jueves, 30 de noviembre de 2017

La fragilidad de la vida

En la solapa de La vegetariana (:Rata_, 2017) se dice que hay que leer este libro de Han Kang (Seúl, 1965) porque habla del cuerpo como último reducto de libertad, porque, además, habla de la fragilidad de la vida, pero también de los miedos y de los tabúes que nos rodean; que hay que leerlo porque se habla del coste que supone intentar cambiar lo preestablecido, y no digamos cuando se trata de cambiar uno mismo.

La vida consiste, precisamente, en ese sentimiento de fragilidad que nos acompaña al que no le es ajeno el paso del tiempo, el cambio de perspectiva, la alteración de lo que nos rodea o la transformación de nosotros mismos. La literatura siempre se pregunta por el valor de la vida. No leemos porque queramos escapar del mundo, ni para sustituirlo por otro, aunque nos lo pida el cuerpo, hecho a la medida de nuestros deseos, sino para ser, sencillamente, más reales.

No hay libro, ni vida de nadie que cuente solo una historia. En La Vegetariana se cuentan varias historias que tienen como artífices a los narradores que cuentan la vida de Yeonghye: su marido, su cuñado y su hermana, tres seres tristes y desvalijados, absolutamente interdependientes y equidistantes, a su vez, con lo que significa combatir frente a lo establecido. En cambio, Yeonghye representa la antítesis de todos ellos: una persona rompedora, rebelde y en soledad continua que busca su verdad y consuelo. Yeonghye es una mujer corriente, insulsa y apenas atractiva para su marido, con la única rareza de no llevar sujetador y que, de la noche a la mañana, despierta con la determinación de no volver a comer nunca más ningún animal y convertirse así en vegetariana.

En La vegetariana el cuerpo es la palabra reconducida por la voluntad de su protagonista. El cuerpo como andamiaje necesario para contradecir los hábitos de los demás. El detonante de la historia de la joven Yeonghye son las pesadillas que padece a diario, que darán un revés a su mundo, desafiando, inevitablemente, la costumbre aceptada en cualquier hogar para disgusto de su marido y demás familiares. Su negación a alimentarse de la forma establecida y su mudez prolongada agudizarán las desavenencias con todos ellos, que no cesan de hostigarla para que deponga su actitud.

La literatura trata constantemente de descifrar esas fronteras que marcan los territorios mentales de los personajes que la transitan, así como los territorios históricos, emocionales, vitales e íntimos que les atan o les impelen a saltárselos. En esta novela, Kang no elude ese envite. Su libro, además, es una reflexión moral en torno a una historia conmovedora que desvela hasta qué punto la voluntad de una persona es capaz de sobreponerse con dignidad y orgullo al escarnio familiar. La vida familiar que soporta la protagonista no solo es una continua intromisión en su vida privada, sino, además, un constante desasosiego.

Gabi Martínez, en su esclarecedor prólogo del libro, opina que habría que entender el contexto social en que Han Kang escribió la novela como una secreta intención de desvelar el “ultrapatriarcado” imperante en Corea: “El arrinconamiento de las mujeres es una evidencia, y por eso el chamanismo aún triunfa en la península: la mayoría de chamanes son mujeres que, cuando los espíritus las poseen, pueden saltarse un rato las normas mientras cantan las cuarenta a los opresores masculinos.” Este libro, más allá de esta objeción particular, lo que muestra mayormente es que no hay nada más portentoso para superar los atavismos y los apegos culturales que confiar en la fuerza interior de cada uno para querer deshacerse de ellos. Su autora insiste en que, más que reflejar la sociedad coreana, su libro tiene una proyección universal acerca de la violencia soterrada y de los comportamientos impuestos al individuo en nombre del bien común.

Por otro lado, la traductora del libro, Sunme Yoon, confiesa al final del mismo que en ese papel de encarnar al autor que conlleva la tarea de toda traducción, no pudo desconectar como lectora de la dureza del texto y tuvo que convivir todo el tiempo con el dolor que el relato irradiaba. Y es que de la lectura de La vegetariana no se sale indemne, sino trastocado. Esta es una novela que, si intentamos imaginar en qué podríamos convertirnos o en qué consiste ser otra persona, con tanta gente impidiéndolo por la fuerza, ¿lo soportaríamos, o desistiríamos? Esta pregunta aboca al lector a una disyuntiva que le es imposible dejar pasar sin tomar un partido u otro, a pesar de su complejidad.

La vegetariana no es precisamente una lectura para escapar del mundo, ni mucho menos para sustituirlo por el que se relata en sus páginas; es una lectura para sentirse más real y próximo a la vida de su protagonista. La lectura de este libro se convierte en una áspera experiencia, pero hay que decir que el reino del lector no es el reino de la identidad y empatía, sino el de la metamorfosis.

La buena literatura, digámoslo bien alto, siempre nos interpela sobre el sentido de la vida, y lo hace aún más cuando se trata de historias heroicas y perturbadoras como esta, tan rotunda, kafkiana y sorprendente.


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