Rilke
recomendaba a un incipiente poeta, que le pedía consejos sobre su
quehacer literario, que volviera su poesía a los asuntos que le
ofrecía su propia vida cotidiana: sus melancolías y deseos, los
pensamientos fugaces, la fe en alguna belleza y la mirada sobre las
cosas de su ambiente que le eran más cercanas. Si hay algo
consustancial en la poesía de León Molina
(San José de las Lajas, Habana, 1959) es, precisamente, esa
persecución de la que hablaba el autor de las Cartas a
un joven poeta (1929),
de recurrir a la naturaleza en pos del hallazgo poético. Bien es
cierto que el escritor cubano no solo recurre al paisaje del bosque y
del campo, sino que bajo ese influjo que otorga el asombro de ambos,
su poesía se adentra en el entorno personal de la conciencia y de la
memoria, en el paso del tiempo y en el silencio de sus instantes.
Molina
vive desde su tierna infancia en Albacete, y en su residencia alojada
al abrigo de la Sierra del Segura mantiene el observatorio intimista
que le otorga ese escenario natural para crear su universo poético:
Observar a los pájaros/me
ha enseñado a observar el mundo,
escribe en unos de sus poemas de su libro Un hombre
sentado en una piedra
(2016). En El taller del arquero
(2014), su libro predecesor, quizá el más poliédrico en cuanto a
su forma, se apura en dar cuenta de esa manera de ser y de estar en
el mundo, como diría Heidegger
que corresponde a todo verdadero poeta: Regreso
al mismo lugar./ Unas cosas están donde estaban/ y otras no./ Eso es
el tiempo./ El nido que incuba/ las emociones.
En
Micromicón
(Takara, 2018), su más reciente poemario, la forma de mirar el
paisaje, el trino de las aves o, sencillamente, el sentir del aire
del campo vuelven con la misma intensidad y evocación que en sus
anteriores libros, pero en esta ocasión desde la distancia corta,
bajo una construcción más condensada e intimista. Construir un
poema con pocas palabras requiere la eficacia precisa y la
trascendencia necesaria para que no derive en una mera paradoja
poética. Molina no
cae en esa trampa y, como
buen arquero, arma con rapidez e intensidad sus dardos poéticos.
Incluso, en algunos de ellos, el eco del haiku y el aforismo es
insoslayable y, al leerlos, transciende una vez más lo que el poema
breve fulgura y lleva de dardo, provocando en el lector el milagro de
asistir al asombro de su chasquido: Se
cruzaron nuestras miradas/ y nos dijimos que era que sí/ y que iba a
ser que no.
Hondura
y emoción es el credo poético que sostiene al centenar de
micropoemas reunido en esta nueva obra suya. Más allá de sus
hallazgos, hay una inusitada intención inquisitiva de lo que ocurre
fuera y dentro de la mirada del poeta. Todo lo que se sucede posee
sus destellos metafóricos: Al
atardecer, en el porche,/ barriendo las luces caídas.
Y en esa tarea afanosa de captar instantes: Ejerciendo
mi oficio/ de catador de atardeceres,
el poeta examina su estado y agradece, con ironía, lo que le va
deparando la experiencia de vivir, sin patetismo, ni pesadumbre: No
sé de casi nada./ Pero disfruto mucho todos los casi.
Para
muchos lectores de poesía que acudimos al poema sin un fin concreto,
solo animados por el gusto y la musicalidad de las palabras o, tal
vez, alentados y esperanzados en vernos reflejados en la propia
existencia del poema, los textos que conforman el presente libro
incorporan además un aditivo nada desdeñable: la brevedad y la
precisión. Por encima de la rima y la métrica, lo que identifica a
la poesía que hoy en día transita por los albores de este siglo, a
diferencia de otros tiempos, son la concisión y la exactitud, un
minimalismo abducido, tal vez, por la incidencia de las redes
sociales. Micromicón
es un libro tejido bajo esa concisión minimalista a la que hay que
añadir otro rasgo significativo e importante: la intensidad.
Intensidad quiere significar concentración, instantánea, epifanía
y credo: El poema que
persigo es aquel/ que pudiera acabar un día/ cubierto por el musgo.
León Molina
conoce sus itinerarios interiores y circula a través de ellos con
inusitado tesón y frescura. Las entradas en estos itinerarios se
producen desde dentro y desde fuera, es decir, de lo que nace en su
interior y de lo que sucede ante sus ojos. Un estímulo cualquiera,
como el canto de un pájaro, un color del cielo o un recuerdo, lleva
su pensamiento a un lugar interior concreto donde se fragua el
sentido del poema, como el nacido en estos versos: Escribir
para aprender./ Escribir para sobrevivir. / Para aprender a
sobrevivir. / Para sobrevivir al aprendizaje.
La
poesía de Molina
explora la realidad del mundo a través de la mirada y de la
conciencia, en un ejercicio ceñido a la brevedad y construido con
las palabras justas que requiere despojo y toque de sabiduría. Las
piezas reunidas en este volumen contienen esos pálpitos suyos que
transitan consagrados al llamado de la naturaleza y sus significados
secretos, dando paso a las emociones de quien la contempla desde la
verdad vivida.
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