La escritora turca de lengua alemana, Tezer Özlü (Kütahya, 1942 - Zúrich, 1986), hija de maestros, niña musulmana, educada en colegio extranjero de monjas alemanas de Estambul, pertenece ciertamente a esa primera categoría de personas exigentes a la hora de afrontar la vida con desparpajo desde muy pronto, sobrellevando constantes internamientos en hospitales psiquiátricos. La literatura supuso para ella un lugar acogedor, un destino para encontrar la plenitud y el entendimiento de su propio sentir. Los libros de los grandes maestros rusos Tolstoi, Dostoievski y Chèjov, así como autores franceses y alemanes como Zola, Camus, Goethe o Rilke, leídos todos ellos en alemán, le sirvieron de acicate para iniciarse en la escritura.
Habría que esperar a 1980 para conocer la publicación de Las frías noches de la infancia, que ahora, en 2022, rescata la editorial Errata Naturae bajo la traducción de Rafael Carpintero Ortega, un libro de culto en el que la autora, en apenas cien páginas, escribe un relato retrospectivo demoledor de su propia existencia, haciendo hincapié no solo en su vida individual, sino también en el bagaje de su personalidad. Özlü se vale de su propia historia para hablar de la realidad que la rodea, sin dejar de acudir tanto a la vida privada como a su vida interior, y tampoco sin dejar de mirar los dilemas existenciales, sus creencias, aspiraciones, el absurdo y la paradoja en la que vive como ser humano. Deja constancia de todo esto en muchos pasajes, como así lo muestra en el capítulo dedicado al colegio donde se instruye: “La vida es algo que nos plantan delante como un cuerpo extraño que, por ahora, hay que aceptar y entender. Sólo más tarde podremos vivirla y descubrir su verdad”, pág. 32.
A Tezer Özlü la enfermedad no la convirtió en escritora, ya lo era en ciernes desde que quedó hechizada por los libros que su hermano poseía en su cuarto de la casa de sus padres en Estambul. Allí comienza, a hurtadillas, a sumergirse en el rumor del mundo apasionante de la literatura. Su melodía supone un salto importante para ella, al tiempo que afronta un reto mayor: sobreponerse a la exaltación de su esquizofrenia y al terror de su tratamiento. Lo lleva de la mejor manera posible, consciente de que el espanto de su enfermedad puede ocultarlo en el seno de la vida cotidiana. Le obsesiona la idea de la muerte, pero, igualmente, le parece que la existencia es más hermosa fuera, entre el bullicio de la vida, con otra gente.
Estructurada en cuatro capítulos, toda la novela, intensa a rabiar, deja ver la inconsistencia de la vida que la sostiene, una existencia nada amable: la vida sentida por la autora, cuya voz exaltada clama por su liberación, más allá del hogar, de la escuela y los muros de los sanatorios donde ingresaba cada dos por tres. Todo ese clamor liberador, impulsado por su afán de huir, culminará con su exilio a Alemania, hasta llegar más tarde a París, la ciudad anhelada en la que vivió unos buenos años, aunque no fueron suficientes para mitigar la nostalgia de su tierna infancia y juventud que, en su caso, fue una época estigmatizada por la evidencia de una realidad palpable: nadie cree en las aspiraciones de una persona enferma.
La experiencia y la invención se entrelazan a lo largo del relato de manera sobria y conmovedora, sin alardes, con la fuerza suficiente para calar en la piel del lector. Las frías noches de la infancia pone a tono la memoria y la imaginación de su autora con suma naturalidad. Diría que ambas encuentran su encaje en el lenguaje del testimonio descrito, dando pábulo a la vida. La vida, al fin y al cabo, es el camino de llegada, no de salida, como así también sucede con la literatura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario