de tener cosas que decir: “En esta red sonora puede verse como un ecosistema... La discontinuidad y la rotura, pues, son parte de sus señas de identidad”, señala el autor en el prólogo del libro.

Tomar este libro entre las manos significa aceptar un espacio poroso de lectura en lentitud, sin prisas, de lectura al paso y al encuentro de notas, pensamientos o refutaciones que muestran “la vida como altibajo” (me gusta mucho esta expresión), o lo que es lo mismo: “momentos abiertos, instantes sobre los que volveremos una y otra vez porque de algún modo sabemos que sus carpetas abiertas nos constituyen”. En toda escritura fragmentaria, el silencio es un rasgo esencial, conforma un hilo invisible, pero presente y fundamental, de lo que no se nombra, de lo que no está explícito en el texto, que activa el propio lector. En esta red sonora, sugerente título, se presta a que captemos esa pátina de silencio como percepción y deseo, pero también como experiencia de la memoria y del lenguaje. Este libro de Vicente Luis Mora está concebido como un archipiélago literario, una obra, en palabras suyas, “libre de inteligencia artificial, pero no de ficción”.

Las metáforas esparcidas a lo largo de todo el libro son abundantes, dando a entender que la vida cotidiana está impregnada de ellas, no solamente el lenguaje, sino también el pensamiento y la acción de vivir. Por estas páginas discurren como centellas. A veces, como chispas que irradian luz, “el tiempo justo para que el lector perciba el entorno por entero en ese fogonazo”. Encontramos un buen número de perlas metafóricas esparcidas entre los muchos aforismos del libro, como estas: “En literatura, la línea más corta entre dos puntos es la elíptica”; Los pedantes hablan en negrita”; “Los sueños de los políticos son urbanizables”; “La imaginación es una madriguera de imágenes”... En estas brevedades, Vicente Luis Mora encuentra un campo abierto, lleno de posibilidades por donde esparcir su poética de la vida por medio de la metáfora y el pensamiento incisivo.

Nada en este libro parece que pueda leerse de una sola manera. Incluso apuntes dispersos de lecturas y textos reseñados dan lugar a múltiples interpretaciones, tantas como puntos de vista existan sobre cualquier asunto, a merced de las exégesis de sus lectores. Me resulta igualmente valioso y entrañable cómo destaca el subrayado en los libros, esa suerte de diálogo sostenido y atento entre el lector presente y el autor ausente: “Los subrayados lo dicen todo de nosotros, desvelan nuestras obcecaciones latentes y nuestras inercias intelectuales o psicológicas más ocultas... Los subrayados son el verdadero autorretrato..., una confesión por escrito sin revisión ni repaso corrector”.

Los textos reunidos aquí, mayormente autobiográficos, se presentan a modo de un cuaderno de bitácoras y conforman, en gran medida, pese a su disposición fragmentaria e híbrida, la poética literaria y vital de su autor, trazos de palabras que responden a planteamientos de lo que importa de verdad al escritor: leer y escribir. Todo confluye a esta otra razón suya extensible a cualquiera de nosotros: “Mejor seguir haciendo cosas sin preguntarnos por qué las hacemos. No vaya a ser que la respuesta no nos guste”.


Digamos pues, que este libro heterogéneo se revela como un poso estimulante de memoria, observatorio y andanzas literarias. La escritura de Vicente Luis Mora, desde su poesía a la novela, desde sus aforismos al ensayo, obedece a una red de contingencias encadenadas, sin caer en el solipsismo, bien acompañada de un humor sutil atento a lo inesperado que salta a la vista. Cada uno de los libros suyos que he leído es original y exigente, a su manera. Este no lo es menos, un disfrute de lectura que te te deja mirar desde las muchas ventanas abiertas que te ofrece.

martes, 1 de julio de 2025

Ortega revisitado


“La vida de un pensador, su circunstancia, siempre incide en su filosofía. Pero en el caso de José Ortega y Gasset, que hace de la vida una categoría filosófica, la biografía resulta un elemento esencial de su obra. Toda vida es un enigma tanto para el que la vive como para el que la cuenta. Ese relato, como veremos, es un aspecto fundamental de la razón histórica, que es al mismo tiempo narrativa y vital. La vida de cada cual es un drama o una novela. Debe entenderse desde lo narrativo, pero incluye lo biológico. [...] Ortega, como veremos, cree en la razón, dado que es un instrumento esencial para orientarse en la vida, pero descree del racionalismo, es decir, de la idea cartesiana de que el orden del pensamiento coincide con el orden de lo real”.

