martes, 14 de enero de 2025

Andanzas de un niño del extrarradio


La Tata me dice siempre que no salga. Que si salgo vuelva pronto, que no mentretenga, y que no me deje ver así, mucho. La Tata es gorda y tiene los dientes grises, de tanto fumete o de tanto calimocho, yo no sé. Se rasca el culo grasiento por debajo la falda y a veces la tela se sube y se le ve la piel con grumos, como una tortilla mal hecha, como la parte de arriba de las natillas cuando la Tata las hace... No tentretengas, sielo, me dice, viendo la telenovela y fumando, los brazos con mucha carne como si llevara un chaleco color piel que le estuviera muy grande”.

Así arranca la novela Mosturito (Tusquets, 2024), del escritor y periodista Daniel Ruiz (Sevilla, 1976), un relato de iniciación, ensamblado por un lenguaje oral de acento andaluz que parece sencillo, cuando, en realidad, es un trabajo de orfebrería en el que se requiere excelente oído y audacia para encajar y trenzar las voces que conforman el hilo narrativo del libro. Quien habla aquí es un niño, como en El Lazarillo, muy próximo a la percepción del lector. Su relato es una corriente cristalina con fondo turbio. A ello contribuye el margen que se abre a la incertidumbre respecto tanto a lo que se nos va relatando como a sus consecuencias futuras, cuya característica principal es la crudeza, una crudeza que es la vida misma, la propia de un mundo marginal del extrarradio de una gran ciudad en el que no hay pecado sin penitencia.

Mosturito nos ofrece una desgarradora semblanza de esa realidad social marginal y precaria valiéndose de su protagonista, un niño preadolescente, cuyo padre maltratador cumple condena, que vive con su tía en un barrio humilde situado en la periferia sevillana a mediados de los ochenta. Daniel Ruiz pone su punto de mira a través de los ojos de su héroe que, sin ser nostálgica, ni mucho menos analítica, converge en lo instintivo, en lo sensorial. La voz de Mosturito, el personaje, es tan diáfana y mimética como salvaje el entorno. No le queda más remedio al muchacho que sortear a los matones de la zona que tratan de humillarlo, metiéndose con su aspecto cada dos por tres, y arreglárselas con granujería hasta hacerse notar en su nueva pandilla.

Hay en la novela una clara intención del autor por darle visibilidad a la cultura del descampado y también del ojo de patio de las viviendas, como pulsión de intemperie, donde la violencia, el maltrato y todo lo despreciable de unas vidas desgraciadas se vivían de puertas adentro, como si el escándalo del hogar no transcendiera afuera si dicho escándalo no acababa en tragedia. Pero, también en Mosturito hay lugar para el compañerismo, el desparpajo y el humor. Daniel Ruiz fija el perfil narrativo de su novela no solo en la voz de su personaje, sino en sus acciones y en su aspecto. Pedro o Pedrito se presenta como un niño feo y retraído, pero, a su vez, tremendamente ingenioso y con mala leche, gamberro e impertinente, que exuda verdad y picardía sin cortapisas, que quiere darse a valer presentándose a los demás como Mostu.

Es Pedro, o Mostu, quien se vale por sí mismo para ir descubriendo facetas ásperas de los adultos para entender la realidad propia y la de su entorno. La cercanía de su tía, que ejerce de protectora, y la de sus nuevos amigos, que le abren los ojos para entender mejor el escaparate decadente que le rodea, son el conducto propicio para comprender la implacable ceremonia de la lucha por la vida. Daniel Ruiz despliega su talento narrativo para apelar a ese lirismo barojiano de gente humilde que arrastran su miseria sin que la sociedad les preste la más mínima atención, a través de un texto bien urdido de coloquialismos, belleza y verdad, capaz de aguzarnos para sacarnos de nuestras casillas e, incluso, hasta provocar alguna que otra carcajada, pese al trasfondo degradado de su narración.


La verdad novelesca de Mosturito es tan certera y precisa en su concreción como irrefutable. Una verdad que el lector percibe en su fuero interno, página a página, como algo evidente, sin que medie demostración alguna. Nos vale con esa voz cercana y veraz del narrador, una voz irrebatible y cándida que nos toma en volandas para que sigamos sus andanzas con las reglas que Pedro, o Mostu, se ve obligado a aceptar para sí mismo. Es cierto que somos gregarios, imitativos y emocionalmente dependientes, necesitados de afectos comunitarios, pero las reglas son a menudo problemáticas y dudosas.

Esta es una novela tan conmovedora como divertida, un espejo de una época en el que no salimos favorecidos, una experiencia vital contada con franqueza y gracia indisimulable. Un disfrute, vaya.