martes, 25 de noviembre de 2025

Digerir el mundo


El primer elemento con el que se encuentra un lector cuando empieza un poemario es la voz de quien habla, susurra o canta entre verso y verso. Esta voz nos va a acompañar desde el primer poema hasta el último que cierra el libro, y nosotros, los lectores, debemos reconocerla y creer en ella. Como mínimo, debería hacernos sentir algo que nos permita labrarnos una opinión concreta sobre su idiosincrasia y mundo simbólico. Son sus palabras, su ritmo y disposición las que nos van a aportar, de inmediato, detalles, imágenes y emociones sobre su creación poética; todo al unísono, bajo un conjuro, tal como ocurre cuando paseamos por la calle y alguien se pone de repente a contar batallitas de estados emocionales en una esquina.

Es fácil quedarse atrapado por la voz poética de Marina Tapia (Valparaíso, Chile, 1975) de lo que evoca y vislumbra en sus versos sobre sus recuerdos de infancia, lugares habitados e identidad femenina. Todo ese mundo suyo de emociones y vivencias airean con sencillez y naturalidad una conciencia ética. Su poesía emerge desde la tensión experimentada, vista y sentida al propio tiempo que el poema inicia su viaje o descubrimiento: /Busco la voz que escale a lo callado/, dice la poeta en Cantaora, uno de los ciento cincuenta y cuatro poemas reunidos en Mixtura (Averso, 2025). Esta antología personal, editada con primor y mucho gusto, aparece como una vista panorámica de la trayectoria poética de Marina desde 2013 hasta 2024, un recuento de su trabajo creativo en el que despunta la naturaleza, el erotismo, el amor y el vínculo errante de vivir y estar en el mundo.

Mixtura es una antología que pone al lector frente a una exposición de poemas en el que el yo lírico se deja ver en el tiempo, desde su estado de entusiasmo e inspiración, hasta de éxtasis y fervor por la naturaleza. Esa actitud de asombro y señuelo ante la naturaleza está muy presente: /El bosque siempre guarda habitaciones/, sostiene el verso final de Salvaje; /He encontrado mi voz / en el murmullo amplio y colectivo / del río, del sendero / hacia los bosques./, confiesa en otro poema. En Marina, la poesía está totalmente despojada de retórica, y la metáfora nunca impide ver la vida, antes bien, se pone a su disposición.: Yo vine para esto, / para regocijarme en el avance, / para encontrar mi voz de nervadura, / para llegar un día / al lecho de la tierra que transforma.

No me olvido en resaltar la condición e identidad femenina que conforma el modo de vida propio de la poeta, así como su fascinante juego intelectual y erótico por el que transita con destreza lo dicho y lo callado de su poesía. En El relámpago en la habitación, quizá el poemario más espiritual, erótico y sensual de su producción, encontramos versos y cantos propicios que van no solo más allá de su significado aparente de realidad íntima, sino de realidad trascendida: Escucha, / la lujuria / es santa, / no te pierdas / el goce de saberte un animal. En El deleite, otro poemario que pone en alza los sentidos, el resurgir erótico de estos y su cartografía, como muestran estos versos de su poema El tacto, tan evocador y emotivo: Soy la miga de pan que retiene tu mano, / que dan forma tus dedos / (con un gesto aparente de calma) / y al ritmo sostenido del amor.

También está presente en la antología algunos de los poemas de Islario, un libro del que guardo una grata estancia lectora, que le valen a Marina para otear paisajes vívidos y razones para rememorar sus ecos y confluencias. Tiempo, amor, memoria, paraísos anhelados, destino, señales y vestigios, son temas recurrentes en su poesía, en la palabra como hacedora de mundos, como así refleja estos versos del poema Certeza: Soy el recorte vivo de un recuerdo que nunca sucedió. / Pertenezco a esa tierra que atrae / solamente a las voces perdidas. En esos encajes, entre palabras y estados de ánimo, se sustenta de alguna manera todo el sentido de lo que uno percibe de la poesía, y sucede, en verdad, cuando se tocan la vida reflejada de quien la escribe y de quien la lee. Marina es fundamentalmente una observadora del mundo que pisa, y de sí misma, una poeta encariñada con el paisaje y su memoria de donde, a su entender, parte todo.

La poesía de Marina Tapia, “de palabra vivida y significada, poeta de la tierra y el amor”, como recapitula Juan José Castro Martín en el prólogo del libro, transmite humanidad, ternura y arrobo. Su poesía no se aleja en ningún momento del pálpito de las palabras, del estremecimiento que suscitan y de sus significados. En estos encajes, entre palabras y estados de ánimo, diría que su poesía no hipnotiza, más bien despierta y busca instalarse dentro del lector: Me doy / pero me guardo, / he ahí mi mercancía. / Dejadme que conserve / algún secreto / furioso / entre los dientes. / Por lo demás, leedme sin piedad.


Esta antología personal atesora agudeza y un río de buenos poemas. Marina Tapia firma un jugoso compendio de su itinerario vital y creativo, ámbitos bien esparcidos a lo largo del volumen, como testimonio propio de su quehacer y de su pasión por la poesía. Solo me queda añadir que Mixtura despierta la sensibilidad que todos llevamos con nosotros mismos. Si la poesía importa no es por otra cosa que por saber que tiene algo distinto que ofrecer, algo tal vez más admirable, estético y sorprendente por desvelar e interiorizar, pero no por ello menos cierto o enigmático. Por eso nos gusta la poesía. Y nos seguirá complaciendo, sin tener que acudir a destacarlo con el énfasis artificioso de antaño.

miércoles, 12 de noviembre de 2025

Llámame Homero


Inimaginable sería querer agotar el rastro de la Odisea en la literatura moderna. El material homérico es infinito y su catálogo ingente. Casi doscientos años antes, Shelley, el gran poeta romántico inglés, dijo lo siguiente: «Todos somos griegos. Nuestras leyes, nuestra literatura, nuestra religión, nuestras artes tienen su raíz en Grecia». Imposible decirlo mejor y con menos palabras. Por otra parte, podemos afirmar que el conocimiento de los mitos griegos puede llegar a ser más útil para entender lo que nos rodea que cualquier libro de sociología reciente y vanguardista, porque estos mitos, ciertamente, han superado sus casi tres mil años de vida sin perder frescura, vigor y vigencia. Los griegos no solo han sido grandes maestros en filosofar, sino que, sobre todo, son nuestros compañeros de viaje.

