Resulta
legítimo aspirar a transformar la realidad en vida gozosa sin
límites, pero, siendo realistas, sabemos que ese afán solo se logra
con la imaginación y de la mano de la ficción, del buen relato. La
ficción, como promesa de vida. Distraer e instruir han sido, desde
tiempo inmemorial, el objetivo de la literatura en su vertiente
narrativa. ¿De qué iba a servir coger la pluma si no es con la
esperanza de saber al final algo más que al principio sobre la vida
y sobre el sentido de las cosas que nos rodean?
El
destino de la ficción nos concierne a todos, autores y lectores;
nuestra supervivencia depende de ello, de que se reconozca o no el
valor de la imaginación en los tiempos futuros, como una de las
fuerzas vivas de la mente humana para poder seguir disfrutando de la
creación literaria. Para existir el arte de la ficción tiene que
apoyarse en esquemas aprehensibles, al menos para el lector, porque
de lo contrario abandonará la tentativa. En otras palabras, el
narrador que desee elevar su oficio al rango de arte debe, además de
conocer todas sus costuras, saber romperlas, jugar con ellas, para
también utilizarlas, y fingirlas, a fin de no dejar de tener en
jaque al lector ideal que aguarda, a su merced, la continuación de
la intriga prometida. Decía Edith Wharton
que cuando ya se ha ganado la confianza del lector, la siguiente
regla del juego es evitar que se distraiga, que su atención se
disperse.
Que
quede claro que James Salter
(Nueva York, 1925 – Sag Harbor, 2015) así lo cree también e
interpela, que la literatura es, antes que nada, un arte, y, por lo
tanto, que frente a ella experimentamos emociones estéticas. Como
también cree que la literatura hace que nos fijemos más en la vida;
que practiquemos en la propia vida, que a su vez nos hace mejores
lectores de la literatura, lo que a su vez nos hace mejores lectores
de la vida. Y así sucesivamente.
Después
de leer El arte de la ficción
(Salamandra, 2018), bajo la cuidada traducción a manos de Eugenia
Vázquez Nacarino, tres
conferencias magistrales de apenas treinta páginas cada una sobre el
oficio de escribir impartidas por el escritor neoyorkino en la
Universidad de Virginia, a la edad de ochenta y nueve años, es
difícil imaginar el estadio anterior en el que Salter
se encontraba cuando no estaba en ese devenir hacia la condición de
escritor y en el que la escritura aún no constituía la herramienta
necesaria de exploración de esa condición, viviendo tan ajeno a la
literatura hasta los cuarenta y cuatro años. Pero el azar hizo que
dejara las armas por las letras, y siendo piloto de combate, aterrizó
para siempre en el campo de los libros de manera sorprendente, para
quedarse allí por igual periodo de tiempo contagiado de literatura,
escribiendo y leyendo hasta los últimos días de su vida.
Salter
explora los efectos que la ficción, y en concreto la novela, produce
en los lectores, y para ello habla de cómo los novelistas trabajan
para conseguir esos efectos y cómo se empeñan estos en escribir sus
historias. No se escribe para entender la vida y la gente, nos viene
a decir, sino porque cada escritor cree concebirlas a su manera, con
su propio estilo, y a ello empeña su palabra. “No depende sólo
del acierto en la observación –subraya–; también del modo de
contar”. Nos habla también como lector empedernido y advierte que
es imposible leer todo lo que se publica: “Por más leída que sea
una persona, siempre habrá muchos libros, tanto fundamentales como
menos reconocidos que no ha leído, que debería leer o que leerá en
algún momento”. Y confiesa que hasta que no conoció a su mentor,
el profesor Robert Phelps,
todo lo que sabía de literatura lo había adquirido de
manera inopinada por sí mismo.
Fue Phelps quien le
descubrió la prosa de Isaak Bábel
y ya no dejó de admirarla. Pero también habla de sus escritores más
influyentes, de aquellos a los que les tiene un aprecio especial y
una alta admiración, como Flaubert,
Nabokov, Faulkner,
Saul Bellow, Kerouac
o Isaac Singer.
En
estas lecciones de escritura, como las define Antonio Muñoz
Molina en el prólogo del
libro, Salter se
empeña en propagar su entusiasmo hacia el oficio de escribir y su
gratitud hacia estos autores determinantes que, con su maestría, le
impulsaron a forjar su credo literario: “Los escritores que me
gustan son los que tienen un don para observar de cerca. Todo está
en los detalles”, constata.
Escribir
es un proceso arduo, nos viene a decir el autor de Todo
lo que hay, que nadie nace
escritor, que en realidad no se puede enseñar a escribir, pero sí a
leer a partir del ejemplo de los maestros, que el escritor tiene que
saber manejarse con las ideas tanto como con las palabras, y que “el
estilo es lo que perdura”. Pero, aun así, la escritura se revela
como una excelente compañera de viaje que puede consagrar tu
existencia, y “llega un día en que adviertes que todo es un sueño,
que sólo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad
de ser reales”.
En
estas páginas hay todo un testamento vital de un hombre de acción
que tomó tierra para dedicarse en cuerpo y alma a los libros y a la
escritura, una carrera literaria sostenida bajo la perseverancia del
trabajo y el entusiasmo de llegar a emocionar a sus futuros lectores.
Estas conferencias son un disfrute, un hijo póstumo que Salter
nos regala.
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