martes, 14 de noviembre de 2017

Entusiasmos literarios

Todos los que amamos los libros sabemos que no leemos para tratar de ser más virtuosos, ni para ser mejores personas, sino para ser más, o, si me apuráis, para ser de otra forma. O sea, que al leer un libro lo que esperamos encontrar en él es nuestra propia vida, aunque sepamos que solo sea una aspiración, un sueño o un arrebato. Aún más, no queremos tener una sola vida, sino muchas otras. En suma, sabemos que los libros, veladamente, hablan de nuestros propios deseos y anhelos.

Bajo el insinuante título de La utilidad del deseo (Anagrama, 2017), Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) aglutina un compendio de ensayos y conferencias llevados a cabo en los últimos quince años, donde viene a subrayar el amor y el destino que los libros le depararon y marcaron a lo largo de su vida, en sus dos vertientes: tanto como lector, como escritor. En los prolegómenos del libro se dice que quien lee también dialoga mentalmente con el autor, consigo mismo y con un tercero al que quiere transmitir sus impresiones y hallazgos: la lectura pide compañía. De hecho, es lo que encontramos a lo largo de las páginas del libro, mucha compañía. Para Juan Villoro, ensayista tardío, según él mismo se autodenomina, la reflexión en torno a la literatura le viene como consecuencia de su larga trayectoria como lector y escritor. Esto es en sí mismo un ejercicio de rastreo, de autoconocimiento, un sesgo autobiográfico, conforme vamos descubriendo las lecturas examinadas a lo largo del volumen.

En ese sentido, por los textos que se recopilan aquí desfilan una distinguida tropa de artistas con mucha artillería literaria. Son textos que abordan, además del entusiasmo y del apasionamiento que le profesa el autor a la literatura, una serie de reflexiones basadas en libros escritos por gente a la que admira, nombres propios que le inyectaron esa tinta venenosa de las páginas impresas, imposible de soslayar. En torno a este elenco de figuras de las letras, Villoro pondrá a nuestro alcance una minuciosa exposición de motivos, detalles y hallazgos encontrados en las obras de distinguidos autores, como Daniel Defoe, del que desvela con precisión que en su libro más importante “el náufrago escribe para corregir su vida”. “Hay libros que uno se llevaría a una isla desierta y libros que existen como una isla desierta, con Robinson Crusoe a la cabeza”, añade.

Sobre la literatura rusa del siglo XIX se centra con especial atención en la perplejidad que le suscita Gógol y en la profundidad y el frenesí que concita la escritura de Dostoievski, de quien dice que lo que retrata el autor de Crimen y Castigo no es la locura de la mente, sino la locura de la vida. Siguiendo con esa orilla europea de autores escogidos para la reflexión, se detiene en dos escritores austriacos de culto, menos conocidos por el gran público, como el pensador y aforista Karl Kraus, maestro del cálculo en la frase, atento a entregar solo lo que merece ser subrayado, o como Peter Handke, autor del que, como bien dice Villoro, es un gran indagador de la verdad mediante los recursos del relato reflexivo.

En otra parte del libro, La orilla latinoamericana, Villoro revisita a López Velarde, escritor paisano suyo, poeta de lo privado, que siempre abogó por la literatura como afirmación de la vida. También aparece en este apartado la correspondencia entre Onetti, Cortázar y Puig, tres grandes narradores que frecuentaron la relación epistolar como forma de perpetuar la necesidad del monólogo y la espera de respuestas.

Después habla de la formación del cronista a través del análisis de Crónica de una muerte anunciada. Nos dice Villoro que en el secreto desvelado y en el suspense narrativo de esta novela de García Márquez gravita la importancia de esta obra maestra: saberlo contar de esa manera, manteniendo su clímax es una cota al alcance de los elegidos. A su paisano Jorge Ibargüengoitia, que admira profundamente, le dedica gran parte de sus mejores elogios, fiel a esa estética del desenfado que tanto admiró en el autor de Dos crímenes. Finaliza esta parte con un capítulo dedicado a Carlos Monsiváis, un autor que escribe, según él, desde la información, “explorando el valor narrativo de los datos”, sin olvidarse de la risa y la caricatura, de la ironía y del dislate para disfrute del lector.

En la parte final del libro, el autor se detiene en la literatura infantil dejando claro que no se escribe para niños porque se tenga algo que enseñar, sino porque se pretende contar algo que estimule al lector a aprender por su propia cuenta. El juego de palabras, como se aprecia, por ejemplo, en Alicia en el país de las maravillas, es la clave de la narrativa infantil: usarlo con sentido común, apunta Villoro, dará pie a que el hechizo se produzca.

La literatura no se enseña, se contagia, y en este libro hay mucha intención de contagiarnos ese entusiasmo sobre esta cita que a Vila-Matas le gusta tanto referir: se escribe, como diría Julien Gracq, porque otros antes que nosotros han escrito, y se lee porque otros antes que nosotros han leído.

La utilidad del deseo es un libro jugoso, lúcido e importante, un itinerario sagaz y persuasivo que desvela en gran medida los linderos por donde transcurre la propia concepción literaria que ha ido encarnando Juan Villoro. Son los libros que ha leído los que nos hablan de él.


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