Decía Walter Benjamin que el arte de contar historias es el arte de saber seguir contándolas. Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) haría suyo este aserto sin discusión. Pero no solo se queda en esto, sino que expande esta observación del gran Benjamin y lo liga con la necesidad de escribir y leer: “Escribimos y leemos como si nunca fuéramos a renegar de lo que pensamos, de lo que somos ahora. Y es mejor que sea esa la pulsión, porque de otro modo no escribiríamos, seguiríamos pegados en el silencio, pero no está de más recordar que cuando hablamos sobre la infancia o sobre la adolescencia exhibimos en primer lugar, y a veces únicamente, nuestra implacable capacidad de olvido”.
Esta tarea de escritura y lectura descritas conforman un escrutinio permanente en la creación literaria de un autor que ha querido mostrar en toda su obra escrita, desde sus dos libros de poemas Bahía Inútil (1998) y Mundanza (2003), o las publicaciones de sus novelas, desde Bonsái (2006), La vida privada de los árboles (2007) y Formas de volver a casa (2011) un empeño denodado de reflejar su propio alegato generacional, en el que el hogar, la educación, los afectos y desafectos interfieren con amplia resonancia en su escritorio. Ahora, casi una década después de la publicación de su última novela, Zambra regresa al género, vuelve al laberinto ficcional de la novela, pero, en esta ocasión, con mayor desenfado y desmesura, con una sorprendente y provocativa novela larga.
Poeta chileno (Anagrama, 2020) es, sobre todo, su propuesta narrativa más arriesgada y ambiciosa, un libro, bienhumorado y chispeante, de una vena satírica en la que su autor, además de contarnos las relaciones de familia, de pareja y amistad de sus protagonistas, proclama su amor encendido a la poesía. Zambra se divierte y nos divierte haciendo gala de una prosa desenfadada y ágil que modula con suma eficacia y resultado, ya sea cuando se trata de situaciones íntimas, como cuando corresponde a momentos más mundanos, artísticos o trascendentales.
La novela se vértebra en varias partes que bien podría resumirse así: Gonzalo y Carla son novios desde la adolescencia, pero no culminan satisfactoriamente sus primeros lances amorosos. Al cabo de diez años vuelven a reencontrarse: Carla, más cambiada y con un hijo de seis años llamado Vicente; Gonzalo, por otro lado, más cerca de convertirse en un reconocido poeta chileno, dedicará gran parte de su tiempo a criarlo como si fuera su hijo, hasta que al poco tiempo la pareja se vuelve a separar. En otra parte del libro nos encontramos con un joven Vicente de dieciocho años, aspirante también a poeta, que anda enamorado de Pru, una periodista norteamericana que llega a Santiago para hacer un reportaje con ávidas pretensiones de profundizar en la poesía del país con entrevistas a poetas de toda índole: famosos, normales, raros e, incluso, ridículos que copan ese mundillo poético tan excéntrico, mordaz e hilarante, no exento de ciertas dosis de ternura.
El mito poético recorre toda la novela, un propósito que Zambra sabe llevarlo in crescendo, reservando sus momentos más emocionantes para la última parte de la misma bajo un título muy sugerente y lírico: Parque del recuerdo. Es aquí donde Gonzalo y Vicente trascienden, intiman e intercambian lecturas y experiencias poéticas, convertidos el uno y el otro, no en la trama del libro, sino en el entramado que lo sostiene, y que no es otro que el amor que ambos comparten por la poesía, como así resalta el narrador que los contempla como testigo: “la poesía sí sirve para algo, que las palabras duelen, vibran, curan, consuelan repercuten, permanecen”.
Este es un libro emotivo, inteligente y exquisito, un asombroso retrato sobre familias hechizadas, poetas y poetastros que no soportan la realidad de sus vidas, que suspiran y responden lo que han respondido siempre: que solo la poesía salvará al mundo. Lo dicen sin fe, como algo consabido, pero tienen toda la razón. Por eso se desquician por poner voz y vida a lo indecible, por escribir y procurar reproducir lo irreproducible, como diría Clarice Lispector.
En Poeta Chileno está muy presente la literatura como enfermedad crónica, un mal del que algunos elegidos necesitan escribir siempre, un cauce para saber de sí mismos, utilizando el libro como una máscara, como un disfraz que les permita ser desde la aparente incertidumbre que otorga la ficción. Zambra nos engatusa con una sorprendente portada y una magnífica novela, fresca, apelativa y de lectura placentera.
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