La
vida es una metáfora del boxeo, escribe Joyce Carol Oates
en su ensayo Del boxeo
(1987), a la que no le faltan combates que disputar, asaltos que
ganar y perder, golpes encajados y golpes fallidos salvados por la
campana. Y en esa pelea prolongada es imposible no ver que el
verdadero adversario de ese combate no es otro que uno mismo. La
vida, como dice la escritora norteamericana, es precisamente como el
boxeo en muchos e incómodos sentidos.
No
sería exagerado afirmar que el boxeo sea quizá el deporte más
literario que existe. En ese sentido, no existe otro que recoja mejor
esa mezcla de miseria y grandeza que concluyen en su génesis,
desarrollo y final, como mandan los cánones de la teoría literaria
que no debe faltar en la elaboración de una novela: planteamiento,
nudo y desenlace. Si boxear es la metáfora definitiva de la vida,
entonces también lo es, en buena medida, escribir sobre este deporte
donde los púgiles están dispuestos, como los escritores, a llegar
hasta lo más hondo de sí mismos, a sangrar más si cabe.
El
boxeo y su literatura ha apasionado siempre a Eduardo
Arroyo (Madrid, 1937),
periodista, pintor, ilustrador, escenógrafo y ensayista, al que le
ha dedicado buena parte de su actividad artística. En 1986 estrenó
en Munich Bantam,
una obra de teatro dedicada a los pesos gallo. Después publicó dos
libros más sobre otras particularidades del boxeo: Sardinas
en aceite (Mondadori, 1990)
y Literatura y boxeo
(Turner, 2009). Al referirse a la literatura de este deporte, Arroyo
ofrece la tesis de que “la literatura del boxeo es una literatura
de lumpen proletariado”.
Pero
si hay que destacar un libro suyo por encima del resto, y que haya
puesto más entusiasmo y pasión, nos tenemos que referir a su
biografía del púgil americano de los pesos gallo Panamá
Al Brown, editado por
primera vez en Francia en 1982, y publicado seis años después en
España por Alianza Editorial. Ahora, en una nueva y primorosa
edición, Fórcola recupera esta extraordinaria biografía para
disfrute de sus lectores, no solo de aquellos aficionados a este
controvertido deporte, sino también de aquellos otros lectores
curiosos, atraídos por ese sentimiento barojiano de lo que significa
la lucha por la vida.
Nos
cuenta Arroyo que en
aquellos primeros años del siglo XX Alfonso Teófilo Brown
era solo un niño más entre los cientos de muchachos que vagabundean
por las calles de su pueblo todo el día y que boxeaban con su
sombra. Poseía una extraña morfología, debido a esa delgadez de
alambre tan particularmente suya: medía por entonces 1,68 y pesaba
46 kilos, un peso mosca, sin apenas pantorrillas y con una cintura de
avispa y un abdomen plano “como un plato de postre”, “los
brazos separados del cuerpo como las aspas de un molino y una cabeza
pequeña bien equilibrada”. Muy pronto empezó a frecuentar los
clubes de boxeo junto a otras jóvenes promesas en busca de su
oportunidad para dar el salto a la fama y ganar mucho dinero.
En
1922, con veinte años cumplidos se convierte en el campeón de
Panamá de los pesos mosca. Le gusta pelear, le apasiona el boxeo,
pero detesta la disciplina del gimnasio. Su traslado a Nueva York le
supuso sortear muchas dificultades. Allí se agotaba física y
mentalmente, llevando una vida de la que todo boxeador debe huir.
Sentía que se ahogaba, como si aquella ciudad lo empujara hacia el
abismo. Una ciudad hostil y un barrio, Harlem, problemático y
difícil donde la mayoría de sus habitantes sobreviven trapicheando
y apenas nadie progresa. En aquellos años, “ser negro y, por
añadidura, ser un boxeador capaz de derrotar a los blancos era
prácticamente imperdonable”.
Llegar
a París en 1926 fue la mejor decisión que tomó impulsada por
Villepontoux, un
excampeón de motociclismo, que le propuso acertadamente cambiar de
aires y poner rumbo a los cuadriláteros europeos. En tan solo unos
cuantos meses su prestigio corrió por todos los periódicos
deportivos y cogió fama entre los entendidos de “ser, no un
boxeador de una clase excepcional, sino un púgil de otra especie”.
Comienza a ganar combates por diferentes ciudades y a subir su
cotización, al mismo tiempo que empieza a meterse de cabeza en la
vida derrochadora y desordenada que caracterizó toda su vida.
Arroyo
despliega a lo largo del libro las peripecias que van sucediendo
dentro y fuera del ring por donde aparece el panameño, así como su
inconsistente vida, tan solo confiada en unos puños, cada vez más
maltrechos, y manteniendo una conducta con tantos excesos y
extravagancias, exhibiéndose, incluso como bailarín y poeta por las
salas nocturnas de París. Alfonso Kid Teófilo,
conocido en el mundo del boxeo como Al Brown,
era un extraordinario estilista, ágil y muy técnico, todo un
prodigio del boxeo, que convivió con su condición de homosexual y
su adicción al alcohol, al opio y a las apuestas. Tiraba el dinero
por la ventana jugando al bacarrá y apostando grandes sumas en las
carreras de caballos. Se sabía también lo que su apoderado
Lumiansky le robaba a
mansalva de sus contratos y de la bolsa de sus combates.
Podemos
imaginarnos con tristeza aquel año de 1932 de tanto despilfarro y
negras consecuencias para su salud, enfermo ya de sífilis. Su
relación íntima con Jean Cocteau
entre 1935 y 1937, que ejerció de manager y consejero suyo, le trajo
la ayuda económica de Coco Chanel para
su preparación y vuelta triunfal al ring. Sin embargo, de nuevo el
champán, las drogas y el despilfarro reaparecen hasta dejarlo
abatido y abandonado rápidamente por todos.
El
historial de Brown
terminó con un combate en Colón, su ciudad natal, contra Kid
Fortune en 1944. Después tuvo
el último en 1948 en Nueva York. Allí pasó los últimos años de
su vida en la miseria, entre hospitales y hospicios, hasta morir como
un vagabundo menesteroso en abril de 1951 a causa de una tuberculosis
en grado extremo.
El
libro de Eduardo
Arroyo es un relato
portentoso que desgrana la vida fatídica de un púgil surgido de la
miseria y tocado por la gloria, el primer latinoamericano que había
conquistado el título de campeón del mundo, un personaje que parece
extraído de una novela negra, y que nos desvela la perniciosa doble
personalidad que el mundo del boxeo exhibe sistemáticamente, su cara
y su cruz: el yo en el ring y el yo fuera de este.
No hay comentarios:
Publicar un comentario