domingo, 3 de agosto de 2025

Relatos en miniatura


Decía Ribeyro en sus Prosas apátridas que para escribir no veía necesario ir a buscar aventuras: La vida, nuestra vida, –señalaba– es la única, la más grande aventura. Es la soledad del escritor, una soledad imprescindible sin la que lo escrito no se produce. Sobre esta realidad reflexionaba, igualmente, Marguerite Duras en su libro Escribir que “si se supiera algo de lo que se va a escribir antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No valdría la pena”, sentenciaba. Lo importante, o mejor dicho, la condición esencial de la literatura consiste en seguir produciéndonos emociones, alegría, diversión o una sacudida que, de algún modo transforme nuestra visión del mundo que nos rodea. El escritor se obliga a ello con su habilidad para poner una palabra detrás de otra en un orden eficaz y persuasivo.

Para Fernando León de Aranoa (Madrid, 1968), guionista y director de películas muy celebradas, como Barrio, Los lunes al sol o El buen patrón, entre otras muchas, el cine, según confiesa, ha sido el eslabón que ha tenido siempre para entrelazar su imaginario con la realidad. Refugiado en la aventura de vivir, de la que extrae sus ficciones, escribir guiones le permite entenderse con el mundo con libertad y desenfado. Autor también de dos libros de relatos: Contra la hipermetropía (2010) y Aquí yacen dragones (2013), con los que abordó su incursión narrativa, con muy buena acogida por parte de la crítica, que destacaba su habilidad para crear historias que conectan con lo cotidiano, la profundidad emocional y el humor sutil que utiliza para abordar temas complejos, así como la naturalidad de su estilo y su enfoque en la relación entre la realidad y la ficción, donde lo improbable puede ser tan poderoso como lo real.

En los cien cuentos reunidos en Leonera (Seix Barral, 2025), su nuevo libro, encontramos el mismo espíritu narrativo que refleja pensamientos, recuerdos y soplos de ese imaginario suyo que merodea en la realidad confusa del vivir y la finitud de las cosas, el transcurrir del tiempo y cómo la vida va pasando a medida que uno también va cambiando. León arranca con una cita de Ray Bradbury, como portal de entrada, para destacar la necesidad de escribir para seguir vivo y no estar muerto. Le sigue un epílogo, colocado como introducción, según explica, que “responde a la necesidad de poner cierto orden en mi leonera”, con la intención de mostrar el propósito de “inventar al sprint”. Declara que estos cuentos cortos, extraídos, a medias, de la realidad cotidiana y de su imaginario, están escritos para “encontrarse uno mismo en lo ajeno” o quizá mejor, para “entender que lo ajeno no existe”.

Resalta especialmente el  humor, también, las pérdidas, entre parques y barras de bar. Hay, por tanto, un interés por el escenario en observación, al igual que por el lenguaje, cuando se vuelve sombrío o inoportuno. Hay también pequeños hallazgos o epifanías en lo cotidiano, tratando de localizar lo que hay de excepcional en ellos, dándoles forma de cuento inesperado que brota en ese instante. En esa forma de pequeño relato, de una o dos o páginas, encontramos una extrañeza por aquí, una celebración por allá, o una paradoja que tal vez expliquen la lógica misteriosa de las cosas, incluso exprimidas en afinados aforismos, como estos: “Certeza: Con los ignorantes, nunca se sabe”; “Coherencia: La novia del guionista es puro conflicto”; “Sospecha: ¿Y si el cielo fuera, en realidad, un falso techo?”; “Pájaro: ¿Sigue el pájaro siendo pájaro aun cuando no vuela?”

En Leonera la ficción y el manejo de sus herramientas están muy presentes. Bien es cierto que hay algunos cuentos algo más despojados, donde la ficción se constriñe por su transformación en breve pensamiento, donde parece que tienen menos elaboración narrativa. O, por decirlo de otra manera, como si un requiebro se apoderara del cuento y se antepusiera el yo pensante al yo ficcional. Pero lo que sí se evidencia es que la mirada de León recala en todo lo que escribe, ya sean guiones, películas o cuentos. Una muestra más de que su ficción, al fin y al cabo, no es más que una herramienta que está ahí al pairo de la propia realidad, para ser interpelada y aspirar a alcanzar alguna conclusión, alguna revelación o alguna paradoja luminosa destacable que recale en el lector.

El paso del tiempo, el amor, la juventud, la muerte, son temas que se entrecruzan por estas piezas narrativas que exploran la condición humana y adoptan la forma de relatos mínimos, para decirnos que la vida pasa por nosotros y nos demuestra, una y otra vez, que la memoria es, casi siempre, más engañosa que la imaginación. Dada la naturaleza cambiante, poética y abierta de estos microrrelatos, son muchos los temas que en ellos convergen, a menudo salpimentados con gracia y sentido del humor. Muchas de sus cuentos se ambientan en un hotel, en una habitación o en un parque infantil, una sucursal bancaria o en ciudades como Nueva York o Atenas, incluso en territorios conflictivos. Entre los personajes destaca la presencia de las novias de los boxeadores, tan vivarachas que encarnan el gozo de vivir, más allá de lo ocurrido en el ring. También resalta en Las despedidas, un cuento con aire machadiano, el saludo esperanzador de sus dos personajes, un miliciano y un campesino, que toman caminos opuestos en sus vidas inciertas.


Y por eso mismo, los que hemos leído estas minicontiendas narrativas también hemos percibido el sentido de su escritura como reto del lenguaje que da opción a otra mirada, a otra vuelta de tuerca, y si es menester, a ponerlo todo del revés. Fernando León da lugar a ello, al recrearnos unos relatos chispeantes, jugosos y hasta descerebrados, temerarios, diría yo, capaces de trasladarnos a un mundo de historias cercanas, dictadas bajo su prisma constreñido, empeñado en mostrar que la literatura nunca debe dejar de ser el lugar en el que se disputa la forma de cómo se va a escribir una historia. Aquí en Leonera encontramos un buen repertorio de relatos en miniatura. Aquí lo imprevisible nos pellizca y nos hace sentir vivos y disfrutones.

lunes, 28 de julio de 2025

Diario de pensamientos


Si hay algo esencial que destacar, por encima de todo, de la obra aforística de Ramón Eder (Lumbier, Navarra, 1952), diría que es su fecundidad y tono irónico. La riqueza de sus aportaciones en este género breve es extraordinaria, tanto en su prolífica creación a lo largo de veinticinco años, como en el corte filosófico y literario de sus escritos. Los que leemos sus libros somos partícipes de esa habilidad suya capaz de describir la vida cotidiana en un trazo, como quien efectúa una rúbrica en la que reflejar una perplejidad, un punto de vista transversal y humorístico o, simplemente, un fogonazo intuitivo capaz de pillarnos por sorpresa y sacarnos media sonrisa, sin caer en ningún tipo de moralismo ni grandilocuencia pretenciosa, tan solo con ecos y soplos que nos retratan.

