lunes, 21 de mayo de 2018

Cruce de tiempos


¿Dónde empiezan los límites de lo real y de lo ficticio en una obra de ficción? ¿Son acaso los recuerdos la materia prima fundamental para el narrador? ¿O tal vez solo se construyan novelas sacando las ficciones a la luz ya vengan estas de la invención o de la despensa del pasado? ¿Por qué escribir? y ¿cómo hacerlo? Quizás estas preguntas contengan las claves fundamentales para la lectura de la última novela de Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977).

En El dolor de los demás (Anagrama, 2018) se condensa lo que Milan Kundera viene a decir sobre el espíritu de la novela, que no es otro que el espíritu de la complejidad. Cada novela guarda un secreto oculto, y esta tercera que publica Hernández incide tanto en ello como en la realidad rotunda de que las cosas son más complicadas de lo que uno cree. Esa es la eterna verdad de la novela. Y desde luego, el espíritu de esta nueva entrega suya es el espíritu de esa continuidad biográfica propia de su autor que responde, en gran medida, a sus obras precedentes escritas y a los libros leídos, que como bien dice Danilo Kiš, conforman el archivo personal y familiar de todo escritor.

En Intento de escapada (2013) su autor narra los años en la universidad por medio de la experimentación artística, después en El instante de peligro (2015) se detiene en su vida profesional como académico, para plantearnos los entresijos que anudan la vida y el arte, y ahora, con esta nueva tentativa, regresa a la infancia y a la adolescencia, una vuelta al pasado del que escapó, con una historia de dolor y desarraigo basada en hechos reales. Las tres son aspiraciones de apoderarse de la memoria, de los momentos vividos, las tres viajan en el tiempo para rellenar los espacios vacíos y contar la historia que las atraviesa y así desvelarnos toda su verdad.

El dolor de los demás es una toma de consciencia de todo lo que significa ese pasado, una narración envolvente entre la confesión autobiográfica y el thriller policiaco, que nos lleva al lugar de unos hechos acaecidos en la Nochevieja de 1995 en la comarca de la Huerta de Murcia que Hernández vivifica veinte años después para revelarnos lo que el olvido se llevó y la memoria guarda de aquella noche fatídica en la que su mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco, un doloroso traslado a la verdad secreta del tiempo para “escribir sobre algo que incumbía a todos”. “El pasado –nos dice el narrador– es denso, respira, se mueve hacia nosotros”.

La novela se estructura en dos tiempos que se alternan: por un lado hay un narrador en segunda persona que habla en presente de indicativo, y por otro el relato en pasado de un narrador en primera persona (el propio autor), que regresa dos décadas después al lugar del crimen, indaga entre amigos, vecinos y expedientes policiales, tratando de construir una elegía del pasado y, al mismo tiempo, aclarar para sí mismo aquella tragedia, a la vez que nos cuenta cómo se ha ido conformando el libro que había decido escribir: la crónica de un pasado vivido sobre el que narrar, en la envoltura de una novela, unos hechos reales bajo el dictado de la memoria y el devenir de la propia creación literaria.

La vida es dura y se hace más dura a medida que pasa el tiempo, nos viene a decir el narrador. Lo importante de esta historia no es saber lo que ha pasado, sino todo lo que la rodea: el dolor del recuerdo, el dolor de las imágenes que aparecen en el libro, el dolor de los sentimientos, el dolor de la escritura. No hay un fin resolutivo, como tampoco una convicción exculpatoria sobre el causante del crimen, porque el escritor así lo ha dispuesto y quiere decirle al lector que la novela se parece a la vida, y en la vida nunca se atinan con la mayoría de sus misterios. Todo es mucho más complejo de lo aparente, como advertía al principio el autor de La insoportable levedad del ser, y, también, más profundo cuando se cruza la memoria con las preguntas del presente, “porque hay cosas que nunca regresan, y el tiempo es una de ellas”.

Si empezábamos con algunas de las preguntas importantes que sostienen los fundamentos narrativos de El dolor de los demás, volvemos al asunto del principio de la mano de su creador, que también se pregunta hasta qué punto la escritura y la memoria menoscaban la vida de los demás, de los amigos, de la familia. Este es el epicentro verdadero que transita por toda la novela, la cuestión ética que el narrador dirime conforme va avanzando en su investigación en pos de la verdad, y que él mismo replantea al lector: “¿Qué derecho tenemos a conocer la vida de los otros?”

Miguel Ángel Hernández nos entrega su novela más personal, su libro más conmovedor que mejor resume el binomio que representa para él la escritura y la vida, una travesía que a veces se tarda demasiado tiempo en recorrer hasta que se llega a aceptar que la literatura no nos salva de nada y que tampoco resuelve los enigmas que se cruzan en el tiempo.


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