Desde luego, leer no es solo la costumbre de una habilidad o el dominio de una destreza. Ni tampoco una puerta que accede a descifrar el mundo o un canal de información y conocimiento, sino que es algo más sencillo y esencial. Leer es una manera de ocupar el tiempo, un espacio próximo a la emoción, al asombro, a la sorpresa. Leer es, también, como la vida, una experiencia prolongada, un hábito misterioso que se desvela poco a poco, lectura tras lectura. Y es en ese ejercicio de literal revelación donde uno, como lector, encuentra vivencias compartidas, libros que, a través de sus páginas, conforman una conciencia, una visión de más alcance sobre el tiempo vivido, algo que redunda en una experiencia reflejada.
El protagonista de El río de cenizas (Tusquets, 2022), última novela de Rafael Reig (Cangas de Onís, 1963), un anciano adinerado, tocado por un ictus que le ha dejado una leve secuela, dice que adora las costumbres y por eso lee “como un terrorista, indiscriminadamente, a mano armada y sin arrepentimiento”. Y por eso mismo subraya que “la repetición es un conjuro contra el miedo a ser aniquilado, algo parecido a silbar en la oscuridad del bosque “. Sigue comprando libros por gusto, pero subraya que también por necesidad. No solo le procuran remanso, sino, especialmente, compañía, diálogo y no pocas desavenencias. Le valen también para dar cuenta de su pasado compuesto por vivencias plenas y diáfanas que alternan con otras errantes de dolor o de vacío. Le vale todo eso y sostiene con firmeza, como así deja dicho al final del libro, que “mientras mañana podamos hacer lo mismo que hoy, a la misma hora y de la misma manera, seguiremos vivos, porque lo único que nos sucederá una sola vez es morirnos”, pág. 235.
En El río de cenizas, Rafael Reig plantea una novela con aire mítico mezclada con cierta parodia, una historia de alcance pandémico, similar a lo que ya vivimos en 2020. El protagonista, que se aloja en la residencia de ancianos Los Carrascales, alimentado por su propia visión de la vida, la fantasía de sus compañeros y el devenir apurado de la situación, acompañada de noticias alarmantes, contradictorias y apocalípticas, observa circunspecto el avance de la denominada «peste»: «Dicen que en Grecia hay islas y pueblos del interior en los que todos los habitantes fallecieron en un solo día, y a los que nadie se atreve a entrar, ni siquiera para desconectar las teles y las radios, que siguen retransmitiendo mesas de debate y avances informativos para los impávidos cadáveres», pág. 48.
La elección del personaje, un hombre de setenta y cinco años, impulsa a Rafael Reig a proyectar su mirada ladina desde la vejez de este, como estado propicio para explorar la vida hacia atrás y comprender mejor su alcance, incluso, para perdonarse y redimirse. El narrador y protagonista no está libre de melancolía y descreimiento, y esa actitud reflejada lo hacen más humano. Pero no anda solo él, hay otros personajes secundarios en la novela que acentúan su sentido, seres, como Casilda o Vero con su sordera, que, en sus apariciones destilan resistencia, desenfado y ternura. Hay en todos ellos algo en común, un tono sentimental aceptado, al que no le falta su chispa de humor que trasciende en disquisiciones de acatar todo lo que en la vida, al fin y al cabo, se va imponiendo sin remisión. Cada uno a su manera es consciente de que “la vejez quita el miedo, igual que lo disipa el humor”.
He aquí una obra sobre la vejez que uno se sorprende leyéndola por su desenfado y complacencia. El don de esta novela consiste en haber tratado con mucho talento narrativo y emoción una historia creíble acerca de la fragilidad de la vida, de los años acumulados, haciéndolo sin estridencias, pero eso sí, con desparpajo inteligente, arrojo y espíritu burlón. Quizá esta sea la mejor novela de Reig.
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