En su nueva publicación, El libro de las frases transparentes (Renacimiento, 2025), reúne cerca de cuatrocientos aforismos que validan ese ingenio suyo en asuntos que nos van y nos vienen, de innegable perfil reflexivo e irónico, donde lo acertado, lo persuasivo y lo paradójico se dan cita para el disfrute y la complicidad con el lector. A Eder le importa tocar y sondear el presente como única dimensión importante del tiempo que nos da una cita real con el mundo, como así señala en este aforismo: “El presente es una mezcla de pasado reciente y de futuro inmediato que forma los instantes”. Por eso mismo insiste más adelante en la importancia de vivir el día a día para salvarnos de los espejismos del futuro: “La vida nos da todos los días 24 horas para que hagamos lo que queramos dentro de lo posible”.

De nuevo, hay en esta manera suya de pensar un vuelco al papel de sus observaciones, experiencias y maneras de aprender a ver el mundo, de aprender a vivir en la provisionalidad y en la incertidumbre propia de nuestra existencia: “Todos los días son el día menos pensado”, escribe. Son “frases transparentes”, como anuncia el título del libro, piezas que, como subraya el escritor Juan Bonilla en el prólogo de Palmeras solitarias (2018), “dicen mucho más de lo que por la naturalidad con la que se pronuncian, parecen”. Parecen también frases que ponen colofón a una conversación entre amigos a la hora de despedirse hasta la próxima ocasión: “La vida siempre merece la pena ser vivida pero habría que conseguir que mereciera la pena volverla a vivir”. Eder no se tambalea al escribir con esa peculiaridad suya tan natural de mostrarnos cosas que sabíamos y nos interesan, pero que, tal vez, habíamos dejado reposar en el rincón del olvido.

Lo que sugiere en muchos de los aforismos que pueblan el libro de ahora y que se presentan como pequeños huertos fértiles sobre los que nos hace crecer la curiosidad y la reflexión es, a su vez, una invitación a atreverse a habitar el mundo sin brújula preconcebida, avanzando y retrocediendo, interrogándose, dudando, con cierto aire de comedia, porque para aprender de nuevo a ver el mundo hay que habitarlo. Nos dice: “La vida es un sueño y el secreto es que no se convierta en una pesadilla”; “A la verdad le gusta esconderse detrás de la belleza”; “Sólo puede entender ciertas cosas el que ya las sabe aunque no sepa que las sabe”. En otros muchos, mantiene un compás ligero e irónico, incluso mordaz, que no escapan, pese a su sencillez, de requerir una relectura más audaz. Aquí van algunos ejemplos: "Se es feliz cuando uno lo es pero no se da cuenta de que lo es”; “Los fantasmas no existen pero insisten”; “Los mejores libros son los que nos dibujan mientras los leemos una sonrisa en la cara sin darnos cuenta”.

Otra característica reseñable de los libros de Ramón Eder es que suele apuntar lances metafóricos sobre el género aforístico, así como sobre la literatura y los libros, con mucha gracia y agudeza, mediante un juego de palabras sencillas y persuasivas, más preocupadas de ser entretenidas que sublimes, como dejan ver estas breverías suyas: “Leer aforismos enseñan a dudar”; El aforismo clarividente es un aforismos para siempre”; “Las mentiras de la literatura pueden decir la verdad de la vida”; “El aforismo que da que pensar provocando una sonrisa nunca es malo”. A Eder le gusta contemplar el mundo con amabilidad, desparpajo y humor. Sus libros llevan implícito la idea de habitarlo bajo la gramática que nos configura, en la que apenas reparamos, para adentrarnos en la magia y el misterio de lo cotidiano. Nos pone en contacto con los enigmas del vivir y nos anima a mirarlos de cerca, con desenfado.

En El libro de las frases transparentes está muy a la vista ese sentir, en cualquiera de sus manifestaciones, donde se puede constatar que sus aforismos son síntesis que brotan de la vida corriente y, al leerlos tan así, nos percatamos de la verdad honda que se deja ver en sus palabras, una verdad que no es una ocurrencia sobrevenida, ni que, en realidad, le pertenece solo al aforista: nos concierne a todos: “Sin los aforismos la vida sería un error porque sólo los aforismos pueden decir verdades como templos”; “El humor fue lo que nos hizo definitivamente humanos dándole la vuelta a lo terrible, consiguiendo que dijéramos sonriendo: «a pesar de todo, merece la pena vivir»”. En palabras de Aitor Francos, que prologa el libro, este es "el menos lírico, de desnudez casi atmosférica" de los que ha publicado Ramón Eder hasta ahora: "busca la claridad donde hay claridad y busca oscuridad donde hay oscuridad, así de sencillo".


Llegado a este punto, podemos resumir que, en toda esta cartografía de brevedades que parecen escrita fuera de la caverna de Platón, de aforismos terrenales a ras de suelo que aúpan el espíritu, que pulsan el sentido de la vida, encontramos, eso sí, al Eder fresco y lúcido de siempre, un autor que sigue la senda de escritores a los que cita, admira y vuelve a leer con entusiasmo renovado, como Oscar Wilde, La Rochefoucauld, Gómez Dávila, Renard o Lec, entre otros, para decirnos una y otra vez que la invención literaria, en cualquiera de sus géneros, se hace y deshace en el fondo de uno mismo de manera misteriosa, hasta que al fin cuaja en palabras, a modo de diario de pensamientos en el que nos reconocemos, porque, incluso, “dice lo que no se puede decir”.

lunes, 14 de julio de 2025

No hay existencia sin vértigo


Si la escritura es un puente, el río que pasa bajo ella no es más que la vida transferida por su autor, que interfiere en la nuestra con la historia que cuenta, con la revelación de sus palabras escogidas que nos conducen a encontrar un síntoma, un rastro, o un espejo al que, quizá, no hubiéramos pensado asomarnos para ver reflejada allí una verdad ominosa o recurrente que define la lógica secreta del mundo en el que, resignados, vivimos. No hay existencia sin vértigo. El vértigo, además, es la expresión de la contingencia de la vida. No se puede habitar el mundo sin esa experiencia, sin aceptar que nada es definitivo y que nada es seguro, sin considerar que nadie es dueño y señor de su existencia, de su soledad y de los fantasmas que provoca vivir en un vaivén inestable y disonante.

El nuevo libro de Miguel A. Zapata (Granada, 1974) es un impresionante relato de resiliencia y mirada al mundo, de laberintos y lazos con otros que a veces serán personas cercanas y a veces extrañas, bajo una gramática de existencia activa y contemplativa. Poética del eremita (Baile del Sol, 2025) es una novela en la que existir y persistir acaso sean sinónimos rigurosos, un testimonio del pensamiento y de las peripecias de la existencia de su protagonista, un hombre nada convencional que también pone en valor la vida como ejercicio ético y estético. Zapata asume el reto de imaginar gozosa y arduamente una narrativa liberadora y reflexiva para abordar la profundidad de redención de Don, un personaje poco común, que vive en una ermita abandonada, a pocos metros de un acantilado, apartado del mundanal ruido.

