martes, 20 de agosto de 2024

Treinta y tres veranos


José Carlos Llop (Palma de Mallorca, 1956) es un autor que practica como pocos la reflexión y la transcendencia de la vida cotidiana a través de una escritura autobiográfica de gran carga poética, que atraviesa el tiempo y el espacio, y que supone un canto y un reflejo de esa filiación insular propia de mediterraneidad inherente a sus textos. Consciente de que escribir es siempre un ejercicio de incertidumbre, un viaje desde las tinieblas hacia la claridad, como dejó bien dicho en sus Diarios (Península, 2000), destaca allí mismo cómo la alquimia de la escritura transforma cualquier vida en una vida distinta y apasionante: “Escribimos esas sombras que se nos imponen, desvelando parcialmente nuestro propio misterio y construyendo así los fragmentos de un mundo que nos explica”.

Llop es un escritor sutil y hondo al que le gusta cuidar el huerto de las palabras y escuchar el rumor del mar, alguien convencido de que la tarea de escribir es refugio y exilio voluntario, que sabe que los días sin escribir son días de purgatorio y que, por eso mismo, aprender en la sequía debe servir, como decía Iris Murdoch, para «mirar con fuerza al mundo, que se presenta misterioso e irreductible». Todo cobra sentido para él cuando se cuenta y, en ese sentido, Si una mañana de verano, un viajero (Alfaguara, 2024), su nuevo libro, incorpora un buen repertorio de memoria personal, historia y lecturas que aspiran al reencuentro de sus vivencias en esa escritura del yo que repara y fabula en torno al tiempo del narrador, como testimonio y recuerdo vivo, como señala en sus primeros lances: “Y si escribimos sobre una casa o un paisaje donde vivimos tiempo atrás, el vacío será doble, pero es necesario el tiempo que construye ese vacío para poder hacerlo: escribir, digo”.

Con un título recurrente, que evoca a Calvino, el juego de escritura propuesto por Llop, va más allá de intercalar una sucesión narrativa en su Mallorca natal. Responde a un marcado itinerario entretejido por la memoria y el tiempo para conformar un recuento de referencias a lecturas y evocaciones paisajísticas expuestas bajo una voluntad primorosa de estilo. Reúne diecinueve piezas que abarcan treinta y tres veranos de estancia en una casa junto al mar, un lugar importante y umbral de su escritura, un rincón reservado para el entendimiento de su realidad e imaginario: “No sé si fue la casa de la vida, pero sí lo fue de mi literatura, al margen de los calendarios y las obligaciones y devociones de mis contemporáneos”. Hace también recuento de su vida y su relación lectora con otros autores. Mira los estantes de su biblioteca y contempla los libros de otros y los suyos como recuerdos vivos.

Sus paseos por la isla le brindan la contemplación singular del paisaje y, a su vez, le dan pie a rememorar a aquellos otros autores que le dieron compañía en sus treinta y tres años de vida junto a Cavafis, Elizabeth Bishop, Proust, Rilke, Virginia Woolf, Philip Roth, o los más nombrados, Durrell y Chatwin. Cada uno de ellos le proveen pasajes del mito del mar y, a su vez, de la experiencia del tiempo y su fugacidad, así como de constatar que la vida es una constante reescritura del ayer, una perseverancia de entenderse no sólo consigo mismo, sino también con el entorno y su sentido: “Vivir junto al mar nos adentra en nosotros mismos y haciéndolo revela en nuestro interior un doble de su vastedad. Nunca el vacío, sino la riqueza de esa vastedad”.

En todas estas confluencias se regocija Llop, como dando a entender que ir acumulando años es irse rindiendo a una subjetividad contemplativa en la que cada vivencia y recuerdo posee su propia épica y también su hálito de melancolía. La sensación del libro es haber interiorizado el paisaje, que aquí tiene estatus de personaje, como si todos los veranos fueran el mismo verano, envuelto en un presente mediterráneo que insinúa un mundo clásico. Quizá esto tenga que ver con esa idea de ver el verano como un tiempo de disfrute de la vida, un saber vivir, que converge en la literatura como tiempo recobrado y como otra manera de vivir y de saberse vivo: “Al fin y al cabo, escribir es una forma de leernos –sostiene el propio Llop–. No sólo, pero lo es. Y escritura y lectura poblaron la casa junto al mar”.


