martes, 15 de marzo de 2022

Retazos de memoria


Podríamos decir que hay dos maneras de escribir: una referida a la escritura del presente, de lo inmediato, y otra filtrada por el tiempo, la escritura de la rememoración. La escritura del presente cuenta lo que se está viviendo en el momento, como es el caso del diario, la crónica o el reportaje y, por tanto, es testimonial e inevitablemente, una escritura que se acerca, casi siempre, a la no ficción. Y luego está la escritura que pasa por el filtro de la memoria, del transcurso del tiempo, muy intervenida por la imaginación, es decir, la referida a una escritura retrospectiva que, al estar tamizada por la memoria, siempre andará más al lado de la ficción.

Dicho esto, ¿dónde encaja mejor el aforismo en esta clasificación temporal? Para la escritora, antóloga y ensayista almeriense Carmen Canet, doctora en Filología Hispánica y aforista consumada, textos, como los aforismos, son claros exponentes de un tipo de escritura de inmediata aplicación de lo cotidiano. El aforismo, según ella, responde a ese espíritu propicio que nace de la observación de la realidad del momento y, por tanto, brota del pálpito de un instante, de una fugacidad con ánimo de quedarse para siempre. Leyendo su obra, la autora deja entrever que el buen aforismo aspira a quedarse con nosotros, a ser atemporal. El aforismo pertenece a esa clase de género que evoluciona y se adapta, como el resto, a las exigencias verbales, acudiendo a la experiencia que nos deja el discurrir del tiempo, donde la palabra, aunque venga del ayer, encuentra sentido en el ahora y vale para el mañana.

A lo largo de sus publicaciones, nombremos, por ejemplo, Malabarismos (2016), Luciérnagas (2018), Olas (2020) o Legere, eligere (2021), entre otras, el valor del tiempo y sus instantes andan siempre muy presentes a la hora de expresar el sentido de su poética aforística. Dice Canet en uno de ellos que “Los aforismos conectan el mundo antiguo con el moderno. Son clásicos vigentes”. Esa intencionalidad de aspiración por lo clásico tiene mucho que ver con esa idea suya de que al aforista le gusta estar al acecho de las palabras para que lleguen justo a tiempo, a su tiempo y al nuestro, que nos alcancen y nos sorprendan hoy.

En Monodosis (Trea, 2022), su nuevo libro de aforismos, Carmen Canet presenta todo un catálogo de perplejidades e intermitencias en las que los retazos de la memoria tienen ese cariz de señal en el tiempo con un propósito claro, como así deja dicho en el prólogo, de ofrecer al lector “líneas de palabras que sienten y consienten. Renglones medidos que comentan, discuten y sobre todo quieren, y buscan, un interlocutor”. Todas estas píldoras o “pastillas efervescentes”, como también las llama, apuntan a recrear y revivir ese espíritu literario permanente, tan suyo, que nos dice cuánto de nuestro presente está hecho con la urdimbre del pasado del que no podemos desentendernos.

Canet formula y pule ideas que vienen, a veces de antaño o de tiempos más próximos, apartándose de toda solemnidad y rigor moral. Le importa alejarse de la rectitud y el tronío de la sentencia para virar al territorio de las paradojas de la vida. Le importa sacarle jugo a la existencia a través de un yo bienhumorado y reflexivo que hable apartado de la crispación, acurrucado en las diferentes estancias de la vida, destilando observaciones agudas con socorrida elegancia, pero inseparable de un cierto racionalismo que hace mella en el presente. Vayan estas tres muestras que así lo acreditan: “Era una persona que ponía son y sol a la vida”; “El silencio es el vacío de la palabra, pero está lleno de sentimiento”; “La vida necesita paréntesis, corchetes, guiones y otros signos que puntúen”.

La parvedad de estas Monodosis andan cargadas con la máxima intensidad, cuidando de que cada palabra tenga su peso. La autora no da pábulo a nada superfluo, sus sutilezas percuten en sobreentender lo esencial: “Cuando una piel está bien acariciada, tiene eco”, parece que recitara. A veces sus aforismos parecen también ancestros y aliados, como se aprecia en estos dos ejemplos: “Con la edad se aprende que con lo sencillo y lo cercano se vive mejor. Nunca es tarde para dejar de complicarse”; “Las personas que se aman a sí mismas, no aman a cualquiera”. Por otro lado, su sintaxis, reducida a su mínima expresión, le confiere una fuerza semántica máxima, como aquí se aprecia en estas dos dosis nada ingenuas: “También son duros los exilios interiores”; “Debemos tener cuidado con los síes. Por lo menos uno, te condiciona”.


Si la literatura, en cualquiera de sus géneros y de cualquier época no se refiere de manera especial a cada uno de nosotros en particular, o si no logra ofrecer una nueva mirada sobre temas universales, conviene mejor dejarla a un lado. Si no es vida que nos pertenece o nos roza, mejor olvidarse. No es el caso de este librito, porque en sus trescientas cincuenta “monodosis” que lo conforman hay esparcido un mundo tan interiorizado que se nos antoja nuestro. Ninguno de sus aforismos dejan de hablarnos, incluso para evocarnos a autores como Emily Dickinson, Virginia Woolf o Nicolás Gómez Dávila, de sobreponernos, de divertirnos o de hacernos pensar, sin que tengamos que recurrir a recordar lo que somos.

La tradición nos indica que el aforismo, como pensamiento corto, sin espesor, se cultiva para provocar o manifestar todo tipo de perplejidades, juicios o paradojas. Monodosis encaja en esa misma dinámica de cultivo y experimentación. Canet así lo quiere y requiere, al igual que como arma sutil para dar en la diana una y otra vez, con tino, humor y mucho paladar, burlando cualquier convención, y acabando con un remate final imperecedero: “Menos mal que nos queda la utopía y el cuento de la lechera”. Aquí encontrará el lector retazos de memoria y trozos de vida arremetida, en pequeñas dosis.


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