Don es un ser inquisitivo, que reflexiona sobre qué es lo que le gusta de la vida y de la gente, porque de lo contrario se arriesga a convertir su futuro en un erial, eliminando toda posibilidad de fructificar su apartada manera de vivir, consciente de que para alcanzar el futuro tiene que vivir el presente al margen del resto. Para él, todo lo propio usurpa el centro de una realidad habitada por la huella de lo ajeno. La libertad que entiende es un concepto del binomio propio-ajeno. Para Don, lo propio es sujeto, mientras que lo ajeno es objeto: “Don arriba y el resto del mundo abajo”. Sin embargo, qué perturbador es el deseo para este ser solitario, una especie de demonio que nunca duerme ni se está quieto. El deseo en Don es travieso, pero sin arrasar a sus ideales: “A Don le gusta pensar en lo que no fue pero podría haber sido”.

En ese yo circunscrito de la novela, a través de la voz narrativa desplegada en tercera persona por Zapata, encontramos la identidad de alguien que habita un escenario aislado, dispuesto a acceder a su auténtico yo, como proponía Descartes, buscando un tiempo de soledad radical e iniciando un viaje interior, con la idea de que ese viaje le sirva para acudir a sí mismo, a su ser más profundo. La vida reflejada aquí no es sino existencia y representación. Significa que Don es un ser fronterizo respecto a ambas posiciones y, por eso mismo, entiende la vida como conflicto y drama y, por lo tanto, le resulta imposible concebirla separándola de la herencia cultural y de las situaciones contingentes del mundo, del sentido del vivir y de sus relaciones con los demás. Don compagina su vida mística y eremita frecuentando trabajos artesanales, arriba, en la montaña, cuyos encargos le sirven de conexión con sus congéneres.

El aire pragmático del silencio fluye por cada uno de los treinta y seis capítulos de la novela, proporcionando un repertorio de verdades no dichas, pero que se insinúan y que acompañan al soplo lírico y filosófico de muchas de las reflexiones rompedoras que “Don el eremita”, “tasador de acantilados”, “casi poeta”, “fláneur de puertos y mares”, escruta y huele, solo o acompañado, con su propia imaginación y memoria, reivindicando ese gran anhelo universal por encontrar “la única vida que merece la pena pero no se nos permite vivir: la imposible”. Zapata da pie a que su novela fluya como un libro rizoma que va creciendo por la superficie del relato, tratando de poner palabras a lo inexpresable, a la sensación de extrañeza ante el mundo de alguien predispuesto a aceptar un renacimiento de la vida, poseído de una conciencia libre y asombrada ante la infinita complejidad de la existencia.

No pretende el autor encontrarse a sí mismo en su Poética del ermitaño, al menos en su totalidad, ni siquiera pretende ubicarse en el alma del lector, sino que lo que pretende es que el lector establezca una relación con las cosas que importan del mundo de Don, con la realidad que es lo que siempre está ahí. Por eso mismo, la médula de esta novela no es la argumentación, sino su estancia vital de búsqueda, para ir más allá de lo buscado. Diría que, más que de soledad y misantropía, este libro tiene que ver bastante con el reconocimiento de la compañía de los demás, desde el territorio íntimo donde se fragua lo que en verdad podemos hacer, lo que podemos ser, lo que deseamos y lo que no.


La vida reflejada aquí, entre el mar y la tierra, viene a ser esa referencia inasible del mundo que nos rodea, esa mirada que se engancha en todo lo que surge alrededor de quien la protagoniza, estableciendo un diálogo, silencioso muchas veces, pero en el que se traduce siempre el asombro y la lectura de lo que somos, de lo sabido, de lo aprendido, de lo insólito y de las respuestas no dadas. Miguel A. Zapata acierta en la forma, el foco y el sentido de lo narrado en esta historia, tan singular como existencialista, que se pregunta por el valor de la vida, una lectura que pone en alza su talento narrativo, así como también su defensa apasionada de todo lo efímero e inútil, y, al mismo tiempo, trascendente, todo aquello que tiene de épica la buena literatura.

martes, 8 de julio de 2025

Fragmentos, greguerías y pecios


Somos legión los que amamos lo breve por su naturaleza de principio, de pilar y de fundamento. Porque, en verdad, necesitamos entender lo complejo desde lo básico y escueto. Porque, a su vez, necesitamos certezas, que son más valores que teorías. Buscamos el pensamiento breve, pero profundo, por su capacidad de alumbrar y abrirnos los ojos y la mente ante tantas sombras, dudas e incertidumbres que nos rodean. La escritura que busca la concentración y la síntesis, la contención y la sobriedad es una buena fuente para picar la curiosidad del lector y alentarlo a completar lo no dicho. Los libros de apuntes, notas y pensamientos sueltos se prestan a ello, mejor que otros, además de concretar el lenguaje que el autor usa, y, sobre todo, a confirmar lo mucho que se parecen estos textos, hechos de palabras y silencios, a nuestras vidas.

En esta miscelánea literaria, el escritor y crítico literario Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970) se mueve como pez en el agua, con suma perspicacia y naturalidad. Los fragmentos reunidos aquí, bajo el título de En esta red sonora (Galaxia Gutenberg, 2025), es un compendio de notas, aforismos, haikus y apuntes, a modo de diario, que abarcan un período de tres décadas, que van desde 1995 hasta el presente, en el que vuelca una cosecha ferviente de apuntes, un destilado literario de recreación de la vida, dentro y fuera de la vida, bajo el pulso del momento sobre el papel, dejando que las palabras reflejen la singularidad de tener cosas que decir: “En esta red sonora puede verse como un ecosistema... La discontinuidad y la rotura, pues, son parte de sus señas de identidad”, señala el autor en el prólogo del libro.

Tomar este libro entre las manos significa aceptar un espacio poroso de lectura en lentitud, sin prisas, de lectura al paso y al encuentro de notas, pensamientos o refutaciones que muestran “la vida como altibajo” (me gusta mucho esta expresión), o lo que es lo mismo: “momentos abiertos, instantes sobre los que volveremos una y otra vez porque de algún modo sabemos que sus carpetas abiertas nos constituyen”. En toda escritura fragmentaria, el silencio es un rasgo esencial, conforma un hilo invisible, pero presente y fundamental, de lo que no se nombra, de lo que no está explícito en el texto, que activa el propio lector. En esta red sonora, sugerente título, se presta a que captemos esa pátina de silencio como percepción y deseo, pero también como experiencia de la memoria y del lenguaje. Este libro de Vicente Luis Mora está concebido como un archipiélago literario, una obra, en palabras suyas, “libre de inteligencia artificial, pero no de ficción”.

Las metáforas esparcidas a lo largo de todo el libro son abundantes, dando a entender que la vida cotidiana está impregnada de ellas, no solamente el lenguaje, sino también el pensamiento y la acción de vivir. Por estas páginas discurren como centellas. A veces, como chispas que irradian luz, “el tiempo justo para que el lector perciba el entorno por entero en ese fogonazo”. Encontramos un buen número de perlas metafóricas esparcidas entre los muchos aforismos del libro, como estas: “En literatura, la línea más corta entre dos puntos es la elíptica”; Los pedantes hablan en negrita”; “Los sueños de los políticos son urbanizables”; “La imaginación es una madriguera de imágenes”... En estas brevedades, Vicente Luis Mora encuentra un campo abierto, lleno de posibilidades por donde esparcir su poética de la vida por medio de la metáfora y el pensamiento incisivo.

