Todos
los que amamos los libros sabemos que no leemos para tratar de ser
más virtuosos, ni para ser mejores personas, sino para ser más, o,
si me apuráis, para ser de otra forma. O sea, que al leer un libro
lo que esperamos encontrar en él es nuestra propia vida, aunque
sepamos que solo sea una aspiración, un sueño o un arrebato. Aún
más, no queremos tener una sola vida, sino muchas otras. En suma,
sabemos que los libros, veladamente, hablan de nuestros propios
deseos y anhelos.
Bajo
el insinuante título de La utilidad del deseo
(Anagrama, 2017), Juan Villoro
(Ciudad de México, 1956) aglutina un compendio de ensayos y
conferencias llevados a cabo en los últimos quince años, donde
viene a subrayar el amor y el destino que los libros le depararon y
marcaron a lo largo de su vida, en sus dos vertientes: tanto como
lector, como escritor. En los prolegómenos del libro se dice que
quien lee también dialoga mentalmente con el autor, consigo mismo y
con un tercero al que quiere transmitir sus impresiones y hallazgos:
la lectura pide compañía. De hecho, es lo que encontramos a lo
largo de las páginas del libro, mucha compañía. Para
Juan Villoro,
ensayista tardío, según él mismo se autodenomina, la reflexión en
torno a la literatura le viene como consecuencia de su larga
trayectoria como lector y escritor. Esto es en sí mismo un ejercicio
de rastreo, de autoconocimiento, un sesgo autobiográfico, conforme
vamos descubriendo las lecturas examinadas a lo largo del volumen.
En
ese sentido, por los textos que se recopilan aquí desfilan una
distinguida tropa de artistas con mucha artillería literaria. Son
textos que abordan, además del entusiasmo y del apasionamiento que
le profesa el autor a la literatura, una serie de reflexiones basadas
en libros escritos por gente a la que admira, nombres propios que le
inyectaron esa tinta venenosa de las páginas impresas, imposible de
soslayar. En torno a este elenco de figuras de las letras, Villoro
pondrá a nuestro alcance una minuciosa exposición de motivos,
detalles y hallazgos encontrados en las obras de distinguidos
autores, como Daniel Defoe,
del que desvela con precisión que en su libro
más importante “el
náufrago escribe para corregir su vida”. “Hay libros que uno se
llevaría a una isla desierta y libros que existen como una isla
desierta, con Robinson Crusoe a
la cabeza”, añade.
Sobre
la literatura rusa del siglo XIX se centra con especial atención en
la perplejidad que le suscita Gógol
y en la profundidad y el frenesí que concita la escritura de
Dostoievski, de quien
dice que lo que retrata el autor de Crimen y Castigo
no es la locura de la mente, sino la locura de la vida. Siguiendo con
esa orilla europea de autores escogidos para la reflexión, se
detiene en dos escritores austriacos de culto, menos conocidos por el
gran público, como el pensador y aforista Karl Kraus,
maestro del cálculo en la frase, atento a entregar solo lo que
merece ser subrayado, o como Peter Handke,
autor del que, como bien dice Villoro,
es un gran indagador de la verdad mediante los recursos del relato
reflexivo.
En
otra parte del libro, La
orilla latinoamericana,
Villoro
revisita a López
Velarde,
escritor paisano suyo, poeta de lo privado, que siempre abogó por la
literatura como afirmación de la vida. También aparece en este
apartado la correspondencia entre Onetti,
Cortázar
y Puig,
tres grandes narradores que frecuentaron la relación epistolar como
forma de perpetuar la necesidad del monólogo y la espera de
respuestas.
Después
habla de la formación del cronista a través del análisis de
Crónica de una muerte anunciada.
Nos dice Villoro
que en el secreto desvelado y en el suspense narrativo de esta novela
de García Márquez
gravita la importancia de esta obra maestra: saberlo contar de esa
manera, manteniendo su clímax es una cota al alcance de los
elegidos. A su paisano Jorge
Ibargüengoitia,
que admira profundamente, le dedica gran parte de sus mejores
elogios, fiel a esa estética del desenfado que tanto admiró en el
autor de Dos crímenes.
Finaliza esta parte con un capítulo dedicado a Carlos
Monsiváis,
un autor que escribe, según él, desde la información, “explorando
el valor narrativo de los datos”, sin olvidarse de la risa y la
caricatura, de la ironía y del dislate para disfrute del lector.
En
la parte final del libro, el autor se detiene en la literatura
infantil dejando claro que no se escribe para niños porque se tenga
algo que enseñar, sino porque se pretende contar algo que estimule
al lector a aprender por su propia cuenta. El juego de palabras, como
se aprecia, por ejemplo, en Alicia en el país de
las maravillas,
es la clave de la narrativa infantil: usarlo con sentido común,
apunta Villoro,
dará pie a que el hechizo se produzca.
La
literatura no se enseña, se contagia, y en este libro hay mucha
intención de contagiarnos ese entusiasmo sobre esta cita que a
Vila-Matas
le gusta tanto referir: se escribe, como diría Julien
Gracq,
porque otros antes que nosotros han escrito, y se lee porque otros
antes que nosotros han leído.
La utilidad del
deseo
es un libro jugoso, lúcido e importante, un itinerario sagaz y
persuasivo que desvela en gran medida los linderos por donde
transcurre la propia concepción literaria que ha ido encarnando Juan
Villoro.
Son los libros que ha leído los que nos hablan de él.
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