viernes, 20 de septiembre de 2019

Tractatus a ras del suelo


La obra aforística de Ramón Eder (Lumbier, Navarra, 1952) es de las más fructíferas del panorama literario español de este siglo. Su última entrega, El oráculo irónico (Renacimiento, 2019) se suma a esa práctica exclusiva del género breve que ya iniciara hace casi veinte años con su primer tratado, de renombrado éxito: Hablando en plata (2001), dio paso después a Ironías (2007) y La vida ondulante (2012), este último un recopilatorio de sus dos anteriores libros en el que insertó un buen número de textos nuevos nominados Pompas de jabón. Después vendrían El cuaderno francés (2012), Relámpagos (2013), Aire de comedia (2015), Aforismos del Bidasoa (2016), incluido en una reedición de todo lo anterior bajo el título de Ironías. A continuación llegaría Palmeras solitarias (2018) y un librito titulado Pequeña Galaxia (2018) en el que recoge sus aforismos sobre el aforismo, ya publicados, así como algunos más, inéditos.

Eder tiene ese donaire de decirnos cosas graves con jovialidad, cosas serias sin grandilocuencia, agudezas sin tono sentencioso, porque para él lo bien dicho, como decía Gracián, enseguida se dice. En todo libro suyo, cada aforismo busca la sorpresa, la paradoja, la sabiduría de andar por casa, la epifanía aplicable a situaciones concretas, con los ojos puestos en la realidad y, las más de las veces, a pie de calle. Incluso cuando habla del aforismo desde su significado es capaz de ofrecer un buen repertorio sin acudir a la retórica, como muestra en el epílogo que cierra El cuaderno francés: «El aforismo –dice–, cuando es bueno, es una verdad irónica..., es un humor refinado..., es ética sutil..., es un cuento sintético..., es una paradoja inquietante..., es sabiduría lapidaria..., es el erotismo de la inteligencia».

En El oráculo irónico, también recoge matices y epifanías acerca de la esencia del aforismo: “Los mejores aforismos –dice en uno– son piedras preciosas..., pero están muy bien los que son piedras semipreciosas”; o este otro: “El buen aforismo es el que dice con gracia algo interesante que ya se decía pero de cualquier manera”. Para Eder la condensación que exige el género supone su esencia formal que tiene, incluso, buenas consecuencias: “Leer aforismos enseña a leer entre líneas”. Y desde luego, siempre está dispuesto a hacerle un guiño y divertir al lector, como ocurre con estas dos frases felices: “Un buen aforismo antes de ser entendido del todo ya nos ha encantado”; “Los aforismos sobre aforismos son aforismos que se muerden la cola”.

Resulta casi imposible leer un buen libro de aforismos sin la ayuda de un lápiz bien afilado. Pero cuando se trata de un libro de Ramón Eder, lo digo por experiencia continuada, conviene acompañarse de un sacapuntas, no solo para afinar el subrayado, sino por el desgaste de tantos trazos que impelen marcar sus textos. En su nueva obra, sin duda, la más divertida de toda su producción, la profusión de esta tarea se amplía gracias a la variedad de textos cuyo estatuto genérico, marca de la casa, se inscribe en una línea persistente de ironía y humor, tan reconocibles de su estilo, extraída de lo cotidiano y hasta de la historia pasada, como esta revelación: “La ironía nació cuando los primitivos empezaron a utilizar la ropa”. O esta otra nada ingenua: “La primera vez se besa como un fin, las demás como un medio”. También hay lugar para las leyendas y sus réplicas: “Existe un tipo de locura que consiste en creerse San Jorge siendo el Dragón”.

Entre la literatura y la filosofía, entre la paradoja y el pensamiento, el perfil aforístico de Eder se despliega por un terreno persuasivo inimitable. Es en ese carácter fragmentario, compuesto por afirmaciones, donde mejor se halla dispuesto a comprometerse y a sopesar lo dicho. Eder no discute ni explica, tampoco le gusta preguntar engañosamente. Le basta solo con afirmar. Dice Sergio García en el prólogo del libro que “Ramón Eder ha sido siempre fiel a su principal característica: la reflexión luminosa”, y es que el escritor navarro se encuentra a gusto en ese recinto, en esa maqueta literaria donde mejor cabe el pensamiento, la gracia y la revelación concisas para decir algo de la verdad que comparte. En ese sentido, es un autor que le gusta reclamar la colaboración del lector para tal fin, consciente de que “No es bueno que en un país haya más escritores que buenos lectores”.

Tocante a la literatura y, en especial, en referencia a la escritura aforística, nada me complace tanto como compartir mi fascinación por este género fragmentario tan paradójico. El oráculo irónico lo agranda. La destreza de Eder se forja a ras del suelo. Sus aforismos son más tierra que aire. Merodean por la ética y la moral con sutileza y amabilidad, sin altas pretensiones. Sabe que los clichés morales están en las antípodas de la realidad. Sus textos se atreven con darle la vuelta a la manzana, a veces, cargando la tinta sobre lo no dicho, insinuando su secreto implícito, y otras, acelerando el pulso del lector: todo un síntoma.

Que nadie busque aquí respuestas de ninguna deidad, algo propio de los oráculos de la antigüedad, porque los súbitos alumbramientos que se esparcen por el libro contienen, más bien, lo insólito de un tractatus, como si se tratara de un manuscrito antiguo en el que su autor esboza, sin pretensiones de vuelo filosófico, ni ánimo de proclamas, desvelarnos secretos cotidianos con un planteamiento discursivo de sencillez asombrosa, pero, a su vez, de carácter proteico, como muestra el aforismo que pone colofón al libro: “Al final uno acaba pensando que un día perfecto es un día cualquiera”.


No hay comentarios:

Publicar un comentario