Nada en este libro parece que pueda leerse de una sola manera. Incluso apuntes dispersos de lecturas y textos reseñados dan lugar a múltiples interpretaciones, tantas como puntos de vista existan sobre cualquier asunto, a merced de las exégesis de sus lectores. Me resulta igualmente valioso y entrañable cómo destaca el subrayado en los libros, esa suerte de diálogo sostenido y atento entre el lector presente y el autor ausente: “Los subrayados lo dicen todo de nosotros, desvelan nuestras obcecaciones latentes y nuestras inercias intelectuales o psicológicas más ocultas... Los subrayados son el verdadero autorretrato..., una confesión por escrito sin revisión ni repaso corrector”.

Los textos reunidos aquí, mayormente autobiográficos, se presentan a modo de un cuaderno de bitácoras y conforman, en gran medida, pese a su disposición fragmentaria e híbrida, la poética literaria y vital de su autor, trazos de palabras que responden a planteamientos de lo que importa de verdad al escritor: leer y escribir. Todo confluye a esta otra razón suya extensible a cualquiera de nosotros: “Mejor seguir haciendo cosas sin preguntarnos por qué las hacemos. No vaya a ser que la respuesta no nos guste”.


Digamos pues, que este libro heterogéneo se revela como un poso estimulante de memoria, observatorio y andanzas literarias. La escritura de Vicente Luis Mora, desde su poesía a la novela, desde sus aforismos al ensayo, obedece a una red de contingencias encadenadas, sin caer en el solipsismo, bien acompañada de un humor sutil atento a lo inesperado que salta a la vista. Cada uno de los libros suyos que he leído es original y exigente, a su manera. Este no lo es menos, un disfrute de lectura que te te deja mirar desde las muchas ventanas abiertas que te ofrece.

martes, 1 de julio de 2025

Ortega revisitado


“La vida de un pensador, su circunstancia, siempre incide en su filosofía. Pero en el caso de José Ortega y Gasset, que hace de la vida una categoría filosófica, la biografía resulta un elemento esencial de su obra. Toda vida es un enigma tanto para el que la vive como para el que la cuenta. Ese relato, como veremos, es un aspecto fundamental de la razón histórica, que es al mismo tiempo narrativa y vital. La vida de cada cual es un drama o una novela. Debe entenderse desde lo narrativo, pero incluye lo biológico. [...] Ortega, como veremos, cree en la razón, dado que es un instrumento esencial para orientarse en la vida, pero descree del racionalismo, es decir, de la idea cartesiana de que el orden del pensamiento coincide con el orden de lo real”.

Con esta declaración de intenciones, intuitiva y perspicaz, arranca el libro que el escritor, astrofísico y doctor en filosofía, Juan Arnau (Valencia, 1958), dedica a la figura de un Ortega inédito, destacado como un clásico e intelectual valiente, irritable, transgresor y jovial, de amplio bagaje cultural. Se trata de un relato apasionante que tiene por objeto vincular también su pensamiento con el concepto budista de la conciencia, del dharma, referido a la conducta correcta, el deber, la ley, como principios éticos y morales para alcanzar la paz interior y el bienestar individual. Ortega contra el racionalismo (Espasa, 2025) es una obra reveladora que nos invita, además, a repensar cómo entendemos la vida y sus múltiples versiones. Y antes de que nadie se pregunte por qué un nuevo libro sobre Ortega y Gasset puede despertar la curiosidad del lector de ahora, Arnau anticipa en el prólogo que el motivo es bien sencillo: “La razón es un aspecto fundamental de la condición humana, pero no algo que se posee, sino hacia lo que se va”.

Le importa al autor dar cuenta al lector del don de penetración que hacía gala Ortega para transmitir su pensamiento y su “capacidad de descubrir lo íntimo en lo superficial, lo tácito en lo aparente”. Viene a decirnos que ser orteguiano hoy en día o no significa nada o es lo que somos todos de alguna manera: partidarios de la racionalidad crítica, de la ética de la convicción y, especialmente, de la disidencia, de la imaginación como condición del pensamiento. En este libro, bien estructurado en su concepción, encontramos el rastro de la modernidad de Ortega, su sentido de entender lo real, que para él no es lo que se ve, se oye o se palpa, sino, sobre todo, lo que se piensa. Porque, a su entender, lo visto, oído o palpado es sólo apariencia. Ortega es certero en la metáfora, subraya Arnau. La metáfora, para él, es una herramienta indispensable de la filosofía, incluso del pensamiento científico. Mediante la metáfora se siente partícipe de manejar las abstracciones más insensibles y opacas.

Hace hincapié Juan Arnau en la consideración de que “la filosofía no puede desdeñar la metáfora, pues esta es la que hace avanzar al conocimiento”. Ortega, nos dice, “es un maestro en encontrar las más luminosas”. Pero si hay algo más distintivo de su argumentación, hay que destacar el sentido de perspectiva que Ortega mantiene siempre en sus planteamientos: “La verdad se da siempre bajo una perspectiva. Y aunque las perspectivas son múltiples, la verdad es una”. Arnau subraya que esa es una premisa irrenunciable de Ortega. Por eso mismo, escribe más adelante, que toda su obra, de principio a fin, está atravesada por ese enfoque extensivo y cósmico en el que “cada vida es un punto de vista sobre el universo”.

En cada uno de sus capítulos, el lector se encuentra con reflexiones, perspectivas y ángulos que insinúan y desvelan lo que comprendemos y por ende integramos a nuestra razón vital. Un continuo discurrir para darnos a entender la verdad no dicha de que todo cobra sentido desde que uno mismo se para a pensar, mientras lee el libro, en cómo el autor de Las meditaciones del Quijote, El tema de nuestro tiempo y Sobre la razón vital, no ha dejado de pensar y de tener en cuenta en que vivir es algo exigente que añadir al ser de cada uno y, por consiguiente, cualquier cosa que hagamos debe tener en cuenta estos dos factores: “el yo (espíritu) y la circunstancia (cuerpo, alma, época, lugar, cultura)”. Se puede, por tanto, como hizo Ortega, renunciar al racionalismo sin renunciar a la razón, escribe Arnau. “De hecho, es lo más razonable”, concluye.


Por todo ello, y por bastante más, Ortega contra el racionalismo es un ensayo de lectura provechosa, un libro bien armado de argumentos, que nos conduce a encontrarnos con el talento de un pensador extraordinario capaz de hacernos sintonizar con sus puntos de vista. Aunque es bien cierto que Ortega no necesita causas eficientes externas para tal fin, sin embargo, este texto breve y jugoso de Juan Arnau, expositivamente claro, escrito con sencillez y destreza, nos adentra con sumo gusto a ese mundo de las ideas de Ortega, valiéndose de las propias armas que el filósofo madrileño nos legó: la razón crítica, el coraje, la pasión y el sentido de la vida. Formidable.

lunes, 23 de junio de 2025

Días y esquirlas


Me gustan las tramas sencillas. Y en eso mismo me fijo cuando me acerco a un poema. Quiero entender que fácil o difícil no son adjetivos que califiquen apropiadamente a un poema. De igual manera, diría también que no es verdad que la poesía sea pura emoción, porque la emoción sin pensamiento me resultaría vacía. Por eso mismo, creo que, al lector de poesía, en general, le importa que la expresión verbal de lo leído no suplante a la experiencia, al mismo tiempo que asuma que nada existe en el poema fuera del lenguaje. El poeta, al fin y al cabo, escribe, no para decir lo que siente o piensa sobre algo, sino para que lleguemos a saber lo que nos quiere decir, que no es otra cosa que para escuchar el silencio, para darlo a escuchar.

