Me atrevo a decir que la condición elemental de un libro de aforismo es la que le permite prescindir de la fecha en que fue concebido para seguir produciendo emociones, alegría, perplejidad o calambre. Los buenos libros de aforismos son espejos del mundo de cualquier época, porque están hechos de horizontes. El mundo es la plantación donde surge la fotogenia del aforismo. Que la mayoría de nosotros no seamos capaces de ver más que lo evidente no significa que lo extraordinario o misterioso no esté en otras muchas partes, como escondido al paso del tiempo, a la espera de ser captado. En esta sensación de desvelamiento de uno mismo en las palabras de otro y de hacernos pensar, es cuando mejor se palpa que la raíz del verbo leer proviene de recolectar el fruto de una siembra.
Por eso mismo, conviene no olvidarse de que lo que importa en la literatura, en cualquiera de sus géneros, son los resultados. Estamos viendo ahora que el aforismo español vive un auge gozoso. Responde, ciertamente, al ámbito global de nuestro tiempo y a la visión personal de los envites que nos acechan. El escritor de aforismos persigue seducirnos, creando ese velo idiomático de naturaleza reflexiva con aire de persuasión. De ahí que, tras la lectura de un buen libro de aforismos, nos reconforte recordar la punta afilada de muchos de ellos y releer lo subrayado por nosotros mismos. No encuentro mejor recompensa que verme inmerso en ambas tareas, confirmando el interés que el aforismo despierta en mí, siendo el género que menos tiempo me lleva leer, pero, en muchas ocasiones, el que más tiempo me lleva entender su alcance.
El tiempo todo lo oscura (Siltolá, 2025), el nuevo libro de aforismos de Ricardo de la Fuente (Sacramenia, Segovia, 1956), transita por este sentir que obliga al lector a pararse y a afilar el lápiz para el subrayado de un buen número de miradas que tratan de explicar la vida cotidiana desde la reflexión, la perplejidad y el humor. Brevedades que requieren ser leídas, poniendo una atención especial en aspectos como el tono, la cadencia, el estado de ánimo, la ambigüedad y la inventiva verbal entre lo literario y lo filosófico que pone de relieve el autor. El lector que se anime a leer estas miniaturas encontrará, antes que ejercicios de ingenios o frases felices, un afinado compendio de pensamientos intensos que, de forma sencilla y con animado sentido del humor, sacuden mucho de lo que damos por sentado.
Entre su amplitud temática, encontramos sentencias y epifanías sagaces que nos sacan media sonrisa, incluso, sonrisa y media, valga este primer aforismo del libro y otros que siguen con su misma chispa y agudeza: Qué sabiduría la de la presbicia que nos obliga a alejarnos para ver mejor; Han refinado tanto el juego de la gallina ciega que todos creemos que es el otro el que lleva la venda puesta; Le diagnosticaron una ex mal cicatrizada; Hay días que mi ego se pasa a la competencia. De la Fuente despliega su agudeza dejando entrever cómo el aforismo tiene mucho de juego, ingenio y desafío, sacándole partido a la observación de lo cotidiano, como muestran estas tres brevedades suyas: Para cuando uno aprende a mover las fichas por el tablero de la vida, el juego ha perdido interés; No moverse es la forma más frecuente de huida; No hay época de mayor juventud que la alegría.
Tampoco le importa constreñir sus aforismos en miniaturas más sintéticas, como balbuceos de una filosofía minimalista que, tras leerlos, dan para más conjeturas de la realidad retratada. Valgan estos ejemplos: Madurar es aceptar los yos sobrevenidos; Conocer conforta, saber inquieta; Ideas fáciles, ideas frágiles; Todos tenemos un precio de rebajas; No quiero que me sobren años... Le importa mucho a Ricardo de la Fuente resaltar que su fascinación por lo escueto, como ya dejó plasmado en su anterior libro, Andar en la niebla (2017), se halla en combinar con tino la hondura de la sencillez y la expansión de lo fugaz, consciente, como decía Bergamín, de que el valor supremo de un aforismo consiste en que sea certero.