Toda literatura que se precie ha sido siempre alegórica, como sostiene Chesterton: «alegórica de alguna visión del universo en su conjunto. La Ilíada es grande solo porque toda vida es una batalla, y la Odisea porque toda vida es un viaje». Y por eso mismo, los lectores, a través de la literatura, tratamos de comprender que toda vida es a la vez una lucha, un viaje y un enigma para comprender muchas cosas más, aunque quizá nunca lleguemos a resolver el enigma. No cabe duda de que los poemas de Homero, como bien señala Alberto Manguel en su libro El legado de Homero, se convirtieron en textos canónicos que ofrecían una visión cosmopolita de los dioses y los héroes, constituyéndose en un mundo que uno no puede estudiar sin sentirse dentro del compendio de todo un cosmos literario universal.

Para el escritor Castro Lago (Cádiz, 1972), licenciado en Filología Hispánica y profesor de Lengua y Literatura, este cosmos literario griego sigue vivo en nuestros días, y persiste desde tiempo inmemorial. Ítaca sigue viva y rediviva. Y en ese sentir y trayecto fluye su reciente novela Reyes de Ítaca (Tres hermanas, 2025), una mirada clásica, humana y poética sobre esa fuente homérica inagotable que consiste en acometer los viajes por mar, de atenerse al proteccionismo de los dioses ante la desconfianza que tenemos a la autoridad, al culto al ego, a la curiosidad y al placer. Más allá de estas características, el libro destaca la disposición de los griegos a no perder el orden, aunque siempre abiertos a nuevas ideas. Admiraban la excelencia de las personas de talento, su sagacidad y espíritu competitivo.

Reyes de Ítaca es una novela que reimagina la Odisea, desde una perspectiva singular y humana, centrada en los personajes de Ítaca, tras la larga ausencia de Odiseo durante veinte años. Está concebida como una historia de amor y de acción, sin olvidarse de los entresijos de unos pretendientes que compiten entre sí para ser acreedores del beneplácito de Penélope que, por mucho que lo intenten, continúa impertérrita y confiada en la vuelta de su esposo. Castro Lago promueve en cada uno de sus veinticuatro capítulos, que se corresponden con las letras del alfabeto griego, una reflexión de partida, una antesala que pretende despertar en el lector el interés por el discurrir que se avecina, ya sea para explorar temas del deseo, de la memoria y de la identidad, así como del regreso a casa, con la isla de Ítaca como escenario, donde la confrontación con el destino es permanente.

Castro Lago aboga por rescatar a personajes legendarios en una historia que, como subraya en su inicio el narrador de la misma, “sucedió en una época en la que podría parecer que todo permanecía como en la estación anterior, aunque, en realidad, era todo lo contrario: los cambios llegaban, pero con tal sutileza que ni las palabras, ni las personas, ni los dioses parecían transformarse. Ni siquiera los nombres”. Por todo ello, el autor pone como punto de inflexión en la trama y contexto de Reyes de Ítaca el transcurrir de dos décadas desde la partida de Ulises a Troya, y cómo la situación en Ítaca es de una incertidumbre constante motivada por la incertidumbre de su vuelta a casa. Por otro lado, Telémaco no recuerda para nada a su padre y Penélope se está viendo obligada a considerar un nuevo matrimonio, mientras que su suegro Laertes sufre de demencia. Mientras tanto, en medio de este ambiente enrarecido y nada complaciente, un forastero desembarca en la isla. Su presencia desencadenará el devenir de la novela hasta sus últimas consecuencias.

No sería descabellado afirmar que Reyes de Ítaca es una Odisea revisitada, una novela que no pierde su corte clásico, de amplitud y de libertad épica, pero más centrada en los conflictos y luchas de sus personajes, más que en los elementos sobrenaturales, más perfilada en sus egos, deseos y confrontaciones, sin que la intervención divina dé lugar a cambiar el destino al que se enfrentan sus protagonistas. Por otro lado, explora, especialmente su escenario: Ítaca, como contorno histórico fundamental donde sus habitantes se encuentran con la verdad cotidiana de sus vidas, seres que buscan el sentido de pertenencia y destino, sin olvidar los dos elementos imprescindibles para alcanzarlo: la memoria y el relato.


«¿Cuántas Odiseas contiene la Odisea?», se preguntaba Italo Calvino en su memorable libro Por qué leer los clásicos. Castro Lago toma esto en consideración, y lo hace con un asombroso principio de libertad y concordia encomiables. Porque en Reyes de Ítaca traza un horizonte de luz reflejada y escudriñadora, frente a lo ya sabido, dejando ver la vulnerabilidad de su héroe Ulises, más humanizado aquí, dispuesto a pasar página, consciente de su estado físico. Ese es el envite e impulso narrativo que mantiene el libro desde el inicio hasta el final, un relato vívido, ameno y de prosa fluida, en el que el narrador posa sus dedos “sobre las letras de otros”, para que el mito perdure y el lector disfrute de su presencia, porque los mitos nunca terminan de decir lo que tienen que decir. Es lo que los hace perdurables.