La poesía tiene que ver con el pálpito de las palabras, con el movimiento que suscitan y sus significados. En esos encajes entre palabras y estados de ánimo, la poesía sustenta su sentido, y sucede cuando se tocan las vidas de quien la escribe y de quien la lee. Y es ahí, en ese conjuro literario, donde destacan las confluencias de Sanatorio (Renacimiento, 2025), el nuevo poemario de Francisco Javier Guerrero (Córdoba, 1976), un libro que percute en el dolor y su experiencia, en el que lo real se revela como verdad falible, sin más prerrogativas que el desacato y la resistencia, tratando de decir lo que dice sin decirlo y de no decir diciéndolo, bajo la entonación y el aliento de este verso memorable de Dante Alighieri, citado al inicio del libro: «Quien sabe de dolor, todo lo sabe».

Sanatorio despliega 35 piezas, cada una de ellas nominada con un título, por donde transcurren reflexiones, esquirlas y reflejos de la realidad que importa, de la que explora la cercanía y lo indecible de la enfermedad y el dolor que todo lo arremete. Con ellas el poeta sacude al lector con razones y palabras que andan a ras de la lucha del vivir, para incitarnos a pensar en sus golpes, a la lectura de sus contratiempos que zarandean, una y otra vez, nuestra fragilidad. En ese edificio de letras y espacio místico, como así lo nombra Guerrero, nos adentramos en su atlas efímero, capaz de desmontar los escenarios de la certidumbre: Con todos sus temores, sus presagios. / Sus posibilidades. / Se parece a la vida. / O a la inseguridad de quien espera. Pero también, si es preciso, añadiendo algún vislumbre más cuando se trata de exaltar la soledad y el silencio: Ese silencio es todo / lo que hay entre una flecha y el centro de la diana.

El libro avanza por estos derroteros, en un testimonio confesional y explícito, como el de estar en un diván, dispuesto a hacer hablar al poema y que su verdad nos traspase. Si Sanatorio es un universo aparte en el que cada paciente busca su órbita de cura, esa experiencia le vale al poeta, sobre todo, de pulsión interior, de toma de conciencia, de saber que nada vivo es inmune al paso del tiempo y a su estropicio. Es a través de esa indagación física por donde transita Guerrero en lo que somos, pero más aún en ese tic tac o pulso que nos impele a seguir vivos, a encontrarse uno mismo en lo ajeno, mejor aún, entendiendo que lo ajeno nos es propio, como señalan estos otros versos suyos: El cuerpo es un poema / sobre el que se consuman sacrificios. / Puede que la verdad esté en las cicatrices. / Son huellas que no mienten.

Sanatorio es un libro intenso y contenido, curtido de personalidad y de temperamento, de un estado de ánimo lacerado, de agallas y arrojo, un canto en sí mismo, una reflexión desde el dolor, así como una visión interior de las anomalías del cuerpo, una pesadumbre que obliga al lector a asentir por esa fuerza arrolladora de verdad que transmite, desde esa cosmogonía implacable que emerge del sentir de un poeta poseído por una humanidad admirable frente al precipicio al que le va empujando la enfermedad. Su poesía se conjuga con vislumbres de verdad y aliento, a pesar del temporal azotado por la incertidumbre de una curación que se demora. La vida es un combate permanente, un eterno retorno, como así se titula uno de sus poemas que acaba con estos versos tan esperanzadores: Renacer cada lunes como si cada instante, / como si cada sol me partiera los ojos. / Para escuchar la luz. / Y comenzar de nuevo.

Guerrero se arroba, con un estilo sereno y punzante, en un canto a la vida, al amor a la vida, desde esa suerte incierta de acometer un trance doloroso sobrevenido, y mostrarlo con una solvencia moral implícita, sin fingimientos ni ataduras. El lector, siempre ávido de respuestas para alcanzar el asombro, se conmueve cuando está delante de un texto poético, tan sobrio y lleno de verdad como este, capaz de unir una palabra a otra sin estridencia, para después encauzarlas en una secuencia emotiva que germine en el corazón de quien se preste a su lectura, o que logre describir de un modo preciso lo que sucede en el devenir del poema hasta alcanzarnos plenamente. Que no depende solo del acierto del poeta, sino que especialmente nos alcanza por cómo se ha resuelto el poema.


Estos poemas logran una síntesis, un estilo, que sí le es propio al imaginario concebido por el poeta. Cada poema, por breve que sea, abre un diálogo con el lector, nos convierte en confidentes de su verdad, de su razón estética o revelación dada. Francisco Javier Guerrero lo hace con el fulgor de la sencillez que le muestra lo cotidiano, de lo inesperado que transcurre a la vista de todos. Y es desde esa mirada, nada esquiva al sufrimiento, donde encontramos la génesis y el misterio de sus poemas, en su lenguaje, tono y cadencia, tanto como en sus motivos. Un libro extraordinario, que cala hasta llegar a lo más hondo.

domingo, 15 de junio de 2025

Mecánica aforística


Somos cada día un número creciente de lectores que sentimos un amor inmenso por el milagro mínimo que representa el aforismo como género persuasivo y conmovedor de miniaturas escritas, cargadas de máxima intensidad, en las que cada palabra tiene su sitio y su peso. Aunque los aforismos son escuetos por definición, reducidos a su mínima expresión, sin embargo, su sintaxis reducida nos atrapa por esa fuerza semántica con la que se intenta representar. De ahí que los mejores aforismos admitan infinidad de interpretaciones. De hecho, el sentido máximo de un aforismo puede provocar en el lector una explosión de significados. Y expongo todo esto porque la mayoría de los aforismos que me interesan no son verdades comúnmente aceptadas, sino enigmáticas afirmaciones que, incluso, burlan cualquier convención establecida.

Es por este sendero por donde mejor transita la mecánica aforística de Carmen Canet, por esos enunciados breves y concisos formulados con agudeza y gracia, jugando con lo omitido, para dar pie a que el lector también participe de sus confluencias. En el libro que ahora acaba de publicar, bajo el sugerente título de Telegramas (Alto Aire, 2025), la escritora almeriense, una de las escritoras más prolijas en este quehacer literario, reúne cuatrocientos aforismos en los que también hay lugar para dar respuestas y aproximarnos a entender la naturaleza, el sentido y el valor que posee esta forma expresiva tan versátil. Así afirma la autora sobre cómo plasma su proceso de creación: “Los cuadernos de los aforistas son diarios de ideas que ocurren y se les ocurren, luego discurren”. Y también dice: “Los aforismos suelen ser retratos sociales. Espejos en donde te reconoces”. Le importa subrayar también que estas formas breves no son amigas de la divagación, de la palabrería o del desvío: “El aforismo es el arte de exprimir la palabra, comprimiendo el pensamiento”.

