La
rutina tiene muy mala fama pero gracias a ella seguimos adelante,
dice Karmelo C. Iribarren.
Quizás el diario sea un género propicio para extraer de la vida de
quien lo inicia lo inesperado y raro que acontece fuera de esas
lindes repetitivas que se van sucediendo en el devenir diario. La
escritura de un diario sirve como resistencia al paso del tiempo y,
además, responde a esa idea de que escribirlo arroja luz, razón y
sentido a la memoria, porque una vida sin memoria no sería vida en
sí misma.
El
periodista, escritor y crítico teatral Marcos Ordóñez
(Barcelona, 1957), autor de libros como Una vuelta por
el Rialto (1994), Big
Time: la gran vida de Perico Vidal
(2014) o Juegos reunidos
(2016), cambia de registro y nos entrega un libro urdido bajo las
coordenadas del diario que, en gran medida, bascula a partes iguales
entre una postura literaria y una razón vital. Un dietario se
escribe por diversas razones. Las suyas quedan dichas al principio
del libro y son estas tres: “tratar de sujetar lo que escapa del
paso de los días, pensar con un poco de calma, y correr en libertad,
jugando con tonos y géneros”.
Ateniéndose
a esto, Una cierta edad
(Anagrama, 2019) contiene una vida atravesada por la literatura, el
teatro, la pulsión de narrar y por la necesidad de escribir, de
apresar con la escritura el instante que se esfuma. En este libro,
que abarca desde 2011 a 2016, encontramos a un hombre cercano en sus
relaciones con los demás y también a un hombre contemplativo, al
que le gusta zambullirse en el propio río de la vida, echando anclas
a la realidad cotidiana, aproximándose a ella por medio de
recuerdos, crónicas breves, apuntes, humoradas, citas luminosas o
paradojas que la misma le depara.
A
lo largo de las entradas de este cuaderno vemos que Ordóñez
despliega su manera de captar vivencias suyas y ajenas, recuerdos de
infancia y adolescencia, reminiscencias de lecturas, revelaciones de
otros e ironías de la vida: “Escribo para fijarme. Para caer en la
cuenta. Para fijarme en las cosas y en la gente..., para que el
viento del tiempo no se lo lleve todo y a mí con él, y no todo se
afantasme antes de hora. Y para llegar a fin de mes”. Pasea por las
calles de Barcelona recién regada y, mientras lo hace, recuerda
aquello que alguien le dijo: “que todo lo que hemos olvidado nos
grita pidiendo ayuda a través de nuestros sueños”.
Y
cuando llega a casa, por ejemplo, se pone a escribir y evoca a
Umbral, Joan
Didion u Onetti
al pensar que “toda vida es una sucesión de vidas breves”, y al
reflexionar sobre ello cae en la cuenta de que “el problema con las
vidas breves es que cuando te parece que ya comprendes el libro de
instrucciones de una, llega la siguiente y te pilla siempre sin
manual”. Y entre pensar en ello y procurar no ponerse categórico,
a Ordóñez le va la
síntesis que corresponde a sobrellevar el tiempo que le ha tocado
vivir y relativizar las cosas de este mundo: “La vida te pone en tu
sitio: el de un aprendiz. Ahí está la gracia, aunque a veces
maldita la gracia que tiene”, (pág. 136).
Tampoco
se olvida de su pasión por el teatro. Por el escenario de estas
páginas desfila gente notoria del teatro, como Nuria
Espert,
con su elegancia y belleza física, Enma
Cohen,
el incombustible Mario
Gas,
la mirada avispada y burlona del dramaturgo Alfredo
Sanzol,
que dice cosas como: “Hay que escribir para regalárselo a alguien.
Para dar alegría a los días”; la gracia de Ángel
Pavlovsky
o la sabiduría de Peter
Brook
para quien “el teatro es un fugitivo destello de la vida, que nos
recuerda que en el mundo nada es lineal, ni permanente, ni simple”.
Tampoco se retrae Ordóñez
al contestar cuando le preguntan por qué la gente va al teatro, y
les responde: “porque, cuando es bueno, es uno de los escasísimos
sitios donde nos van a decir la verdad. Mejor: es un lugar cuyo puro
objetivo es la construcción de la verdad”.
Una cierta edad
es una celebración de la vida, un diario literario divertido, vivaz
y muy entretenido, forjado con textos dotados de vida propia y ajena,
la vida transferida por su autor y la voz hecha de muchos, que
interfieren en la nuestra con los hechos que se cuenta o simplemente
con el sentir de sus palabras, desvelando, en parte, algún misterio,
construyendo así fragmentos de un mundo que nos explica su vida
anotada, al estilo de Ignacio
Vidal-Foch
e Iñaki Uriarte,
dos diaristas actuales que admira y confía seguir haciéndolo, con
los que comparte ese juego literario de explorar y curiosear la vida
y el mundo por ver lo que sale.
Por
este libro, tan aglutinador de instantes y recuerdos, también aflora
un reguero de lecturas y escritores importantes. Ordoñez
resalta la clarividencia de Salter,
al que cita con profusión, saca lustre de la ingeniosidad y el ritmo
vivaz de Stendhal,
del poder de seducción de Flaubert,
y de otros sesgos de escritores queridos como Larkin,
Caparrós,
Handke,
Auden
o Modiano,
de los que destaca la vida reflejada por ellos en la literatura,
fruto del silencio y el tiempo.
No existe un modelo literario capaz de contener la complejidad de la
realidad humana a la hora de emprender su escritura. Ninguno, y mucho
menos un diario, puede escapar a la subjetividad del escritor, a su
propia condición y a sus legítimas motivaciones. Y qué importa
todo eso. A uno, como lector, cuando se encuentra en medio de un
libro como este, que le hace sentir confortable y a gusto, nada le
impide ponerse al lado del autor, caminar con él atento a verlas
venir y confiar en una próxima entrega.
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