La
literatura, afirma Cynthia Ozick,
debe apelar a la imaginación; la imaginación es de hecho la carne y
la sangre de la literatura. Dicho esto, la escritora neoyorquina va
más allá y determina que la literatura no es más que un pacto
necesario entre el lector y el escritor para crear un espacio de
controversia e imaginación común capaz de dar sentido al texto.
A
ese pacto consensuado entre el escritor que promete fingir y el
lector que promete aceptarlo J.M. Coetzee
(Ciudad del Cabo, 1940) viene a decirnos que la literatura es,
especialmente, el reconocimiento de lo particular. En ese sentido,
afirma en las conversaciones mantenidas sobre la ficción con
Arabella Kurtz en El
buen relato (2015), que la
lectura viva es el meollo y asunto misterioso que habilita el relato.
Implica encontrar la forma de entrar en la voz que te habla desde la
página, la voz del otro, con tu yo, en una especie de diálogo
interior: “El arte del escritor, un arte que no se puede estudiar
en ninguna parte aunque –subraya– sí se puede aprender, consiste
en crear una forma (un fantasma capaz de hablar) y un punto de
entrada que permita al lector habitar en el fantasma”.
Coetzee
es un escritor de profundidades, que sabe que, en lo particular de
una vida o en una descripción bien hecha, siempre hay algo moral
relevante y, por tanto, una voluntad de reproducir lo que aún no ha
sido contado por otros. Por suerte para nosotros, aún quedan autores
como él, en los que hay una búsqueda ética precisamente en su
lucha por crear nuevas formas y exponerlas para el deleite y asombro
del lector. En su último y estupendo libro de relatos viene a
confirmar ese marcado interés suyo por ahondar en los sótanos de la
condición humana y examinar su conciencia a través de Elizabeth
Costello, su alter
ego, rescatada de nuevo
para mostrarse implacable en sus reflexiones sobre la vida de los
animales y la relación de estos con el entorno del hombre.
En
Siete cuentos morales
(Random House, 2018), Coetzee
recupera a este fascinante personaje suyo, mujer de armas tomar, que
él se ha inventado para que vaya a su libre albedrío por ahí,
frágil e indómita, que se desenvuelve por este mundo mal hecho en
que vivimos desatados, blandiendo argumentos y deshaciendo entuertos
sobre las atrocidades perpetradas por el ser humano contra toda
especie animal. Para los que hemos leído la obra del Nobel
sudafricano con fruición y apasionamiento, no hay personaje más
cautivador, polémico y singular en todas sus creaciones, que
Elizabeth Costello,
una mujer irreductible y arrolladora.
En
estos relatos breves y luminosos hay vida a borbotones, contada a su
antojo y, sobre todo, ficción con marcado acento didáctico, cuentos
que nos convocan a la reflexión de los desafíos cotidianos, que van
más allá de la mera observación individual de las cosas. La
compasión está presente, la moral y las contradicciones de nuestra
relación con el mundo y las demás especies, también. Todo ello
conforma el núcleo intelectual de las ideas y reflexiones que
transitan por cada historia. En estos cuentos se dice que lo que
sucede en el mundo es notorio y redundante, y por eso conviene no
dejar de examinar las fronteras de la conciencia para que lo
entendamos algo mejor.
Según
su propio autor, estos cuentos no persiguen ser moralistas, sino
cuestionar y polemizar sobre algunos preceptos morales y creencias
religiosas. Además de estar presentes en ellos la cuestión animal,
el libro aborda la crisis de determinados valores morales, como el de
la fidelidad conyugal en el cuento Una
historia, o el de la
crueldad en el primero de los relatos del volumen bajo el título de
El perro.
En estos dos y en cada uno de los restantes, el humanismo de Costello
destaca por su marcado anti-antropocentrismo, dado que niega que
seamos la culminación del mundo animal y que este nos pertenezca.
En
suma, la moderación y el escepticismo conforman su visión de la
realidad. Como así ya quedó reflejado en su anterior libro del año
2003 en el que Coetzee
reunía ocho lecciones, que tenía por protagonista a su insigne
heroína escritora, impregnadas de una marcada visión franciscana y
conciencia ética de la vida: “Todas las criaturas son cruciales
para todas las demás criaturas”. (Elizabeth Costello,
pág. 237)
Siete cuentos
morales es un libro de
afilada inteligencia, sobresaliente, en el que Elizabeth
Costello,
con más años,
regresa al cuerpo de su creador para darse turno de réplica a través
de un buen puñado de hermosas piezas narrativas, tan íntimas como
colectivas, tan breves como hondas, para hablarnos con sencillez y
calado de la maldita sucesión de pérdidas de la vejez y denostar la
constante precariedad de tantos seres vivos que claman consuelo y
respeto.
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