En esta nueva andanza literaria, el escritor y periodista mexicano deja entrever que escribe para nombrar el tiempo y abrir la puerta de la memoria, para acercarnos a la vida de su progenitor, Luis Villoro, un hombre alejado de muchos predicamentos que desempeñó su vocación de profesor de filosofía con inusitado entusiasmo, propenso a la perplejidad y, consecuentemente, al aislamiento en casa y, desde luego, más dado a razones que a afectos: “No es fácil llegar al mundo con alguien que pretende estar en otro mundo –confiesa el narrador–, pero se puede vivir con ello, e incluso se puede valorar esa peculiar manera de existir... Mi padre fue contradictorio, como todos los que no son santos, y esas contradicciones valieron la pena de ser vividas”.
El libro, en sí mismo, está concebido como una extensa carta de un hijo que habla de su padre, un inconformista nacido en Barcelona en 1922, gran admirador de Gandhi, que tuvo que emigrar a México, pero cuya verdadera patria se asentaba más en el territorio de los libros y, por ende, en el terreno de la conjetura, que en el del suelo que pisaba y le daba acogida. Pero esta ambivalencia vital no le impidió desinhibirse de la realidad social, apoyando causas nobles de la izquierda. Ayudó con dinero propio a mucha gente. Se convirtió en filósofo zapatista, hasta el punto de popularizarse como miembro activo de los derechos de los indígenas mexicanos dentro del FZLN (Frente Zapatista de Liberación Nacional) e interlocutor del subcomandante Marcos. Villoro hijo lo cuenta con sumo desparpajo, consciente de que “el pasado tiene muchas formas de volver”, y lo hace con esa idea noble de entender lo que un padre ha sido sin los suyos, volcado en los demás.
Por eso mismo, al narrador lo que le impele a lo largo de su indagación no es más que significarse como un hijo predispuesto a una conversación fecunda con el ánimo de recuperar la esencia de su padre ya ausente, tratando de reconocerlo en su amplitud, valiéndose de un tono narrativo contenido y sujeto a esa idea universal de que la literatura no es más que una afirmación de la vida. Lo más asombroso del libro está, precisamente, en el examen y reconocimiento de todo esto, que bien se podría resumir en la perspicacia que Villoro alcanza para persuadir al lector, con verdad y sin sentimentalismos, a rendir testimonio y a descifrar con él, el enigma de la coexistencia entre lo privado y lo público de una misma vida.
A medida que la narración avanza, los recuerdos personales van entremezclándose con hechos y testimonios de México, en el que surgen episodios que van de la Masacre de Tlatelolco de 1968 al levantamiento zapatista, pasando por unos juegos olímpicos controvertidos y un mundial de futbol en el que el narrador revelará la pasión de niño por este deporte que quedó fijada de por vida. Se dan cita en el libro a grandes autores de la literatura universal como Borges, Octavio Paz, Sartre y Camus, Hemingway o Dostoyevski, cuya novela Los hermanos Karamazov genera discusión entre padre e hijo, que revierte en un libro que, sin perder de vista su enfoque, los lleva a una reflexión acerca del compromiso, el conflicto ético entre la teoría y la praxis política, la migración, la identidad y los desajustes afectivos en la familia.
Nunca tenemos muy clara la imagen de nuestros padres, dice Juan Villoro. Es significativo, como muestra el narrador de La figura del mundo al llegar al epílogo del libro donde emerge la figura de la madre, comprobar cómo los distintos hermanos de cualquier familia hablan de los padres y cada uno de ellos perfila en su memoria un padre diferente, según la relación que ha tenido con él, la manera como lo ha imaginado y, especialmente, por lo que ha esperado de él. Y aún más en su caso, que creció con una madre divorciada, por lo que la figura del padre perdido era, más que nada, una conjetura, una abstracción.
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