miércoles, 29 de julio de 2020

La normalidad de lo monstruoso

Tal vez, lo que todo escritor pretende es lo que quiso Chéjov: “Intentar lo imposible para decir las cosas como no las ha dicho nadie nunca”. Una lectura atenta nos puede acercar a ese propósito que el escritor siempre tiene en mente. De ahí que conviene tener en cuenta que, al igual que en el cine, una obra literaria esconde numerosos “efectos especiales”, digamos artificios, recursos narrativos y estilísticos, que un lector avezado detecta y valora.

Entrando en materia, la narrativa de Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) obedece a un estilo vocal cercano a la composición musical, en la que los tonos alto y bajo del relato y las pausas, mayormente breves, marcan el ritmo de la lectura. En Confesión (Anagrama, 2020), su nueva novela, el ritmo veloz del texto da cuenta de la travesía casi simultánea de los personajes que lo transitan. Kohan reúne ese envoltorio narrativo trepidante y seductor con el que conjuga tres historias distintas conectadas entre sí por dos personajes: Mirta López, la abuela del narrador, y Jorge Rafael, el militar que se alzó con el poder de la nación con el golpe de 1976, y bajo cuyo mandato ocurrieron terribles sucesos, quizá fueron los años más oscuros y crueles por los que ha pasado la historia reciente de Argentina.

Pero vayamos por paso, porque Confesión no es una novela sobre Videla, ni mucho menos sobre la dictadura. Tampoco es una novela sobre la vida y milagros de una abuela enamoradiza y fiel cumplidora de sus obligaciones religiosas, sino que todo lo anterior conforma un cauce narrativo para desembocar en cómo se manifiesta y convive en las personas lo monstruoso con la más aparente normalidad del mundo.

En la primera parte, que abarca la mitad del libro, el nieto de Mirta López, una mujer ya anciana y con una incipiente demencia senil, narra lo que su abuela le va contando en sus visitas al geriátrico, esto es, el deslumbramiento que sintió a sus 12 años por el hijo mayor de los Videla, un muchacho de aire altivo y circunspecto, llamado Jorge Rafael. Ese adolescente, que lleva los nombres de sus dos hermanos mellizos fallecidos por sarampión, se convertirá más tarde en un dictador atroz e implacable. La mujer le va contado a su nieto cosas que solo alguien con ese desparpajo propio de la enfermedad mental que padece se atreve a contar, sin ningún rubor ni remilgo.

Le revela pasajes de su vida de cuando vivía en Mercedes, y cómo reaccionaba y se alteraba ante la presencia del hijo mayor de los Videla, una desazón que apaciguaba en el confesionario bajo la tutela del padre Suñé, que, al principio, apenas le daba mayor alcance a sus pecados, la absolvía mandándole rezar un par de oraciones. Pero Mirta López sigue cautiva en secreto de su galán, se arrebata cuando este se sienta a su lado durante la misa, simula encontrarse con él por las aceras: “ Pasó una calle, él ya venía, iban a cruzarse por fin. Pudo verlo: de cerca y de frente. Y él, ¿la vio? ¿La miró? Reparó en ella? Daba toda la impresión de que no [...] Eso a ella, Mirta López, no solo no la defraudó, sino que fue lo que terminó de encenderla [...] Ese instante, fugaz y definitivo, la hizo sentir, sin que supiera del todo por qué, que iba a cambiar para siempre su vida”.

La segunda parte del libro se centra en un episodio de la historia argentina un tanto olvidado: la Operación Gaviota, el atentado fallido que el Ejército Revolucionario del Pueblo, una organización armada de izquierda, acometió contra Videla en 1977, colocando dos explosivos bajo la pista de aterrizaje del Aeropuerto de Buenos Aires que detonarían cuando el avión presidencial estuviera a punto de elevarse.

La última transcurre en la residencia de ancianos donde está ingresada Mirta López. Ella y su nieto juegan una partida de cartas manteniendo una conversación banal sobre el propio lance del juego. Pero, conforme avanza la partida, Mirta López se sumerge en un relato sombrío del pasado que involucra a su hijo, el padre de su nieto, y ya no se muestra tan inocente, ni tan senil, sino como alguien que avanza sin pudor sobre el secreto más infame de su vida y sin atisbos de arrepentimiento: “Habrá sido en esos días, dice mi abuela, que pensé en hablar con el coronel. Yo tengo el mazo de cartas en la mano. Pero apretado y quieto: inmóvil. –¿Estás dormido o qué?–me dice ella– [...] Pero siento los naipes más blandos en las manos, demasiado flexibles, como humedecidos...”

Llegado a este punto final de la novela es cuando Kohan hace trascender que el horror es más horror cuando todo sigue o ha sucedido como si no pasara nada, haciendo uso del artificio de la omisión, activando lo no dicho que late en el meollo del relato, y que ahora convulsiona, y se doblega ante la perplejidad equidistante entre el narrador y la protagonista.

Confesión es una novela nada complaciente, estructurada en un marco temporal en la que no solo cabe la vida y destino de sus personajes, sino también un trozo importante de la historia de un país. Este es un libro bien urdido, contado con eficacia, gracias a su escritura ágil y envolvente, repleta de vívidos diálogos y de un fraseo eficiente basado en la firmeza de una prosa lacónica y sobria, sin abalorios, hecha de elementales economías sintácticas capaces de tensar la narración y precipitarla hasta un final dramático y terrible. Su lectura conmueve, agita y da que pensar.

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