Si
para Gabriel Celaya
la poesía es un arma cargada de futuro, y si para Agustín
de Hipona si nada pasase no
habría tiempo pasado, y si nada sucediese no habría tiempo futuro,
para Ramón Eder
(Lumbier, Navarra, 1952) “el aforismo es un arma cargada de
inteligencia”, pero también asegura que “si no me preguntas qué
es un aforismo lo sé, si me lo preguntas no lo sé”. En ambos
casos hay una conciliación con lo que formulaba el poeta de Hernani
y el autor de las Confesiones,
que viene a confirmar lo que apunta Felix Trull
sobre el significado del aforismo: una isla rodeada por todos lados
de otros aforismos.
Con
ciertos libros de aforismos suceden estos misterios. De hecho, no son
los lectores quienes los leen y subrayan, sino más bien parece todo
lo contrario, que son sus frases las que leen el pensamiento de los
lectores, como si ellas fueran las encargadas de interpretar y
revelar las ideas y los vínculos de quienes sostienen el libro entre
sus manos complacidos de esa reciprocidad secreta que les unen.
El
caso es que Palmeras solitarias
(Renacimiento, 2018) está en esa órbita que surca todo buen libro
de aforismo, la de evocar algo parecido a esas sensaciones en el
lector, como si él mismo lo hubiera musitado antes de que su autor
viniera a plasmarlo por escrito. Eder
tiene esa capacidad seductora de hacer que el lector de sus aforismos
se considere partícipe de sus epifanías, algo que viene cultivando
desde hace veinte años con la rotundidad admirable de pertenecer al
grupo selecto del género breve, de la estirpe de Karl
Kraus, S. Jerzy Lec,
Jules Renard o
Nicolás Gómez Dávila,
autores todos ellos de innegable referencia, que se mueven como pez
en el agua entre la paradoja, la metáfora y el juego de palabras,
capaces de enfrentarse a la experiencia de lo absurdo y de las
perplejidades de la vida. La vida es la mina a la que acude también
Eder para extraer las
enseñanzas y revelaciones que originan sus asertos, sus hallazgos
felices y contradicciones socarronas.
Ramón Eder
es un escritor que lleva como credo literario en su obra aforística
ese que entiende que las palabras no aspiran más que a un modo de
vestir el pensamiento a su medida, sin más artificio retórico que
saber poner en entredicho lo contemplado con cierta chispa. Su
inigualable estilo se filtra con naturalidad por la senda impaciente
que todo lector lleva consigo cuando se pone a leer este tipo de
libros que, si no entretiene al mismo ritmo que dilucida reflexiones
e ideas, pudiera abandonarse a las primeras de cambio. Son ya muchos
los libros de aforismos que avalan su reputación en estas lides, un
género de apariencia sencilla pero muy exigente, que precisa talento
y pericia a la hora de crearlo.
La
ironía y el humor, además de su buena dosis de escepticismo
constituyen los ejes que atraviesan de cabo a rabo las ideas y
epifanías que Eder
despliega en la concepción de sus aforismos, poniendo distancia a
cualquier ocurrencia o moralina y huyendo del aforismo edulcorado,
sin sustancia y encorsetado en una buena frase. El navarro se ocupa
de escribir para ese “lector que sabe leer entre líneas”, porque
para él “la ética del aforismo reside en no decir tonterías”,
ni hacer trampas.
Los
buenos aforismos resisten al paso del tiempo, perduran y se hacen
valer, pero sin son muy buenos –subraya Eder–
ya son de todo el mundo. Palmeras solitarias
contiene más de doscientas piezas, una treintena de ellas ilustradas
por el propio autor, de las que destacan un buen puñado de ellas,
irresistibles por su astucia y gracia, más preocupadas en aludir que
en explicar, y eso las agranda en su alcance. Si hay algo
especialmente genuino en los aforismos de Eder
es esa melodía humana y cáustica que los atraviesa. Muchos de sus
hallazgos encuentran lo universal en lo particular.
La
buena literatura son dos cosas: arte y verosimilitud. Se trata de dos
consideraciones aplicables tanto a la ficción como a la no ficción,
a la poesía, a las obras de teatro y, por supuesto, al aforismo. El
género aforístico tiene como objetivo preservar las posibilidades
de la verdad y de la epifanía juntas, en el mismo punto de
encuentro, el lugar que debe darnos que pensar, que hacernos asentir
o pillarnos por sorpresa.
Escribir
un buen libro de aforismo no está al alcance de cualquiera. Hace
falta ser un buen lidiador del lenguaje para recrear la vida a partir
de un detalle de esa misma vida. A los que somos entusiastas de este
formato literario nos chifla lo inaudito, y Eder
en ese aspecto es un artista consumado, fino, sagaz y fiable, que no
te da gato por liebre, capaz de detener el tiempo con inteligencia
para retenerlo el momento justo de extraer alguna consecuencia
dispuesta a perdurar en nuestra memoria. Para no perdérselo.
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