Con esta declaración de intenciones, intuitiva y perspicaz, arranca el libro que el escritor, astrofísico y doctor en filosofía, Juan Arnau (Valencia, 1958), dedica a la figura de un Ortega inédito, destacado como un clásico e intelectual valiente, irritable, transgresor y jovial, de amplio bagaje cultural. Se trata de un relato apasionante que tiene por objeto vincular también su pensamiento con el concepto budista de la conciencia, del dharma, referido a la conducta correcta, el deber, la ley, como principios éticos y morales para alcanzar la paz interior y el bienestar individual. Ortega contra el racionalismo (Espasa, 2025) es una obra reveladora que nos invita, además, a repensar cómo entendemos la vida y sus múltiples versiones. Y antes de que nadie se pregunte por qué un nuevo libro sobre Ortega y Gasset puede despertar la curiosidad del lector de ahora, Arnau anticipa en el prólogo que el motivo es bien sencillo: “La razón es un aspecto fundamental de la condición humana, pero no algo que se posee, sino hacia lo que se va”.

Le importa al autor dar cuenta al lector del don de penetración que hacía gala Ortega para transmitir su pensamiento y su “capacidad de descubrir lo íntimo en lo superficial, lo tácito en lo aparente”. Viene a decirnos que ser orteguiano hoy en día o no significa nada o es lo que somos todos de alguna manera: partidarios de la racionalidad crítica, de la ética de la convicción y, especialmente, de la disidencia, de la imaginación como condición del pensamiento. En este libro, bien estructurado en su concepción, encontramos el rastro de la modernidad de Ortega, su sentido de entender lo real, que para él no es lo que se ve, se oye o se palpa, sino, sobre todo, lo que se piensa. Porque, a su entender, lo visto, oído o palpado es sólo apariencia. Ortega es certero en la metáfora, subraya Arnau. La metáfora, para él, es una herramienta indispensable de la filosofía, incluso del pensamiento científico. Mediante la metáfora se siente partícipe de manejar las abstracciones más insensibles y opacas.

Hace hincapié Juan Arnau en la consideración de que “la filosofía no puede desdeñar la metáfora, pues esta es la que hace avanzar al conocimiento”. Ortega, nos dice, “es un maestro en encontrar las más luminosas”. Pero si hay algo más distintivo de su argumentación, hay que destacar el sentido de perspectiva que Ortega mantiene siempre en sus planteamientos: “La verdad se da siempre bajo una perspectiva. Y aunque las perspectivas son múltiples, la verdad es una”. Arnau subraya que esa es una premisa irrenunciable de Ortega. Por eso mismo, escribe más adelante, que toda su obra, de principio a fin, está atravesada por ese enfoque extensivo y cósmico en el que “cada vida es un punto de vista sobre el universo”.

En cada uno de sus capítulos, el lector se encuentra con reflexiones, perspectivas y ángulos que insinúan y desvelan lo que comprendemos y por ende integramos a nuestra razón vital. Un continuo discurrir para darnos a entender la verdad no dicha de que todo cobra sentido desde que uno mismo se para a pensar, mientras lee el libro, en cómo el autor de Las meditaciones del Quijote, El tema de nuestro tiempo y Sobre la razón vital, no ha dejado de pensar y de tener en cuenta en que vivir es algo exigente que añadir al ser de cada uno y, por consiguiente, cualquier cosa que hagamos debe tener en cuenta estos dos factores: “el yo (espíritu) y la circunstancia (cuerpo, alma, época, lugar, cultura)”. Se puede, por tanto, como hizo Ortega, renunciar al racionalismo sin renunciar a la razón, escribe Arnau. “De hecho, es lo más razonable”, concluye.


Por todo ello, y por bastante más, Ortega contra el racionalismo es un ensayo de lectura provechosa, un libro bien armado de argumentos, que nos conduce a encontrarnos con el talento de un pensador extraordinario capaz de hacernos sintonizar con sus puntos de vista. Aunque es bien cierto que Ortega no necesita causas eficientes externas para tal fin, sin embargo, este texto breve y jugoso de Juan Arnau, expositivamente claro, escrito con sencillez y destreza, nos adentra con sumo gusto a ese mundo de las ideas de Ortega, valiéndose de las propias armas que el filósofo madrileño nos legó: la razón crítica, el coraje, la pasión y el sentido de la vida. Formidable.