Este es un libro de prosa limpia y contenida, que trastea en la memoria, en la historia y en la literatura, por medio de ese reducto literario que se asemeja al diario, para contarnos en primera persona lo fascinante que nos regala la experiencia de compaginar la escritura con la vida. Llop firma un texto confesional pletórico de soplo lírico, que realza el hecho de que la literatura nace de la vida y es inseparable a ella, un vínculo definido por el trazo de adherirse a la vida y, por ella, al deseo de la escritura. Un libro de lectura gozosa que dará a quien se acerque a él un regusto prolongado.


lunes, 12 de agosto de 2024

Con voz propia


Ningún libro, ni siquiera uno fragmentario, puede captar la riqueza del mundo, sus disquisiciones y juegos verbales. Sin embargo, el aforismo se ha convertido en una aproximación a esa idea de alcanzar reflexiones concisas que abogan por entender el sentido de las cosas y sus múltiples perspectivas. Por eso mismo, el pensamiento de los aforismos no se agota en el ejercicio de la lectura, sino que queda abierto a la sugerencia. A este respecto, añade Ramón Eder (Lumbier, Navarra, 1952) que “Las verdades de un libro de aforismos bueno suelen ser contradictorias”. De ahí que convenga no olvidar tampoco, como decía Gracián, que «No puede ser entendido el que no sea buen entendedor». En ese saber entenderse, sostiene el escritor navarro que “El aforista tiene que tener como los poetas una voz propia”.

Con cada libro que publica, Ramón Eder se confirma como el aforista vivo más singular y prolífico del panorama literario español. Sus aforismos, tan desnudos, irónicos y vívidos, dejan en evidencia casi todo aquello elevado y académico en torno a este género tan exigente, donde el matiz de cada vocablo es esencial. Eder lo viene haciendo de forma continuada, sin apenas levantar la voz, con esa gracia y desparpajo tan característicos suyos matizados por la retranca y el humor. Le importa que sus miniaturas observen el mundo y lo cotidiano como verdades a medio decir, buscando el sentido de la vida, sin prisas, para que el lector ponga sobre dicho sentido una mirada atenta hasta obligarle a detenerse y a pensar, antes que nada, en lo que el autor expone como escritor, como subraya aquí: “Todo escritor acaba siendo un actor que interpreta a una persona que escribe”

Viene ahora con Las estrellas son los aforismos del cielo (Renacimiento, 2024), una nueva entrega de trescientas sesenta brevedades, rehuyendo, como es habitual en él, del aforismo edulcorado y postizo, poniendo distancia a cualquier ocurrencia o moralidad añeja. Porque lo que le gusta de verdad a Eder es provocar la sonrisa y el desconcierto en el lector que sabe leer entre líneas, al que, además, le impele a releer lo escrito para hacerle sopesar la verdad con la que esa verdad se oculta, importándole más la discreción que la elocuencia, la sencillez que la retórica, como denotan estos aforismos escogidos a vuela pluma: “Las librerías tienen algo de islas del tesoro en las que buscamos un libro que sea un tesoro”; “El arte de olvidar lo que habría que olvidar mejora la vida”; “El que sabe pedir sabe que no debe pedir demasiado”.

Su estilo, por otra parte, efervescente y ligero, se ciñe a una especie de refutación dispuesta a refundirse en una idea, en un vislumbre o en una paradoja capaz de despertar nuestra perplejidad, hasta incluso convertirla en una mueca risueña, como es el caso de estas epifanías: “La vida es buena solo si se tiene un buen final”; “Los mejores libros son los que nos dibujan mientras leemos una sonrisa en el rostro”; “Los pesimistas de pacotilla son los quejicas”; “Las mujeres se perfuman para que las recordemos”. Hay una mirada filosófica que toca con levedad lo que tradicionalmente se ha llamado vida contemplativa que, en Eder, no es sino una vida empapada de atención, de experiencia y de humor, como apuntan estos otros tres aforismos: “El mes más cruel es el último”; “Hay amigos a los que ya solo nos une un imperdible”; “Los fantasmas no existen pero insisten”.

Son ya muchos los libros de aforismos publicados por Eder que avalan su buena reputación en estas lides literarias, en un género de apariencia sencilla, pero muy puntilloso, tan preciso de inventiva como de buena mano en su confección. Talento y perspicacia conforman, junto a una buena dosis de escepticismo, su marca de tinta que, en esta ocasión, se acrecienta con el destacado humor que luce, quizá su libro más desenfadado y humorista. No hay página en él en la que no encuentres motivos para levantar la cabeza, marcar una sonrisa y volver animado para toparse con sorprendentes paradojas, relámpagos, pepitas, minucias refinadas, sutilezas, regusto por lo clásico o agudezas que tratan de decir algo nuevo que tal vez sabías y habías olvidado, que merece la pena ser releído y recordado.


La buena literatura son dos cosas: arte y verosimilitud. Se trata de dos consideraciones aplicables tanto a la ficción como a la no ficción, a la poesía, a las obras de teatro y, por supuesto, al aforismo. Ramón Eder persigue con donaire, ingenio y voz propia sostener al aforismo como posibilidad de verdad y de epifanía juntas, en el mismo punto de encuentro, como lugar que debe darnos que pensar, que asentir o dudar, pillarnos por sorpresa, y, cómo no, haciéndonos sonreír valiéndose de su ironía.