Ser
secreto para los demás duele y, al propio tiempo, reconforta. Duele,
como dice Claudio Magris,
porque existe siempre el sentimiento de ser incomprendidos y
alienados, incluso –y este es el elemento más clamoroso– de
serlo por las personas cercanas y amadas. Pero, también, ayuda a
atravesar la soledad de la existencia y a resistir los envites de la
incomprensión ajena gracias al sentimiento de poseer una verdad
oculta, como subraya el escritor triestino, de no ser solo lo que
parecemos a los demás. Y, desde luego, conforta con esa idea de
irreductible peculiaridad que los otros no pueden conocer, y acaso
sospechar, porque no podrían comprenderla.
Silvina Ocampo,
la menor de seis hermanas, encarna a la perfección el misterio que
rige la figura de una persona secreta que voluntariamente se oculta
en los términos anteriores descritos por el autor de Microcosmos.
Fue pintora, discípula del artista Giorgio Chirico,
poeta y escritora de cuentos. “Silvina
es secreta, pero es una mujer que quiere que la quieran”. Y,
además, “ama a los mendigos, a las niñeras, a las sirvientas de
la casa y a los pobres”. No le importa rozarse con ellos, pese a
ser una de las mujeres más ricas de toda Argentina. El dinero le dio
libertad de movimientos, y sus relaciones con la intelectualidad
(amiga de muchos artistas y escritores, como Borges,
cercano a ella, pero en menor grado que Adolfo Bioy
Casares, su marido), su entorno
familiar y el servicio doméstico le acarrearon muchas
incomprensiones y habladurías. Permaneció siempre en un segundo
plano respecto al talante avasallador de su hermana Victoria,
fundadora de la revista literaria Sur
y epítome de la cultura argentina de mediados del siglo pasado, y
por el talento literario de su esposo, de quien sobrellevó con
mutismo y reserva sus múltiples infidelidades.
De
todo esto nos habla Mariana Enriquez
(Buenos Aires, 1973) en La hermana menor,
una biografía publicada hace cuatro años y rescatada apenas hace
dos meses para la colección Biblioteca
de la memoria de la
editorial Anagrama,
sobre la vida y milagros de Silvina
Ocampo,
de quien se decía que “fue una de las mujeres más fascinantes de
Argentina, la verdadera reina de la gracia, el misterio y la poesía”.
Enríquez,
periodista y
escritora, autora de novelas, relatos de viajes y colecciones de
cuentos, como Los peligros de fumar en la cama
(Emecé, 2009), o Las cosas que perdimos en el fuego
(Anagrama, 2016), pesadillas vividas, más que relatos, en un
contexto gótico de la tierra y prado argentinos, se atreve con un
cambio de registro exigente, como es la biografía, que obliga
proximidad en la vida y mundo del biografiado, y para ello su pericia
se vale de aglutinar muchas voces testimoniales para acercarnos a los
confines íntimos de esta mujer extravagante y talentosa que
fantaseaba todo el tiempo y se concebía como una escritora secreta.
Decía: “Soy como los animales, escondo lo que más me gusta”,
(pág. 165).
Silvina
escribió poesía toda su vida, aunque como narradora fue más
arriesgada y notoria. Dicen que tenía unas piernas espectaculares y
sabía lucirlas doblándolas con tesón en el sillón donde se
sentaba. “Era una mujer que lo hacía sentir bien a uno”, comenta
Ernesto Schoo,
novelista y crítico teatral que la conoció muy de cerca. Se habló
mucho, también, de sus inclinaciones sexuales. A este respecto, el
escritor Edgardo Cozansky
subraya que entre las mujeres de la aristocracia era muy normal el
lesbianismo. “Creo –dice–, que era una perversa polimorfa”.
Mantuvo una relación sentimental e intensa con Alejandra
Pizarnik. Las cartas de la
poeta a Silvina se
publicaron años después a la muerte de ambas. Pero si hay alguien
que confirmó sus amores no fue otro que su esposo Bioy
en 1994, un año después de su muerte: “Silvina
tenía otras relaciones, pero yo sabía defenderme de los celos y por
otra parte sus historias no eran tan frecuentes. Siempre nos unió un
gran cariño que iba más allá de la atracción física”, (pág.
115).
El
libro de Enriquez
responde a esa intencionalidad que tenía su biografiada de aparecer
como un ser secreto y deliberadamente misterioso. Algo que viene a
concitar el coro de voces que se aproximaron a su vida (bien
recuperado en este libro), que la conoció en su círculo, y que
todos sus componentes comprobaron que en ese segundo plano por el que
optó Silvina fue el
medio mejor labrado para moverse con total libertad y para escribir a
su antojo.
La hermana menor
es un retrato extenso de una figura que, probablemente, no tuvo la
justicia poética que merecía, en parte debido a la propia
idiosincrasia del personaje en sí, aplanado por otras figuras
monumentales establecidas en derredor suyo y, también, trabado por
la desafección que sufrió en muchos momentos motivada por la
constante infidelidad vivida bajo el mismo lecho matrimonial.
Este
es un libro revelador, ameno y curioso de la vida inquietante de
Silvina Ocampo, de su
esposo y allegados, un texto bien armado que nos invita a
aproximarnos a la obra de esta enigmática escritora que dejó
pruebas de una extraordinaria imaginación y maestría en sus
cuentos, que hizo lo que le vino en gana durante su dilatada vida y
que sobrellevó con desparpajo y dignidad sus sombras y vicisitudes
íntimas, permaneciendo discretamente oculta. Interesantísimo.
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