viernes, 31 de agosto de 2018

Extraños en el parque


El título de 1996 Lo raro es vivir, de Carmen Martín Gaite, le sirve a la narradora del libro para arrancar su relato exaltando lo extraordinario que a veces pasa por las buenas en la vida normal. Entre todo ese enjambre anodino que se sucede en el vivir cotidiano, a veces, salta uno de ellos, aparentemente insignificante que, de pronto, origina el comienzo de algo nuevo y, entonces “sobreviene el miedo o la parálisis”.

El nuevo libro de Sara Mesa (Madrid, 1976) Cara de pan (Anagrama, 2018), autora de vibrantes relatos y novelas anteriores, como Mala letra (2016), Cicatriz (2015) o Cuatro por cuatro (2012), sorprende por ese matiz de encuentro casual surgido en las vidas de dos seres que rompen su anodina soledad y, muy al contrario de lo que se podría pensar, por la diferencia abismal de edad entre ambos, no les sobrevienen ni parálisis, ni recelos, sino una fecunda relación que comparten por las buenas a solas.

Son dos personajes escurridizos, heridos socialmente, que inician una extraña relación entre el desarraigo que sobrellevan, las incomprensiones y la desconexión humana que han tenido que sortear. Se encuentran en un parque y allí, protegidos por un seto, comenzarán a verse en días sucesivos. Ella es una adolescente, de apenas catorce años, que esquiva las clases del instituto. Él, es un hombre maduro, de comportamientos extraños, va siempre con unos prismáticos colgados y está obsesionado por los pájaros y las canciones de Nina Simone. “El viejo habla como un niño –con el ensimismamiento y el entusiasmo de un niño– y la niña lo mira con curiosidad […] Para ella ese hombre es un viejo y los viejos tienen edades tan variables como inverosímiles”. Casi, la niña a la que llama por ese nombre, le presta atención a todo lo que el hombre le va contando, tratando de sacar alguna moraleja de ello, “pues siempre le han enseñado a interpretar así las historias”.

Poco a poco se va creando un clima propicio entre ellos, lo que les facilitará que lleguen a revelarse secretos y empiecen a sentirse cercanos y reconocidos, como si vinieran a coincidir en aquel lugar desde una reencarnación de la que acaban de salir. Y, aunque a ella siempre le advirtieron que “los hombres no pueden ser amigos de los niños”, no le importa seguir con la aventura, incluso si se la imagina peligrosa. “No puede quedarse sin una historia que contar –subraya la voz narrativa–. Necesita una historia que contar”.

Cara de pan es un título hermoso que esconde un símbolo que conviene escrutar, una fábula existencial empapada de realismo y verdad, un relato que enciende en su lectura la sed con que se bebe una buena historia de misterio y vida, escrita en un tono delicado y nada complaciente donde la fluidez narrativa es su arma más poderosa. Decía Leopardi que la felicidad es lo que tenemos antes de empezar a buscarla. Esa búsqueda inocente y desesperada es la que aúna Sara Mesa con sutileza y tino en ese espíritu que mueve a estos dos seres desarraigados y problemáticos, a sentirse cómplices en los instantes que comparten. El Viejo “no vino a darme cariño, dice Casi: vino a darme consejo”.

El corazón, incluido el del inocente, tiene sus secretos, sus muros de silencio, su misterioso modo de entender las cosas, y ese trémulo saber es el que también guarda el cariz literario de este relato tan sencillo como luminoso que el lector irá descubriendo conforme avanza el destino amenazante de la trama, que irá cargando el ambiente.

Sara Mesa firma una conmovedora novela, amena e intensa, que se lee de una sentada, sostenida por la fuerza propia de sus vívidos personajes, que son, en definitiva, los que la hacen posible. En Cara de pan hay un miedo ambiental inquietante, incluso infundado, pero que los mayores, que están presentes en la novela, no pueden evitar. Temores propagados desde siempre que los hacen sentirse vulnerables y desconfiados, vayan por donde vayan, arrastrados por los tabúes.

La vida no transcurre como uno la imagina, y este libro pone su acento en ello, rozando los límites establecidos por el devenir cotidiano, que no son otros que los propios límites de la condición humana. El libro de Mesa procura al lector la idea de estar ante algo que lo hace sentir modesto. Y eso lo consigue cuando dicho lector logra adentrarse con lucidez en el interior de la naturaleza humana, algo que proporcionan las historias bien tejidas y resueltas con eficacia, hasta sentir la necesidad de hacerse pequeño y despojado de prejuicios.


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