En este hábitat aforístico que le viene de lejos, Carmen Canet acuña en sus publicaciones una variada formulación verbal que le sirve de portal y de título al inventario de sus aforismos. Así ocurre en Malabarismos (2016), un muestrario entre idas y vueltas de frases e ideas jugándose el tipo, o en Monodosis (2022), otro interesante libro en el que aglutina brevedades recurrentes de la vida cotidiana sin perder el latido de su concisión y trascendencia. En Telegramas, su nueva apuesta, viene a resaltar lo que para ella es escribir aforismos, como si se tratara de telegrafiar cosas que todo el mundo sabe pero que no sabe que sabe. Y para muestra este botón: “Es importante tener una hoja de servicios en la vida. Y, también, de ruta”. O este otro, que a mí tanto me complace: “La lectura es la amante cómplice de nuestra soledad”.

A Canet le importa recorrer los senderos de sus creaciones aforísticas puliendo ideas que vienen, a veces de antaño o de tiempos más actuales, apartándose de cualquier solemnidad o convención moral. Le seduce alejarse de la rectitud y el tronío de la sentencia rígida para virar hacia la orilla de las paradojas de la vida. Le importa sacarle jugo a la vida a través de un yo bienhumorado y poroso, que reflexione apartándose de la crispación reinante, próximo a las diferentes estancias de la vida, destilando miradas agudas salpimentadas de elegancia, pero impregnadas con aire realista, y que haga mella en el presente. Vayan estas muestras elocuentes: “La escritura es la nevera de los recuerdos. Y la memoria, el congelador”; “Las personas que siguen aprendiendo de la vida son siempre el mejor alumnado”; “Los que beben mucho, malo. Los que no beben nada, malo”.

Yo agregaría, además, que su juego al escribir aforismos parece divertido, pero lo cierto es que escribir un buen libro de aforismos no es una tarea nada fácil. Hay que aprender sus reglas y saber infringirlas. Escribir, viene a decirnos Carmen Canet, es una aventura exigente y lúcida, como todo lo que está abocado a persistir en el mundo, para escuchar el silencio, para darlo a conocer, porque “Los aforistas y los aforismos somos esos militantes de la vida”. Y es por ahí, por ese hilo, por donde ella teje e hilvana sus destellos de ser capaz de refundir ideas, paradojas y vislumbres sobre verdades apremiantes o reticentes con las que desplegar su síntesis indagatoria, sin tener que dejar al lado el humor. Aquí van algunos ejemplos: “Cada vez hay más libros que son crimen y castigo”; “Hay sujetos que no merecen tener ni predicados”; “Se subordinaba a la vida, aunque le habían aconsejado que mejor se coordinara”.

Los aforismos de Carmen Canet poseen el ingrediente de la levedad y de la frescura, unas características muy suyas de largo recorrido por este género, que cultiva desde hace una década. Los aquí reunidos, además, ofrecen al lector una amplia variedad de perspectivas. Invitan a ser leídos con la cabeza y el corazón. Describen desde diferentes ángulos y alturas la vida cotidiana e impelen al lector a una constante perplejidad de la realidad multiplicada con miradas que se entrecruzan. Le gustan tomar atajos y, sobre todo, condensar una manera de entender la vida y la literatura, y viceversa, ya sea mediante una frase suelta, la evocación intuitiva o el asomo reflexivo propiamente dicho, y con mucho desparpajo, sin preocuparse por alcanzar la frase feliz.


Como decía el viejo Schopenhauer: «Cuando un pensamiento acertado surge en el cerebro, tiende a la claridad, y pronto la alcanzará, porque lo que ha sido pensado claramente encuentra con facilidad su expresión adecuada». Así aborda Carmen Canet sus Telegramas, que no son advertencias ni alarmas, sino aforismos que discurren con claridad, gracia y talento para darnos motivos para pensar en lo escrito y, de paso, sacarnos media sonrisa.

martes, 10 de junio de 2025

Una elegía inevitable


“Por primera vez desde hace años escribo a mano. He descubierto que solo así puedo escribir sobre mi padre. Empecé mientras estaba junto a su cama, mientras le daba las pastillas, le cambiaba los parches con el analgésico que debía penetrar a través de su piel y le preguntaba por su infancia. Transformaba el final en palabras para que fuera soportable, quería recordarlo todo porque no tengo memoria de elefante, no tengo su memoria socrática que no necesitaba de papel y lápiz...”

Entre estas líneas que conforman el inicio del epílogo y estas otras que le preceden en el arranque del libro: “Cualquier historia, hasta la que ha ocurrido y es personal, cuando pasa a través del lenguaje, cuando se resiste de palabras, deja de pertenecernos, ya forma parte tanto del ámbito de lo real como del de la ficción”, discurre El jardinero y la muerte (Impedimenta, 2025), una estupenda edición bajo la exquisita traducción de María Vútova. El novelista y poeta Gueorgui Gospodínov (1968, Yambol, Bulgaria) define a este nuevo libro suyo como una novela-jardín, porque surge para mitigar la pérdida de su padre, un hombre duro y de buena condición humana, criado en una cultura no muy ducha en verbalizar los afectos, pero sí predispuesto a mostrar el amor por su familia a través del jardín que cultivaba con primor y entrega. Esta devoción botánica de su progenitor viene a enaltecer esa cualidad propia y natural de las plantas: “saber morir con belleza sin morir en realidad”.

Gospodínov, autor de imaginación portentosa, del que ya leímos sus fascinantes novelas, Novela natural (1999), Física de la tristeza (2011) y Las Tempestálidas (2020), vuelve ahora para acercarnos a ese héroe familiar de su infancia, su padre. Escribe El jardinero y la muerte tras su fallecimiento, casi por impulso, como exigencia del duelo. Para él esta escritura se convierte en una manera de delimitar el dolor hasta convertirlo en un relato personal con la idea de aminorar el daño de la pérdida, ampliar la propia experiencia y reflexionar sobre cómo sobrellevamos la muerte. En sus costuras, es un libro que intenta desentrañar si somos capaces de entender el papel de nuestros padres y si una vez que creemos entenderlos somos capaces de seguir queriéndolos. Podríamos decir que este libro no parece surgir de una planificación preconcebida, más bien da pie a pensar que es un libro de urgencia, impulsado por el síntoma irreductible del dolor, pero concebido como la anestesia que nos proporciona la conversación íntima con un ser querido.

“Mi padre era jardinero. Ahora es jardín”. Parece un mantra que Gospodínov arranca y evoca, consciente de que la muerte permea la vida, y que morir lleva su tiempo, lo mismo que el dolor y el duelo. Se pregunta por saber dónde empieza el final de una vida para pasar de inmediato al trance de los últimos días de su padre, obligándole a abordar su deterioro, con el alma puesta en resaltar los momentos gratificantes de compartir su sonrisa, una tregua de su dolor o algún recuerdo emotivo que los une. Por eso, desde el principio, deja dicho que lo que le impele a escribir este libro va marcado por el propio sentido narrativo de escribir una historia, la de su padre y la de él mismo: “Para abrir otro pasillo paralelo donde el mundo y todos los que lo habitan estén en su sitio, para desviar la narración hacia la otra hilera cuando la cosa se ponga peligrosa y la muerte se desborde, como el jardinero desvía el agua hacia la siguiente hilera de la huerta”.

