¿Dónde
empiezan los límites de lo real y de lo ficticio en una obra de
ficción? ¿Son acaso los recuerdos la materia prima fundamental para
el narrador? ¿O tal vez solo se construyan novelas sacando las
ficciones a la luz ya vengan estas de la invención o de la despensa
del pasado? ¿Por qué escribir? y ¿cómo hacerlo? Quizás estas
preguntas contengan las claves fundamentales para la lectura de la
última novela de Miguel Ángel Hernández
(Murcia, 1977).
En
El dolor de los demás
(Anagrama, 2018) se condensa lo que Milan Kundera
viene a decir sobre el espíritu de la novela, que no es otro que el
espíritu de la complejidad. Cada novela guarda un secreto oculto, y
esta tercera que publica Hernández
incide tanto en ello como en la realidad rotunda de que las cosas son
más complicadas de lo que uno cree. Esa es la eterna verdad de la
novela. Y desde luego, el espíritu de esta nueva entrega suya es el
espíritu de esa continuidad biográfica propia de su autor que
responde, en gran medida, a sus obras precedentes escritas y a los
libros leídos, que como bien dice Danilo Kiš,
conforman el archivo personal y familiar de todo escritor.
En
Intento de escapada
(2013) su autor narra los años en la universidad por medio de la
experimentación artística, después en El instante de
peligro (2015) se detiene
en su vida profesional como académico, para plantearnos los
entresijos que anudan la vida y el arte, y ahora, con esta nueva
tentativa, regresa a la infancia y a la adolescencia, una vuelta al
pasado del que escapó, con una historia de dolor y desarraigo basada
en hechos reales. Las tres son aspiraciones de apoderarse de la
memoria, de los momentos vividos, las tres viajan en el tiempo para
rellenar los espacios vacíos y contar la historia que las atraviesa
y así desvelarnos toda su verdad.
El dolor de los
demás es una toma de
consciencia de todo lo que significa ese pasado, una narración
envolvente entre la confesión autobiográfica y el thriller
policiaco, que nos lleva al lugar de unos hechos acaecidos en la
Nochevieja de 1995 en la comarca de la Huerta de Murcia que Hernández
vivifica veinte años después para revelarnos lo que el olvido se
llevó y la memoria guarda de aquella noche fatídica en la que su
mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco, un
doloroso traslado a la verdad secreta del tiempo para “escribir
sobre algo que incumbía a todos”. “El pasado –nos dice el
narrador– es denso, respira, se mueve hacia nosotros”.
La
novela se estructura en dos tiempos que se alternan: por un lado hay
un narrador en segunda persona que habla en presente de indicativo, y
por otro el relato en pasado de un narrador en primera persona (el
propio autor), que regresa dos décadas después al lugar del crimen,
indaga entre amigos, vecinos y expedientes policiales, tratando de
construir una elegía del pasado y, al mismo tiempo, aclarar para sí
mismo aquella tragedia, a la vez que nos cuenta cómo se ha ido
conformando el libro que había decido escribir: la crónica de un
pasado vivido sobre el que narrar, en la envoltura de una novela,
unos hechos reales bajo el dictado de la memoria y el devenir de la
propia creación literaria.
La
vida es dura y se hace más dura a medida que pasa el tiempo, nos
viene a decir el narrador. Lo importante de esta historia no es saber
lo que ha pasado, sino todo lo que la rodea: el dolor del recuerdo,
el dolor de las imágenes que aparecen en el libro, el dolor de los
sentimientos, el dolor de la escritura. No hay un fin resolutivo,
como tampoco una convicción exculpatoria sobre el causante del
crimen, porque el escritor así lo ha dispuesto y quiere decirle al
lector que la novela se parece a la vida, y en la vida nunca se
atinan con la mayoría de sus misterios. Todo es mucho más complejo
de lo aparente, como advertía al principio el autor de La
insoportable levedad del ser,
y, también, más profundo cuando se cruza la memoria con las
preguntas del presente, “porque hay cosas que nunca regresan, y el
tiempo es una de ellas”.
Si
empezábamos con algunas de las preguntas importantes que sostienen
los fundamentos narrativos de El dolor de los demás,
volvemos al asunto del principio de la mano de su creador, que
también se pregunta hasta qué punto la escritura y la memoria
menoscaban la vida de los demás, de los amigos, de la familia. Este
es el epicentro verdadero que transita por toda la novela, la
cuestión ética que el narrador dirime conforme va avanzando en su
investigación en pos de la verdad, y que él mismo replantea al
lector: “¿Qué derecho tenemos a conocer la vida de los otros?”
Miguel Ángel
Hernández nos entrega su
novela más personal, su libro más conmovedor que mejor resume el
binomio que representa para él la escritura y la vida, una travesía
que a veces se tarda demasiado tiempo en recorrer hasta que se llega
a aceptar que la literatura no nos salva de nada y que tampoco
resuelve los enigmas que se cruzan en el tiempo.
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