El hombre es imposible sin imaginación, sin la capacidad de inventarse una figura de vida, de idear el personaje que va a ser, dice el filósofo Manuel Cruz. El hombre –subraya con énfasis– es novelista de sí mismo, original o plagiario. Por eso, podemos afirmar que cada obra literaria genera su propia verdad, que no tiene por qué coincidir con la de curso legal por la que transitamos a diario. Los libros no enseñan a vivir, tan solo se aproximan a la exigencia de la vida. La obligación de las novelas, de ficción o no-ficción, es enseñarnos a soñar con otras cosas, ser ámbitos de libertad en donde se entra y se sale con absoluta independencia. Lo que debemos pedirles es que exploren por nosotros todos los universos estéticos y morales posibles.
Por eso conviene no olvidar que toda novela fabula, es decir, toda novela inventa. Bien lo dejo dicho Witold Gombrowicz cuando escribió que en la literatura la sinceridad no conduce a ninguna parte: «El artificio permite al artista aproximarse a la verdad». La literatura es un arte embaucador. Nada hay que una novela no pueda representar. “Las novelas –como la vida– se leen desde el primer capítulo hasta el último, pero se escriben desde el final –también como la vida, que solo adquiere sentido una vez vivida–”, escribe el novelista Rafael Reig (Cangas de Onís, 1963), autor de dos brillantes narraciones sobre la historia de la literatura: Señales de Humo y La cadena trófica, ambas publicadas en 2016 y que forman parte de su Manual de literatura para caníbales, en los primeros compases de Amor intempestivo (Tusquets, 2020), su nuevo libro, un relato autobiográfico sustentado en una indagación personal en la que no falta humor, ironía y una impetuosa carga emocional, tres vertientes con las que compendia toda una vida dedicada al oficio de escribir.
Reig da cuenta de muchas etapas de su vida, de sus padres y el trágico final que tuvieron, de su abuelo Benito, farmacéutico y alcalde, y de su otro abuelo Elías, procurador en las Cortes por el tercio familiar, y, cómo no, de su juventud, de su preocupación por sacar buenas notas, de sus juergas y “amores punitivos”, como él los llama con malicia. Confiesa que no hizo falta descubrir su vocación de escritor con esta afirmación: “jamás concebí otra posibilidad”, y cómo en los años de universidad presumía de ello como “escritor bajo palabra”, es decir, comprometido consigo mismo para ese menester, por voluntad propia. Nos cuenta que siempre le pareció provechoso hablar de sus proyectos narrativos y de lo que supusieron para él y su círculo de amigos literatos, como Antonio Orejudo o José María Ridao, aquellos años ochenta en Madrid: “un verdadero novelista no podía evitar el contacto con el tiempo que le había tocado vivir, que en nuestro caso fueron los amenes de la movida madrileña”.
Todo lo que el lector se va a encontrar en las páginas de Amor intempestivo no es más que una novela atravesada por un relato desmitificador de lo que se supone lleva de gloria una vida literaria y su parafernalia, de las generaciones literarias, de las editoriales y presentaciones de libros, esto es, de todo ese mundillo al que se añade el adjetivo de “literario” para darle alcance y profundidad. Lo que Reig escribe acerca de todo esto es autorreferencial. El narrador no es inmune al gozo de buscar el éxito, como tampoco lo es al desaliento, en cierto modo, como en una novela picaresca, aquí se cuentan fortunas y desventuras, añoranzas e imposturas, sueños y pérdidas.
Y lo mejor de todo es que el lector participa con atención de esa experiencia narrativa como confidente, gracias al tono afable y desinhibido de una prosa sencilla e intimista que le hace percibir que también en ese largo trayecto trasciende algo suyo en ese ambiente de anhelos y desencantos. Y en esa pretensión del narrador, a través de los recuerdos y, especialmente, del cariño mostrado a sus padres, quizá las páginas más entrañables del libro, concita a tocar con nostalgia lo que tiene de valor sentimental el hogar, pese a que dentro del mismo haya resquicios guardados: “el secreto es la argamasa de toda vida familiar” y, de alguna manera, a todos incumbe. Y en eso, la vida del propio novelista también nos parece más natural y humana, más palpable y ondulante como la de cualquier persona normal.
El Reig más mundano y libertino, consciente del paso del tiempo y de los límites de la creación literaria, reivindica la bondad como vía trascendental de una vida, como así señala con la cita de Unamuno que abre y cierra el libro, porque «es el fin de la vida hacerse un alma». Y con ese propósito el autor culmina su novela, sabedor de que esa obra maestra a la que de joven aspiraba a escribir no ha llegado a secretar en su “glándula”. Pero eso no tiene importancia, confiesa: “Lo que me habría gustado poder mostrarles no son mis obras completas, sino algo más valioso: que he logrado hacerme un alma, sacarla de ese pozo que no tiene polea ni pozal”.
Amor intempestivo es una hermosa recapitulación sentimental, una tentativa dispuesta en una narración conmovedora y honesta. Este es un libro en el que la literatura y la vida se estrechan y apenas difieren. Rafael Reig no escurre el bulto. Nos muestra tantos detalles lúdicos de su azarosa vida como momentos cargados de adversidad, y, por encima de ellos, refulge el orgullo de amor filial por sus padres, porque fueron buenas personas, que se querían hasta el mismo día fatídico que murieron en aquel trágico incendio doméstico acaecido en la Nochevieja de 1998.
Es difícil imaginar un estadio en el que el escritor no esté en un devenir hacia la condición de escritor y en el que la escritura no constituya una herramienta de exploración de esa condición. Este libro de Reig así lo hace, con elegancia, sinceridad, humor y contrario a todo eufemismo, evocando muchas vivencias, algunas de ellas recordadas durante toda su vida, aunque no siempre coincidan con aquellas otras que le hubiera gustado revivir y perseguir o, aún más, alcanzar. Un disfrute de lectura.
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