En ese deambular narrativo, confía en su creencia de que la literatura es un extraordinario cauce que permite una intimidad que no nos atreveríamos a expresarla expontáneamente. La literatura, según él, sacude, nos da valor, coraje y ánimo para todo lo que ha quedado sin decir. Gospodínov elige muy bien qué contar, dónde poner el foco, las escenas más pequeñas y los detalles minúsculos de cada una de ellos, que describe siempre desde el tamiz de su memoria, sin dejar de preguntarse: “¿De qué hablamos cuando hablamos de la muerte? De la vida, por supuesto, en toda su fascinante fugacidad.” Como suele ocurrir con todo lo fragmentario, y este libro lo es por cómo está concebido formalmente, con capítulos muy breves, este texto está atravesado por el misterio de la muerte, pero a través de su espejo en la vida, el verdadero lugar donde percatarse más del poder de los hechos que de las convicciones.

Este libro, además, posee la particularidad de haber sido concebido desde la cama del hospital en la que el padre del autor agonizaba. Su tono, fuera de toda aspereza, alcanza una altura poética bien dispuesta, y se combina con el mucho oficio de fabulador de quien la escribe, para dejar paso a una elegía inevitable por la que transita la muerte, sí, pero mucho mucho más la vida y las historias de quienes la hacen posible. Insiste Gospodínov en que “la muerte es también un problema lingüístico”. Y para ello se detiene en la palabra “murió”, tan breve y contundente: “Está esa r del último estertor y la o que cierra el círculo de la vida. Una o como un cero absoluto, y para rematar, la tilde, el último clavo que no deja lugar a la esperanza”.

Nadie discute ya que Gospodínov es un autor consagrado y sobresaliente del panorama actual de las letras europeas. Este libro, más íntimo y personal que sus obras anteriores, sigue la estela de ese estilo magistral suyo al que nos tiene acostumbrados. Sus páginas nos acercan a escenas que hablan del dolor, de la muerte, de la infancia, de las relaciones, especialmente, de su padre con él y su manera de concebir el mundo. Pero también nos habla de la relación de la muerte en la literatura, bajo el prisma personalísimo suyo, para acabar narrando un conmovedor relato de la muerte como parte inherente de la vida y como parte del relato de ella misma.


Diría, para acabar, que El jardinero y la muerte es un libro hermoso y conmovedor sobre el dolor y el duelo, pero, a su vez, una novela que se pregunta por el valor de la vida, sin olvidarse que de entre todas las necesidades que tiene el ser humano, no hay ninguna más vital y fértil para la literatura que la memoria desnuda que alumbra y enseña a leer la vida. Una novela, como el mundo, es una forma viva, y en su forma, como ocurre en esta del autor búlgaro, reside su particular realidad, el drama viviente del yo y, también, del ser perecedero que encarnamos, el mismo que es capaz de narrar y valorar a su semejante porque es igualmente perecedero: “La tristeza viene después...”

viernes, 30 de mayo de 2025

Memoria portátil


“La familia es el territorio de la memoria. Memoria de sí misma y del mundo que la contiene. Memoria en construcción y no siempre fiable, donde el amor y el conflicto confluyen. Dejarla totalmente de lado no es posible, vuelve en los sueños y en las pesadillas. Nos proporciona los primeros rudimentos para descifrar la realidad, nos forma y deforma, y, a poco que la escrituremos, nos confronta con el principal problema de la condición humana: ¿somos realmente libres para trazar nuestro destino?”

Con este arranque reflexivo, Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) nos perfila el conjuro literario que motiva la escritura de Los ilusionistas (Anagrama, 2025), resquicios de emociones y huellas de una experiencia que conforman los tatuajes y entresijos de su familia materna. A este breve y revelador preámbulo del libro le precede una cita de Georges Perec que descorre el poderoso empeño y la necesidad que lleva consigo el autor para hablarnos de su núcleo materno: «Escribo porque ellos han dejado en mí su marca indeleble y porque su rastro es la escritura». Bajo este mapa único y, a la vez, de brújula, nos invita a un viaje familiar del presente al pasado, y viceversa, convirtiéndonos en testigo excepcional de un ejercicio de indagación y, cómo no, de autoconocimiento y objeciones, paradojas de la que ninguna familia está exenta.

Le importa apuntar que la familia conforma los primeros argumentos para descifrar la realidad que nos rodea, y es que en gran parte allí surge nuestra primera concepción del mundo. Toda esta pulsión familiar del libro nos llega, tanto por las palabras, como por las voces y silencios de sus protagonistas. Pero antes que nada, Marcos Giralt subraya que, en Los ilusionistas, todos sus protagonistas están ahí con sus razones y discordias, y la presencia de cada uno refleja algún resquemor y desconfianza hacia el otro: “Esta es, sin embargo, una historia en la que lo histórico, pese a condicionar su devenir, aparece solo tangencialmente. Es una historia de interiores y de supervivencia”. El libro, por otra parte, escrito en la línea de un inventario de vida familiar, encuentra un estilo afín a Tiempos de vida (2010), un libro íntimo y conmovedor sobre su padre, pero, en esta ocasión, más maduro y con una mirada más distante, a la vez que implicada.

Todo lo que sustenta Los ilusionistas son recuerdos vividos, de cartas leídas, de conversaciones y trayectorias personales, que se van conformando en primera persona. Incluso aquellos recuerdos que el narrador se formula involuntariamente, como diría Proust, sacando por el hilo la semejanza de un instante o de un episodio que pone cuño de autenticidad a lo que está sucediendo en ese momento de la narración. Además, con ese impulso de volver a los personajes y a las cosas que pasaron, con una dosificación cómplice de la memoria de unas y la estela de otras. De siempre se ha dicho que en todas las familias hay algún componente raro o excéntrico en su seno. Aquí, el ejemplo más notorio lo ostenta su tío Gonzalo Torrent Malvido, autor de Torrente Ballestero, mi padre (1990), un personaje de trayectoria extravagante y errática, entre la escritura y la bohemia, no exenta de sablazos y granujería.

Sus vidas, ya todos muertos excepto su madre, transcurrieron en una singular y continuada tensión existencial entre la realidad y el pálpito distinguido de pertenecer a una esfera de predominio estético y burgués, con cierto aire de casta distinguida en la que todos vierten, polarizan y versionan su ilusión de vivir. Los ilusionistas pone su foco en el oficio de vivir de cada uno de sus personajes, en la realidad que trastoca y, a la vez, sacude lo inesperado. El libro va despojando su tránsito narrativo en ocho capítulos. En cada uno de ellos, el autor establece, uno tras otro, la radiografía de un miembro de la saga, sin olvidarse de su abuela Josefina Malvido y de su abuelo Gonzalo Torrente Ballester, con la particularidad de que, en ningún momento aparece mencionado el autor de La saga/fuga de J.B. Refleja su sentir de cómo recibimos historias heredadas que nuestra memoria transforma y las incorpora al devenir de la propia vida, para decirnos que “más importante que los hechos son los mitos que nos forman”.

