miércoles, 19 de febrero de 2020

Virginia Woolf revisitada


Hay una cita preciosa de una conferencia que dio la escritora estadounidense Ursula K. Le Guin en un ciclo literario en el año 2000 que dice que «por debajo de la memoria y la experiencia, por debajo de la imaginación y la invención, por debajo de las palabras hay ritmos ante los que la memoria, la imaginación y las palabras se ponen en marcha; la tarea de quien escribe es ahondar lo suficiente para sentir ese ritmo y dejar que ponga en marcha la memoria y la imaginación para que estas encuentren las palabras». Y añade que eso lo aprendió de Virginia Woolf, expresado de forma bellísima en una carta a su amiga Vita Sackville-West, en la que explica que el estilo es ritmo, «la onda en la mente», lo que hace en verdad que las palabras encajen.

En la mente de Ginés S. Cutillas (Valencia, 1973) este pálpito de encajar las palabras del que habla la escritora británica y otras consideraciones personales dentro y fuera del ámbito de la escritura están muy presentes en su nuevo libro Mil rusos muertos (Silex, 2019), un texto cuya génesis es fruto de la investigación previa a una conferencia que tuvo que impartir en mayo del 2007 en torno a la mujer y el microrrelato. A Woolf también le encargaron en 1928 una charla sobre la mujer y la novela y, como señala el propio autor “resultaba inevitable establecer similitudes entre los dos encargos de conferencia”. En ese sentido, toma como punto de partida Una habitación propia, una relectura atenta del ensayo en el que Woolf explora ese espacio literal y ficticio de difícil acceso para las escritoras de su época, en el que enlaza paralelismos con el trabajo que se proponía.

Cutillas es conocido, sobre todo, como escritor de relatos y de microrrelatos, género este último en el que se le reconoce como a uno de los teóricos más representativos del panorama literario actual de nuestra lengua. Es autor de los libros de relatos La biblioteca de la vida (2007) y Los sempiternos (2015); de la novela La sociedad del duelo (2013); de los libros de microrrelatos Un koala en el armario (2010) y Vosotros, los muertos (2016); y del ensayo Lo bueno, si breve, etc. (2016) Parte de su narrativa se ha publicado también en diferentes antologías de relatos y microrrelatos, como Por favor, sea brece 2 (Páginas de Espuma, 2009), Velas al viento (Cuadernos del vigía, 2010) o Antología del microrrelato español (1906-2011) (Cátedra, 2012). Actualmente es profesor en la Escuela de Escritores y forma parte del Consejo de Redacción de la revista literaria Quimera.

Enlazando con lo que dejamos dicho anteriormente, diremos que, de la memoria, de la propia escritura y, desde luego, del hilo conductor de Una habitación propia, Cutillas construye la trama ensayística de Mil rusos muertos, y, conforme van apareciendo las perplejidades que el propio análisis va presentando, el texto gira dando paso a una parte ficcional que relata la propia experiencia del autor cuando decidió dejar su trabajo de ingeniero informático para dedicarse por completo a la literatura. Cuando Woolf habla de la necesidad de espacio y dinero, como condición imprescindible para que una mujer se dedique en cuerpo y alma a su labor literaria, Cutillas responde que, para él, y más en estos tiempos que corren, son tiempo y dinero los dos factores esenciales. Nos falta tiempo para compaginar vida y literatura, según él, porque el trabajo-yugo se impone.

Por otra parte, estamos ante el libro más personal de su autor. Por sus páginas recorren testimonios de su vida y nos explica cómo cambió su destino cuando decidió dedicarse a la literatura por completo. Viene a decirnos que el escritor no es alguien envuelto en una pátina inspiradora que maneja el tiempo a su antojo, sino que necesita ponerse a ello todos los días, cualesquiera que sean las circunstancias o los sentimientos. Por eso considera que todo trabajo fuera del campo creativo es algo insoslayable para muchos escritores de atenuar su precariedad, pasando la creación a un plano secundario, sometiéndola a arreones de fines de semana y a unas vacaciones encerrados en una habitación para poder escribir. El libro indaga sobre toda esta realidad y nos interroga sobre la importancia de saber si estamos empleando nuestro tiempo en lo que verdaderamente deseamos.

Cuenta Cutillas que, por aquel entonces, cuando recaló en Barcelona en 1999, no lo tuvo nada fácil para dedicarse a la escritura: “Escribir cuento, novela o ensayo en aquellos años era poco menos que impensable, porque cualquier proyecto se hubiera malogrado con toda seguridad. Sin embargo, la pulsión por escribir encontró alivio en los microrrelatos, sin darme cuenta de que simplemente estaba aprendiendo a postergar la vida para cuando se presentaran unas condiciones mejores para la creación”.

Mil rusos muertos es, por todo ello, un libro testimonio, un texto híbrido que encaja en ese género de novela-ensayo, que se lee con sumo interés, porque el libro transmite, sin impostura, lo que tiene de trasunto. Cutillas se pone cerca del lector y le habla con la calidez argumentativa de todo el teje maneje que envuelve a ese binomio llamado literatura y vida, desde ese yo narrativo en el que se funden las señas de identidad de quien lo hace apartado y con entrega absoluta. Seguramente con la misma sintonía con la que se dirigía Virginia Woolf, también en otra carta, a su amigo Gerald Brenan: «es el precio que hay que pagar, hundirse hasta el fondo del mar y vivir en soledad con las palabras».


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