Uno mismo, nos dice Michel Onfray, es el gran asunto del viaje. Y hemos de dar crédito a esa afirmación y tenerla muy en cuenta puesto que cualquier trayecto viajero coincide siempre, en secreto, con búsquedas iniciáticas que ponen en juego la propia identidad. El viaje supone una experimentación sobre uno mismo. A su vez, viajar es un desafío que conduce inexorablemente hacia la propia subjetividad. En cada periplo, al igual que en cada lectura, uno acaba siempre por encontrarse frente a sí mismo. Tanto viajar, como leer, son siempre un trayecto, y no es casual que los libros tengan esa forma de maleta que hablaba el escritor ruso Dovlátov.
Julio Llamazares en el prólogo de Un andar que no cesa (Fórcola2020), el nuevo libro del escritor y crítico literario Ramón Acín (Piedrafita de Jaca, Huesca, 1952) comparte esa manera de entender el sentido de viajar y su correlación con la lectura ciñiéndose a las palabras que el propio autor expresa en sus notas de viaje: “viajar es ante todo encontrar y encontrarse, informarse, cartografíar, absorber, meditar, comprender y contar”. Añade Llamazares que Acín, como gran viajero “que lee y viaja a la vez”, también ha hecho de los libros su principal baluarte, instrumento y guía de conocimiento del mundo.
En Un andar que no cesa se edifica un tránsito viajero, una autobiografía, desde el cimiento de contar la experiencia de un escritor que reúne un conjunto de textos para conformar un relato propio en el que se impone el sentido de reflejar un crónica donde verter los asombros encontrados por los lugares visitados en sus diferentes expediciones viajeras. La vida del viajero, se deduce del texto, consiste precisamente en ese paso del tiempo experimentado, en el cambio, en la alteración que provoca todo trayecto. Lo que hay en este libro no es solo una historia personal, sino, además, un reflejo del significado de lo que decía Paul Theroux y que dentro del mismo se cita: “El viaje sólo tiene glamour cuando se lo mira con retrospectiva”.
En esa retrospectiva se hace notar la mayoría de los destinos que transcurren por el libro, cada uno con su tono pasional y revelador. Todos ellos, con inusitado interés e impacto personal, quedan descritos en un extenso vagar por Sicilia, Egipto, Bélgica o Normandía. También aparecen otros emplazamientos vívidos del interior de España, marcados por la Guerra Civil, así como un relato paisajístico y minucioso de la obra artística de Goya por Aragón. En otro capítulo, el autor toca la memoria y huellas de los libros para fijar su mirada en el paisaje y sus mil caras. Pero en todo su periplo, lo que trasciende de la lectura es, sobre todo, un sentir explícito que el autor esclarece por medio de una de sus frases más felices: “Si la vida es viajar, los viajes son su aliento”.
Para Ramón Acín, viajar es dialogar con uno mismo ante espacios, gente, lugares y la propia historia. Este es un libro que se deja leer gratamente porque contiene esa salsa picante que tanto gusta al lector curioso de redescubrir ciudades, detalles históricos y, al propio tiempo, perspectivas particulares, a través de la mirada e impresiones de alguien propenso al asombro. Es la voz del viajero quien propone andar con los ojos bien abiertos, y lo hace con las palabras justas y necesarias para acompañarlo en sus hallazgos por los distintos emplazamientos y recorridos que aquí se hacen notar.
Un andar que no cesa recoge ese cómputo de significados y ese espíritu de discernir lo que todo viaje, como la vida, propone: enfrentarse a lo desconocido, conocerlo y comprenderlo a la vez que ensanchar la experiencia personal de quien lo acomete. Ramón Acín firma un cuaderno de viajes fecundo y perspicaz, con el propósito de contarnos una travesía personal emotiva por los paisajes y el tiempo, un libro hecho de nombres, impresiones, vislumbres y memoria. Y nos viene bien, más aún, en un momento como este en el que evadirnos es justo lo que más necesitamos.
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