Por esos términos transcurre Panza de burro (Ediciones Barrett, 2020), de Andrea Abreu (Tenerife, 1995), por un hábitat en el que el lenguaje se convierte en un acuífero rico en matices y capaz de fluir con su canción singular para entenderse con quienes lo escuchan y sienten su gorgojeo. Es así como lo cuenta Abreu, con esa naturalidad y abundancia asilvestrada que fluye del habla canaria, sin coartarse a sí misma con formalismos sintácticos, con la convicción de desatar la potencia de su singularidad. ¿Por qué iba a emplear una sensibilidad prestada? ¿Tan solo por el deseo de ser correcta con el idioma?
Como decía Goethe, lo que no se entiende, no se posee. Abreu hace que su historia se entienda y se posea sin dejar de apartarse por un instante de la identidad propia que la envuelve y de su interpretación. El secreto de este libro son sus resonancias que se dejan sentir en sus treinta capítulos no numerados. La vida interior de los personajes que transitan por Panza de burro se manifiesta con sus circunstancias externas, con los gestos que se van acumulando, con su modus vivendi, con el mar de nubes que puede verse durante muchos días del estío o los vientos alisios que soplan desde el noreste y son los culpables de esta acumulación de nubes a baja altura que se colocan entre el cielo y las casas de los vecinos.
Es eso mismo lo que impulsa esta fascinante novela, una historia que sucede en un pueblo del norte de Tenerife, donde las nubes acostumbran a sobrevolar y sestear para participar después de todo lo que bajo su manto ocurre. A ese fenómeno atmosférico se le llama panza de burro, que es también una metáfora paisajista de tonos grises que se traduce en un estado emocional, lo que viene a constituir también al estado afectivo del ambiente y de sus dos protagonistas. Son dos amigas preadolescentes, de poco más de diez años que, además de jugar y dar paseos, comparten secretos y un despertar sexual acelerado. Son dicharacheras y divertidas, muy apegadas al roce de sus abuelas. La una es la narradora y seguidora de las andanzas de la otra, Isora, la más indomable y decidida.
Dice la editora y guía de este libro, Sabina Urraca que “cuando Panza de burro solo había crecido unos capitulitos, pensé que sería una novela sencilla y hermosa que abriría un hachazo en esa tela de invernadero que parecía ocultar un imaginario y un mundo que debían ser mostrados. Más adelante, la grandeza del libro, la inteligencia y el salvajismo de Andrea, su pulso poético y su falta total de miedo hicieron trizas la rafia, y quedó a la vista una plantación intrincada, dolorosa, inmensa, nada sencilla. Hice la primera edición en un salón de Lisboa, y creo que fue allí cuando me di cuenta de que el libro era mucho más grande de lo que imaginé”.
Es precisamente ese salvajismo el motor que convierte a la novela en un volcán estrepitoso de lectura adictiva y emocionante. Panza de burro es un relato transparente y portentoso que acapara la atención del lector por ese rasgo veraz y bravío que la propia historia transmite, un libro que cuenta también la historia de los habitantes de un barrio. En ese mismo lugar se halla inmerso una forma de vida sujeta a una lengua o, mejor dicho, a una oralidad que, a su vez, ostenta un protagonismo permanente en todo lo que acontece en la vida de su gente y, cómo no, en la vida escrutadora e incipiente de sus dos protagonistas, amigas inseparables que se quieren y se incordian, que se tocan, que hablan por Messenger con otros, que meten los pies en charcos, como si fuera el mar, que juegan a mayores con sus muñecas y a ser mujeres criticonas, que hablan de las casas ilegales construidas o que memorizan canciones favoritas y las anotan en una libreta.
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