Leer
es, por encima de todo, un placer. Leer nos proporciona plenitud y
nos convierte en creadores, porque al leer un texto, ponemos nuestra
experiencia y nuestra memoria al servicio de una idea, de un
pensamiento, de una invención, de una historia que hacemos propia,
como también hacemos propios los rostros de los personajes, los
paisajes, la atmósfera, las situaciones y los conflictos que nos
presenta su autor ocultos tras la magia de sus palabras.
Esta
declaración que bien puede parecer universal, viene a propósito de
esas sensaciones tan personales que uno obtiene como recompensa por
haber dedicado un tiempo a la lectura de un buen libro, y que, de vez
en cuando, nos impulsa a compartirlo gozosamente. Lo cierto es que,
en esta ocasión, leyendo La memoria donde ardía
(Páginas de Espuma, 2019), de Socorro Venegas
(San Luis Potosí, México, 1972), la existencia de esa manifestación
explícita sobre la lectura resulta necesaria y oportuna. Mucho de
esto se debe a ese aire extraordinariamente melancólico y revelador
del mundo inhóspito que portan las historias de este nuevo libro
suyo. Por si fuera poco, en estos cuentos aparecen más las
cicatrices que las heridas de sus protagonistas. La sensación
percibida es que todos los personajes que deambulan por aquí se
hallan sumidos en un mundo hostil, a orillas de un estado de absoluto
desamparo.
Lo
que importa de un cuento, como subraya Eloy Tizón,
no es su textura formal, sino que esté vivo, que respire, que sea
expresivo, que transmita. En esa onda, la escritora mexicana traza
sus historias, proveyéndose de ese dramatismo que aparece en los
tropiezos del dolor cotidiano y en las soledades interiores de sus
personajes. Precisamente, Socorro Venegas
se dio a conocer como narradora de cuentos con La risa
de las azucenas (1997), una
colección de relatos en donde el dolor, el alma interior de sus
protagonistas y la ternura que desparraman sus actos, se van tejiendo
en una tensión constante y extrema de sus vidas.
En
los diecinueve relatos de ahora hay niños que parecen adultos,
madres luchadoras y pusilánimes, padres desgarbados, presos de
alcohol y de infamia; gentes que deambulan en el mundo y, más bien,
parecen fuera de él, pero, sin embargo, todos muestran una
apariencia de que han encontrado su manera propia de ponerse a salvo,
casi apartándose. Lo que se cuenta dentro de La memoria
donde ardía opera a través
de los sentidos. Socorro Venegas
se propone contarnos una suma de historias obsesivas extraídas de su
imaginario en el que la realidad es el único lugar propicio para
transmitir lo que puede ser visto, oído, olido, gustado y tocado por
sus personajes, sirviéndose de lo concreto de sus significados.
Y
así en sus dos primeros relatos, todo un guiño elocuente y
simbólico a la desolación manifiesta del periodo oscuro de las
pinturas de Goya, la
agitación de los sentidos impulsa la determinación de sus
protagonistas. Por ejemplo, en Pertenencias,
aparece una reproducción del Perro
semihundido que
sirve de catalizador del cuento para decirnos que cambiar duele, y
dejar la casa sin memoria se traduce en aligerar las pertenencias que
nos atan. En El
coloso y la luna,
en cambio, una niña contempla fascinada la figura de un hombre
inmenso sentado con la mirada distraída en la luna, y se pregunta si
esa visión a la que le conduce la botella de ron que tiene en su
mano desvela el misterio de su propia vida: la soledad de la calle y
el desamparo de un padre alcohólico que trata de reconciliarse con
ella, hasta ahora avergonzada de su existencia.
La
memoria donde ardía,
su tercer relato, que pone título al libro, arranca con una pregunta
rotunda que da pie a conjugar el pasado en la manera de vivir nuestro
presente: “¿Estaremos hechos más de lo que olvidamos que de
aquello que recordamos?” Los recuerdos regresan para decirnos
quiénes somos, concluye el narrador de esta historia que debate el
paso del tiempo: “Se dice a veces que uno se deshace en disculpas o
en lágrimas. Yo me deshacía en memorias”. El
nadador infinito
es otro cuento conmovedor que desvela las horas que se concretan en
los instantes previos al parto de una mujer, un diálogo entre una
madre inerme ante el futuro y la criatura que lleva dentro, deseosa
de abrirse paso.
En
el siguiente, titulado Los
aposentos del aire,
el más extenso de todos, el alma y la enfermedad de un niño se
hilvanan con otros momentos de buenos sentimientos, algo que no
abunda en el resto de los relatos de la colección; Como
flores
también alude al mundo de la infancia y marca esa relación inocente
y cruel entre los niños de un colegio con otros chavales ciegos que
acaban de incorporarse a la clase. La
isla negra,
un relato fantástico de amor imposible, y Anagnórisis,
tan pavoroso y enigmático, conforman, junto a El
aire de las mariposas,
unas historias en las que la atmósfera puede enfriarse tanto que la
vida llega a dinamitar todo atisbo de esperanza; el duelo y la muerte
está muy presente en La
música de mi esfera,
el cuento con el que cierra el libro, homenaje a Kurt
Cobain,
líder de Nirvana,
la
banda símbolo de la llamada Generación
X.
Uno
se percata de que la buena literatura sigue ahondando en las mismas
cuestiones de lo que somos como individuos: en el sufrimiento, el
amor, la soledad, la felicidad, el progreso o en la muerte. Socorro
Venegas
desata esta cadena eterna de lo que significa vivir con un buen
puñado de historias, poniendo voz a madres y a niños, mediante una
prosa desnuda, audible y sencilla para que expresen su fatalidad o
cómo escapar de su infortunio, sin importarles, pese a su
dificultad, seguir en el mismo escenario que les vio nacer. En ese
enigma de no irse y buscar acomodo, nada les impedirá seguir
sondeando en las profundidades de su existencia. Y así hacen, aunque
sea a tientas.
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