jueves, 13 de diciembre de 2018

Un encargo irresoluble


La verosimilitud siempre sale malparada del choque entre el tiempo y el espacio. Este es el motivo por el cual cuanto más exageradas o delirantes son las premisas de un relato, más literales y exactas deberán ser las consecuencias que se desprendan de ellas. Esta paradoja, si nos atenemos a la novela de espías, novela negra o policiaca, consiste, según apunta Chandler, en que su estructura no suele aparecer cuando la examina de cerca una mente analítica. Es evidente que existe un tipo de lectores sedientos de crímenes, de la misma manera que hay lectores más preocupados por la tensión narrativa, por la psicología, por la pasión o por la irrupción del sexo. Si sumamos toda esta tipología podríamos acercarnos a encontrar ese lector de mente perspicaz y entusiasta del thriller, o lo que es lo mismo, predispuesto al suspense, a lo inesperado.

Con estas pretensiones se debe acometer la lectura de la novela Las discípulas (Sitara, 2018) del escritor Mateo de Paz (Santurce, 1975), su debut en el género, un libro que encaja en ese propósito en el que confluyen el misterio, la aventura, la indagación, la violencia y el fracaso, bajo el denominador común del montaje, desde la creación literaria, de una narración policiaca, que da por sentado que la trama es la que organiza la intriga. Y es desde esa disposición la que nos permite encauzar mejor el sentido de su novela, la que nos conduce a un casi permanente estado de vigilia, de investigación y de descubrimiento de todo lo que acontece, mirando la realidad a través del propio filtro del narrador.

¿Quieres saber cómo empezó todo?”, es el arranque de la novela, que parte de una deliberada reflexión del narrador sobre la existencia del azar y sus consecuencias en el mundo real. Quizás esa pregunta vaya dirigida al lector o apunte a sí mismo, a la madre, a algún otro familiar o allegado para revelarle aquel encuentro azaroso que tuvo con Hugo, un antiguo alumno suyo del taller de escritura creativa que, tras la muerte del padre, le entrega la novela inacabada que este había comenzado para que la termine. A partir de aquí la trama del relato va tomando razón de ser a través de las tres voces narrativas que conforman la historia: Jacob, Hugo y el narrador que autentifica todo lo sucedido. En esa autenticidad, el lector encuentra que la voz del narrador que mueve los hilos es poco fiable, engaña y se engaña a sí mismo en la búsqueda de la verdad, que es a la vez la búsqueda de la ficción, la búsqueda del relato que empieza ya a ser el suyo propio.

Se van sucediendo pasajes en los que la realidad y la ficción se rozan hasta confundirse. La misión encomendada se topa con el trasvase de la propia creación literaria. Imágenes, voces, personajes, vivencias y sucesos ajenos, que entran en acción, van participando del desarrollo de un proceso creativo que funciona y se alimenta, precisamente, de todo eso que lo rodea. “La ficción no es lo contrario de la verdad, sino una manera de verla y descubrirla”, confirma el narrador, que sabe, además, que “en todo escritor obsesivo hay un ser empeñado en encontrar la verdad”. Por eso mismo, no solo desconfía de lo que lee, sino también de lo que vive y le sale al paso.

En este libro hay mucho trasvase de soledad, crueldad y fingimiento. Por un lado, el narrador se encuentra en medio de una investigación a través de un cuaderno sobre el que tiene que armar un relato de una novela inacabada que, a su vez, promueve una delirante trama de caza y captura en la que los personajes femeninos aúnan la mayor fuente de deseos y de misterio. Hay en todo ello un hilo conductor existencialista que no rehúye en plantear el problema moral de la violencia y la amenaza terrorista que caldea toda la novela. Por otro lado, hay una intencionalidad, tal vez la misma que siente el narrador, de provocar confusión y desasosiego en el lector sobre lo que va aconteciendo, si es o no real, como también cuestiona si los papeles de Jacob es tan solo una impostura para ocultar la verdad y, por tanto, un encargo irresoluble.

Las discípulas es una novela intensa, ambiciosa y compleja, con un juego literario en el que está presente el sentido creativo del relato y la filosofía mítica de imaginarse a un Sísifo feliz en su quehacer, un libro arriesgado que obliga al lector a interpelar y desvelar los problemas que van formulando sus personajes y, en especial, Marcelo, el narrador y hacedor del relato. Todas las historias insertas, las matriuskas, están filtradas por su mirada, por lo que escucha de sus personajes y por el devenir de los acontecimientos, hasta llegar a un desenlace con dos finales. ¿Estamos condenados como dice Camus sobre ese mito existencial del mal, la crueldad, el fracaso? ¿O somos hijos del azar, o de un destino trágico, como sostiene Unamuno?

El lector atento no quedará a la intemperie, porque, aunque no se identifique con Jacob, Hugo, ni Marcelo, las tres voces de este artefacto literario, lo que sí conectará es con su espíritu libresco y la misión por la que ha sido concebido y escrito: esa tarea procelosa de su creación, que no es otra que la vida reflejada en la literatura.


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