lunes, 6 de diciembre de 2021

Aforismos por las nubes


La lectura de aforismos tiene como condición previa la aceptación tácita de que tiene sentido algo cuya tarea primordial es completar lo que queda dicho. Al menos esa es la actitud genuina de sus lectores, a la que se añade su fascinación por lo escueto, por lo mucho que es capaz de expandir la brevedad de lo que se presenta ante sus ojos. Pero también, su hondura, la que se encuentra implícita en el texto y convierte lo escrito en un terreno propicio para la iluminación, la perplejidad y el asombro, con la idea de encender nuestro interés por lo que transcurre en el texto y lo que revela de extraordinario e insólito.

Bien es cierto que en la propia esencia del aforismo existe una inexorable voluntad de verdad, de concisa y desnuda verdad, sutil y provocadora que, curiosamente se despliega por los mismos linderos de la poesía. El aforismo y la poesía se parecen en lo que tienen de epifanía, en su condensación, en el límite de su expresión, en esa suerte de lenguaje en busca de un resplandor o revelación. Hay un nexo compositivo parecido. De ahí que el aforismo surja con tanta naturalidad en las manos del poeta como un verso suelto. Muchas veces, podemos encontrar más poesía en dos o tres aforismos que en un largo poema. En esa analogía podemos situar al poeta como escritor en la frontera del aforismo, algo que ya intuía Borges en esta sentencia: “El poeta no construye enunciados sobre la realidad, sino que construye la realidad por medio de enunciados”.

Y digo todo esto porque quienes hemos leído la poesía de Itziar Mínguez (Baracaldo, 1972) desde La vida me persigue (2006), Cambio de Rasante (2015), Qwerty (2017) o Lo que pudo haber sido (2019) hemos sentido ese pálpito de enunciados, asombros y hallazgos de la realidad del día a día con esa voluntad concisa de hacernos caer en la cuenta de lo que acontece en lo cotidiano. Libros que hacen guiños permanentes al lector y, a la vez, lo toman de la mano para animarlo a acabar las elipsis de sus poemas, o lo inducen a experimentar sus reticencias. Su poesía trata de situar al lector en ese ámbito aforístico cercano de la confidencialidad, del pálpito de la realidad del sujeto poético que lo conforma, sin apenas artificio, tan solo con la audacia suficiente de la palabra ajustada para atrapar el interés del sujeto lector que lo acompaña.

Y ahora, en esa estela de levedad poética tan característica suya, nos sorprende con Nubes y claros (Cuadernos del Vigía, 2021), un libro con el que ha ganado ex equo el VIII Premio Internacional José Bergamín de Aforismos, un estupendo debut en un género tan exigente que, no solo precisa perspicacia, precisión y alcance, sino que requiere un talento muy intuitivo para condensar el lenguaje. Da la impresión de que en su cabeza ese mecanismo de creación de enunciados anduviera en permanente efervescencia. No se ha hecho esperar mucho, porque en sus más de trescientas miniaturas hay mucha vivencia personal, impresiones, imágenes poéticas, proclamas y un sin fin de ejercicios lúdicos que resumen una provechosa andanza a lo largo del tiempo por el aforismo, un género calificado por muchos de vocacional y paradójico.

En este lance fragmentario de ahora, Itziar se empeña en provocar en el lector un vislumbre de sus expectativas y, de alguna manera, lo realza con un buen álbum de instantáneas en el que las nubes se dejan querer, alternan e interactúan con el lenguaje y con la realidad palpable de la vida. Revelan algo de nosotros: “Las nubes dicen cosas de las que enseguida se arrepienten”. Muestran analogías con nuestra naturaleza: “Las nubes padecen un severo trastorno de personalidad”, e, incluso, se incorporan en nuestra habla: “Ojo con poner a alguien por las nubes, puede que acabe lloviéndote encima”.

En los aforismos de Nubes y claros hay también reverberaciones que aglutinan reflexiones, epifanías, hallazgos, notas, una amplia tentativa en la que destaca, además de su concisión, su plasticidad, preocupación ética y el gusto por la paradoja. Hay lugar para los sueños, las promesas, el deseo, el orgullo, las segundas oportunidades o las madres. De estas dos últimas dice lo siguiente: “Los consejos de las madres son como la letra pequeña de los contratos”; “Las segundas oportunidades son como las segundas rebajas. Nunca queda nada de tu talla”.

Quizá lo más contagioso del libro esté en ese pulso contenido que transmite la palabra del yo como personaje, atento a la vida azarosa, sin dejar de interpelarla, como si nos advirtiera de que: “Lo peor de todo nunca es lo peor de todo”, de que pasamos nuestros días mirando anodinamente las cosas, con el riesgo de diluirnos en el mero discurrir del tiempo. Reproducir los instantes de la vida, viene a decirnos, es abrir hueco, resquicios de lo que importa, como así queda escrito en uno de sus aforismos más afortunados: “No estar seguro de nada puede ser una gran ventaja”.


En este sentido, el paso del tiempo y sus consecuencias conforman buena parte del hilo conductor del libro, sin solemnidad, porque aquí el humor tiene mucha presencia y estatus: “La vida me ha obligado a perfeccionar mi cara de póquer”. Vivirla, según leemos, supone estar siempre en contacto con uno mismo, con ese testigo interior tan presente y ávido de indicios, tan necesitado de razones para manejar su intemperie y su nostalgia: “Cuánto quedó de nosotros en los cines que cerraron”. Verdad que es cierto y hasta resulta poético. Lo mismo que de recurrente tiene este otro aforismo: “Cuanto más empeño pones en olvidar más te acuerdas”.

En Nubes y claros descubrimos a una poeta que se encuentra a su antojo con el aforismo, como si esta práctica le viniera de lejos, un género, por otra parte, que revela muchos rasgos de la personalidad y carácter de quien lo escribe. “Escribir aforismos –nos dice– ayuda a saber que piensas cosas que no sabías que pensabas”. Ese vínculo aquí es palpable y trasciende, hasta el punto de sentirse uno a gusto y, por momentos, aforista implícito del libro.


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