¿Qué papel representan los viejos relatos familiares en las propias decisiones? Tal vez sea esta una de las preguntas claves que ronda con mayor resonancia en toda la novela, un relato generacional por donde discurren las distintas formas de afrontar una historia compartida de resquicios, ausencias, renuncias, anhelos y ensoñaciones. A Marcos Giralt, en principio, le rondaba por la cabeza lo que este relato iba a ser: “la historia de una familia, lo que pudo ser y no fue y lo que se perdió. Pero también iba a ser una historia de redención, con vencedores y vencidos, donde restauraría el relato que los vencedores habían ocultado”. Pero él pertenecía a la parte de los vencidos y le correspondía poner en orden los sesgos del relato, tratando de evitar cualquier maniqueísmo lacerante, hasta llegar al convencimiento de encajar en dicho relato lo que su madre sabiamente le confiesa al final del libro: “Somos lo que somos, da igual por qué caminos hayamos llegado a serlo”. Aquí encontramos ternura, gratitud y amor, pero las sombras y los reflejos de las vidas que transitan por sus páginas son más intensas que los hechos, al igual que las ausencias, que ocupan más espacio que las presencias.


Este libro es una estupenda incursión autobiográfica que postula que no hay verdades absolutas en el seno familiar, pero que sí hay muchas otras que nos dejan al descubierto. Marcos Giralt firma un libro hondo y honesto, de prosa ágil y tono reflexivo, desde su propia memoria portátil, desde lo que ha visto, desde lo que ha escuchado, leído y vivido, para llevarnos a una jugosa andanza narrativa por el vínculo familiar, ese que, aparentemente, nunca o casi nunca desaparece de nuestras vidas.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Mapa de obsesiones


En cierta ocasión dijo Juan José Millás (Valencia, 1946) que cuando escribe una novela vive, de alguna manera, en una situación de rapto por enamoramiento, en el sentido de que todo cuanto sucede conduce al ser amado. Esto es, que todo lo que él oye, lo que habla, lo que hace y lo que piensa mientras escribe una novela le conduce a la novela. Ese menester, por otro lado, nos dice que viene impregnado de una sensibilidad necesaria e intensa para descifrar la realidad que vivimos. Sin duda, la sensibilidad es lo que importa en la literatura, en la escritura y yo diría que, también, en la lectura. Porque sentidos tenemos todo el mundo. Pero capacidad para captar la realidad, reinterpretarla y convertirla en literatura es harina de otro costal. El escritor procura no ver la realidad evidente, sino que se esmera en poner a nuestro alcance la otra realidad de su mirada para engatusarnos, para ver otras cosas que están ahí delante y percuten en su imaginario, pendientes de darse a conocer y sorprendernos.

Se podría afirmar que un escritor es alguien que contempla su propia vida desde cierta distancia, aunque, en el caso de Millás, su objetivo es, más bien, cortar distancia sin tener que huir del propio mundo, mediante la invención de otro mundo propio, sin tener que pensar en un lector distinto a él mismo. En sus novelas, el lector asiste a presenciar una performance en la que las cosas raras parecen normales, y las normales resultan raras. “¿Una novela es como un mapa?”, le pregunta la protagonista de su novela La mujer loca (2014) a su interlocutor. “Sí y no”, le responde. “Por un lado es un territorio autónomo, pero por otro es una representación. En lo que tiene de representación, la novela tiene también algo de mapa”. Sabemos por la lectura de sus libros que, en su imaginario, la identidad, el desdoblamiento de la realidad y el extrañamiento de las cosas tienen dos existencias simultáneas: la que se muestra a la vista y otra más recóndita. Lo que le importa es desentrañar la segunda, una característica, o, mejor dicho, una obsesión incisiva muy presente en su obra.

En su nuevo libro, estas acotaciones narrativas de contemplar la realidad cotidiana con la extrañeza de lo invisible continúa. Ese imbécil va a escribir una novela (Alfaguara, 2025) es una historia que cuenta las andanzas de un escritor y periodista llamado Juan José Millás a quien su redactora jefe del diario en el que trabaja le acaba de asignar que escriba un reportaje sobre lo que se le antoje. El desafío inquietante que se le presenta le produce al personaje, también llamado Juan José Millás, cierta desazón, y se convierte en una trama repleta de entresijos que no se sabe hacia donde se encaminará. Durante el transcurso del relato, las conexiones reflexivas del narrador, del personaje y del autor irán conformando un devenir de extrañezas y miradas que van dando vueltas en círculos, sin un plan preestablecido, propiciando un continuo vaivén entre lo ficticio y las realidades paralelas que se interponen entre ellos mismos en busca de ese reportaje incierto, objeto de encargo.

Por aquí asoma lo misterioso de su narrativa, entremezclado con evocaciones de otras obras suyas, bajo esa escritura precisa y veloz tan característica de su literatura, que revela el misterio de su mirada inimitable, entre realista y onírica, donde se mezclan el humor y la ironía. Por estos pasadizos y meandros transcurre el hilo del relato, por rendijas por las que se asoma el personaje, tan ocurrente y campechano, frente a la fabulación, manejando la realidad como si de ficción se tratara. Quien habla aquí, quien actúa y quien firma es un Millás triplicado, convertido en personaje, narrador y autor, capaz de trasponerse ingeniosamente con gracia y desparpajo. Tiene la habilidad de pasar de cirujano a prestidigitador del lenguaje, a base de juntar palabras para contar historias colaterales de su vida cotidiana. No hay nada más recurrente para él que escribir una historia y despojar a la realidad de sus vestidos corrientes, las palabras, para conectarlas con otras aspiraciones y significados.

Sabe que en el reportaje los materiales vienen de fuera, al contrario de los materiales de la novela que, según él, vienen de dentro. Por eso mismo, sostiene que no es necesario que la construcción de una novela tenga que estar representada en un plano, como un edificio, sino que “una novela se comienza de cualquier forma, a veces por el techo, igual que un sistema filosófico”. Le gusta trascender, además, que el lenguaje no está en nuestra mano, sino nosotros en la suya y nos usa para apretar o aflojar los tornillos de la realidad, como dejó dicho en la citada novela La mujer loca. La ficción, a su entender, aguanta más que la realidad. Y por ello es por lo que lo ficticio y lo real se convierten en su literatura en un fingimiento de verdades paralelas o imaginadas.


En Ese imbécil va a escribir una novela entramos en el terreno de la experiencia de la fabulación que tantas veces le ocurre al yo que Millás lleva dentro y fuera que no para de reinventarse. Como suele ocurrir en sus novelas, el lector asiste a una narrativa de provocación deliberada, de ponerle en un brete, en la tarea de dilucidar sobre lo que hay de verdadero y de fingido en su creación artística, todo un desafío. Pero en esta, además, hay una vuelta de tuerca más, un giro en su mapa de obsesiones que transita entre la búsqueda de un extraño reportaje y una singular novela que nos conduce al disfrute de un nuevo brote de su universo literario aún activo, ávido, curioso e inquieto donde encontrar intenciones más profundas de desentrañar la realidad.