Eder
tiene ese donaire de decirnos cosas graves con jovialidad, cosas
serias sin grandilocuencia, agudezas sin tono sentencioso, porque
para él lo bien dicho, como decía Gracián,
enseguida se dice. En todo libro suyo, cada aforismo busca la
sorpresa, la paradoja, la sabiduría de andar por casa, la epifanía
aplicable a situaciones concretas, con los ojos puestos en la
realidad y, las más de las veces, a pie de calle. Incluso cuando
habla del aforismo desde su significado es capaz de ofrecer un buen
repertorio sin acudir a la retórica, como muestra en el epílogo que
cierra El cuaderno francés:
«El
aforismo –dice–, cuando es bueno, es una verdad irónica..., es
un humor refinado..., es ética sutil..., es un cuento sintético...,
es una paradoja inquietante..., es sabiduría lapidaria..., es el
erotismo de la inteligencia».
En
El oráculo irónico,
también recoge matices y epifanías acerca de la esencia del
aforismo: “Los mejores aforismos –dice en uno– son piedras
preciosas..., pero están muy bien los que son piedras
semipreciosas”; o este otro: “El buen aforismo es el que dice con
gracia algo interesante que ya se decía pero de cualquier manera”.
Para Eder
la condensación que exige el género supone su esencia formal que
tiene, incluso, buenas consecuencias: “Leer aforismos enseña a
leer entre líneas”. Y desde luego, siempre está dispuesto a
hacerle un guiño y divertir al lector, como ocurre con estas dos
frases felices: “Un buen aforismo antes de ser entendido del todo
ya nos ha encantado”; “Los aforismos sobre aforismos son
aforismos que se muerden la cola”.
Resulta
casi imposible leer un buen libro de aforismos sin la ayuda de un
lápiz bien afilado. Pero cuando se trata de un libro de Ramón
Eder,
lo digo por experiencia continuada, conviene acompañarse de un
sacapuntas, no solo para afinar el subrayado, sino por el desgaste de
tantos trazos que impelen marcar sus textos. En su nueva obra, sin
duda, la más divertida de toda su producción, la profusión de esta
tarea se amplía gracias a la variedad de textos cuyo estatuto
genérico, marca de la casa, se inscribe en una línea persistente de
ironía y humor, tan reconocibles de su estilo, extraída de lo
cotidiano y hasta de la historia pasada, como esta revelación: “La
ironía nació cuando los primitivos empezaron a utilizar la ropa”.
O esta otra nada ingenua: “La primera vez se besa como un fin, las
demás como un medio”. También hay lugar para las leyendas y sus
réplicas: “Existe un tipo de locura que consiste en creerse San
Jorge siendo el Dragón”.
Entre
la literatura y la filosofía, entre la paradoja y el pensamiento, el
perfil aforístico de Eder
se despliega por un terreno persuasivo inimitable. Es en ese carácter
fragmentario, compuesto por afirmaciones, donde mejor se halla
dispuesto a comprometerse y a sopesar lo dicho. Eder
no discute ni explica, tampoco le gusta preguntar engañosamente. Le
basta solo con afirmar. Dice Sergio
García
en el prólogo del libro que “Ramón
Eder ha
sido siempre fiel a su principal característica: la reflexión
luminosa”, y es que el escritor navarro se encuentra a gusto en ese
recinto, en esa maqueta literaria donde mejor cabe el pensamiento, la
gracia y la revelación concisas para decir algo de la verdad que
comparte. En ese sentido, es un autor que le gusta reclamar la
colaboración del lector para tal fin, consciente de que “No es
bueno que en un país haya más escritores que buenos lectores”.
Tocante
a la literatura y, en especial, en referencia a la escritura
aforística, nada me complace tanto como compartir mi fascinación
por este género fragmentario tan paradójico. El
oráculo irónico
lo agranda. La destreza de Eder
se forja a ras del suelo. Sus aforismos son más tierra que aire.
Merodean por la ética y la moral con sutileza y amabilidad, sin
altas pretensiones. Sabe que los clichés morales están en las
antípodas de la realidad. Sus textos se atreven con darle la vuelta
a la manzana, a veces, cargando la tinta sobre lo no dicho,
insinuando su secreto implícito, y otras, acelerando el pulso del
lector: todo un síntoma.
Que
nadie busque aquí respuestas de ninguna deidad, algo propio de los
oráculos de la antigüedad, porque los súbitos alumbramientos que
se esparcen por el libro contienen, más bien, lo insólito de un
tractatus,
como si se tratara de un manuscrito antiguo en el que su autor
esboza, sin pretensiones de vuelo filosófico, ni ánimo de
proclamas, desvelarnos secretos cotidianos con un planteamiento
discursivo de sencillez asombrosa, pero, a su vez, de carácter
proteico, como muestra el aforismo que pone colofón al libro: “Al
final uno acaba pensando que un día perfecto es un día cualquiera”.
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