viernes, 14 de febrero de 2020

Despliegue de desnudez


La playa, como el desierto, es un espacio desnudo, y es ese despojamiento radical –antes que un mayor o menor índice de primitivismo o de naturaleza– lo que la distingue de la selva u otros emblemas canónicos de la virginidad. La diferencia no es tanto natural como estética, o incluso de régimen de significación; que la playa –es decir, esencialmente, un territorio compuesto de mar, costa y arena– sea lacónica: la playa murmura y habla, sólo que en ella fondo y figura, soporte y trazo, parecen indistinguibles, como si estuvieran hechos de un mismo material y compartieran una misma naturaleza”.

En La vida descalzo (Random House, 2020), de Alan Pauls (Buenos Aires, 1959), un libro absolutamente personal que explora desde el recuerdo las múltiples vertientes de ese lugar tan desnudo y paradisiaco como es la playa, vamos a encontrar, en cada uno de sus diez capítulos no numerados, trazos, observaciones y epifanías de diversa índole, como esta que antecede entrecomillada, acerca del significado personal y colectivo de la playa que el autor va tomando en consideración. Los recuerdos de su infancia y juventud aparecen aquí como foco principal del texto, retazos de un tiempo feliz, una etapa importantísima en la que la memoria selecciona de manera nítida aquello que se marcó a fuego en esos años trascendentales de su vida. Con esta reedición de su obra publicada en 2006 el sello Random House inaugura su biblioteca de autor.

Pauls aborda esa parte de su biografía conectada con las playas de sus recuerdos donde pasó muchos veranos. En el libro hay toda una cartografía de vívidas playas, desde Argentina, Uruguay y Brasil, hasta el litoral de Cuba, como son Villa Gesell, Pinamar, Mar del Plata, Mar del Sur, Cabo Polonio o Copacabana en la costa atlántica, y Cozumell en la bahía caribeña. En todas estas arenas pasó días felices en los años 60 junto a sus seres queridos, en especial con su padre que fue quien trató de ganarse su cariño ejerciendo de compañero de viaje tras su separación. El libro comparte fotografías de su infancia que asoman por cada capítulo a modo de álbum narrativo de sus vivencias. Vivir en la playa exige una sola condición, y es misteriosamente cuantitativa: exige sumarse, dice en una de las partes del libro en la que mejor explora la mirada de los otros y la introspección respecto a las múltiples maneras de disfrutar del sol, de la brisa marina, de las sensaciones que producen la arena y la sal.

A lo largo del libro, el factor playa es el medio que tiene el autor para analizarse como individuo y su relación con ese hábitat. En ese sentido, Pauls ensaya con un lugar en el que la literatura no se ha detenido mucho en su fuerza evocadora, mientras que el cine sí ha dado suficientes muestras de filmar sus encantos. Dentro de estas circunstancias, vemos un despliegue por parte suya de reflejar el mundo que quedó tras de sí, los instantes de su niñez, la cercanía de su padre, todo ello acotado, con cierta nostalgia, bajo el arco extenso de la playa. El recuerdo es el hilo conductor y, como tal, representa un papel primordial, no solo porque evoca ya un mundo perdido, sino que recobrarlo es el propósito que como narrador se exige para sentir que lo efímero se convierte en infinito y maravilloso si uno se siente vivo.

Al recordar todo ese trayecto vital, Pauls reconstruye y examina, en apenas cien páginas, el cómputo afectivo que tuvo y la carga emocional que quedó alojada en su memoria cuando todavía la inocencia era un sueño en marcha y la vida atajos inciertos por venir. Para ello, se limita a un escenario como la playa, tan evocador y mítico, para “habitarla como objeto de pensamiento”, y no tanto como espacio para comunicarse con la gente que camina o se tira en la arena en busca de miradas y encuentros. La playa, nos dice, es ese lugar en el que la ropa se ausenta para dejar paso a la desnudez, la necesaria para sentirnos ligero, atento al rumor de las olas y a nosotros mismos.

Pauls, como buen amante del cine y las vanguardias, cree que la solvencia de un guion o de un relato consiste en la eficacia del artefacto. Desde esa perspectiva, La vida descalzo es un artefacto bifronte, y me explico: por un lado se acomete como una novela autobiográfica, por otro es, a su vez, un ensayo solapado en el que la playa, protagonista como el propio narrador de la novela, se presenta como campo de investigación y fundamento de análisis. Por eso, puede que al lector el fraseo de subordinadas, con el que el autor se vale en muchos pasajes, le obligue a modificar su mirada, a corregir su ritmo y su atención cuando el texto deriva intencionadamente a la esfera natural del ensayo.

La vida descalzo es, en definitiva, un texto híbrido, una obra en la que el ensayo y la novela fraguan una escritura íntima por donde transcurre un recuento de experiencias que acaban con la presencia de un libro entre las manos del narrador para “hacer lo único que quiere hacer, quemarse los ojos leyendo”. Y en ese afán de revelarnos su verdadera vocación de escritor, Pauls pone fin a la obra con estas reveladoras palabras que funden todo su sentir del ejercicio literario que entrega al lector: “quizá no haya habido días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con el libro por el que más tarde, una vez que lo hayamos olvidado, estaremos dispuestos a sacrificarlo todo”.


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