martes, 13 de abril de 2021

Luces y germinaciones

Para todo escritor, aprender a trabajar sus historias desde la incertidumbre es asumir que, en esencia, narrar es producir tiempo, contar lo indecible e insólito, un arte que celebra la vida y nos da nuestra medida como seres humanos. Los cuentos de Ángel Olgoso (Granada, 1961) poseen ese predicamento. Apelan a la imaginación y a la fantasía. Expresan la complejidad de la vida en unas pocas páginas, produciendo sorpresa y sensación de conocimiento y extrañeza, una resonancia de decir mucho en poco tiempo sobre cualquier cosa sobrenatural que pida ser escrita, un efecto parecido al de un poema.

De hecho, para un cultivador como él del cuento fantástico, hay una predisposición para ese tipo de literatura de lo sobrenatural que presenta lo extraordinario, lo inaudito, como una posibilidad permanente de explorar lo inexplicable. Inmerso en ese imaginario suyo que va de lo cotidiano a lo excepcional, de lo normal a lo anómalo, los cuentos de Olgoso ponen en alerta al lector que quiera entrever todas las obsesiones delimitadas en la propia naturaleza de los acontecimientos que se cuentan. El autor cuida hábilmente de no mostrarse intrusivo con consideraciones morales en ninguna de sus historias. Sin embargo, es la extrañeza la que mejor se manifiesta en sus relatos, la que nos hace denotar un clima y un halo de incertidumbre que hace que el lector experimente un acceso singular a lo inesperado con inusitada perplejidad.

Los catorce textos reunidos en Devoraluces (Reino de Cordelia, 2021) sorprenden al lector por el giro acometido en su narrativa. Los relatos de ahora se apartan del lado turbador, extraño y sombrío acostumbrados para buscar otros ámbitos y escenarios más luminosos y contemplativos en los que la emoción provienen de la misma Naturaleza, del pálpito del amor, del gozo, de la gratitud y de la capacidad de asombro que reverbera todo ese crisol balsámico y maravilloso que la propia vida pone a nuestro alcance. El libro, desde sus prolegómenos, invita a descorrer las cortinas de la inventiva para dar paso a la luz. Un buen puñado de citas la invocan en su arranque con ese propósito de marcar sus destellos, un camino propicio donde la luz se incorpore con fulgor, no solo al relato, sino también al lenguaje.

En Las luciérnagas, el primero de los relatos, el narrador evoca su infancia remota de veranos cálidos, de juegos intensos y ensueños efímeros, compartidos con el resplandor de aquellos gusanos de luz que se hacían ver en las charcas como hadas mágicas. En Fulgor nos acercamos al encanto luminoso de un hombre menudo y sencillo provisto de una rara capacidad de sortear las adversidades con alegría. A casa de El Pajarillo, como así se le conocía, todo el mundo quería llegar para conocer su entusiasmo y aprender de su regocijo. En La rosa de los vientos, otro de sus relatos más destacados y evocadores, hace coincidir a varias figuras señeras de la literatura universal. Ulises viaja a la Ítaca literaria de tantos personajes memorables. En ese periplo nos encontramos con John el Largo. El héroe griego atisbará también al capitán Ahab a bordo del Pequod, así como a otros tantos que pusieron rumbo a su aventura, gente llena de sueños que ponen rumbo a su Ítaca y siguen perpetuándose en el imaginario colectivo de la literatura y de la vida.

En Devoraluces hay un sedimento entendido de todo ese periplo que se deja ver y que retorna al origen del cuento y a todas esas historias que se perpetúan a lo largo del tiempo, que van desde Homero a Las mil y una noches, de Cervantes a Flaubert o a Borges y otros grandes. Pero también es un libro nacido de la gratitud a la vida, nacido del corazón y del encuentro feliz, como confiesa el autor, con la poeta y pintora chilena Marina Tapia, a quien le dedica el libro, causa y estímulo del sentir lírico de sus textos más íntimos y encendidos en los que la voz narrativa y el mismo escritor se funden con emoción desmedida. Todos los relatos, sin excepción, parten de una obsesiva búsqueda de lo inusitado, de lo que trastoca la realidad anodina, del espacio, del discurrir del tiempo y de todo lo que tiene la literatura como caladero de inspiración y espejo de la vida.

La peripecia narrativa de estos cuentos camina en pos de la belleza y se encuentra entre las propias esquirlas del texto que junto a la elipsis buscan su sentido y razón de ser. Devoraluces es una recopilación brillante de todo eso, una hermosa edición acorde a su tono lírico y atmósfera hipnótica, un libro de prosa cuidada y rica, con una voz narrativa cercana e íntima, bien atenta al detalle de lo que sucede. Lo que le interesa a Olgoso es fabular con la virtud de una voz modulada que se inspira en provocar el asombro en el lector sin tener que recurrir a ningún final redentor, tan solo buscando la luz de lo insólito y sus germinaciones.


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