martes, 12 de marzo de 2019

Libro de horas y deshoras


La rutina tiene muy mala fama pero gracias a ella seguimos adelante, dice Karmelo C. Iribarren. Quizás el diario sea un género propicio para extraer de la vida de quien lo inicia lo inesperado y raro que acontece fuera de esas lindes repetitivas que se van sucediendo en el devenir diario. La escritura de un diario sirve como resistencia al paso del tiempo y, además, responde a esa idea de que escribirlo arroja luz, razón y sentido a la memoria, porque una vida sin memoria no sería vida en sí misma.

El periodista, escritor y crítico teatral Marcos Ordóñez (Barcelona, 1957), autor de libros como Una vuelta por el Rialto (1994), Big Time: la gran vida de Perico Vidal (2014) o Juegos reunidos (2016), cambia de registro y nos entrega un libro urdido bajo las coordenadas del diario que, en gran medida, bascula a partes iguales entre una postura literaria y una razón vital. Un dietario se escribe por diversas razones. Las suyas quedan dichas al principio del libro y son estas tres: “tratar de sujetar lo que escapa del paso de los días, pensar con un poco de calma, y correr en libertad, jugando con tonos y géneros”.

Ateniéndose a esto, Una cierta edad (Anagrama, 2019) contiene una vida atravesada por la literatura, el teatro, la pulsión de narrar y por la necesidad de escribir, de apresar con la escritura el instante que se esfuma. En este libro, que abarca desde 2011 a 2016, encontramos a un hombre cercano en sus relaciones con los demás y también a un hombre contemplativo, al que le gusta zambullirse en el propio río de la vida, echando anclas a la realidad cotidiana, aproximándose a ella por medio de recuerdos, crónicas breves, apuntes, humoradas, citas luminosas o paradojas que la misma le depara.

A lo largo de las entradas de este cuaderno vemos que Ordóñez despliega su manera de captar vivencias suyas y ajenas, recuerdos de infancia y adolescencia, reminiscencias de lecturas, revelaciones de otros e ironías de la vida: “Escribo para fijarme. Para caer en la cuenta. Para fijarme en las cosas y en la gente..., para que el viento del tiempo no se lo lleve todo y a mí con él, y no todo se afantasme antes de hora. Y para llegar a fin de mes”. Pasea por las calles de Barcelona recién regada y, mientras lo hace, recuerda aquello que alguien le dijo: “que todo lo que hemos olvidado nos grita pidiendo ayuda a través de nuestros sueños”.

Y cuando llega a casa, por ejemplo, se pone a escribir y evoca a Umbral, Joan Didion u Onetti al pensar que “toda vida es una sucesión de vidas breves”, y al reflexionar sobre ello cae en la cuenta de que “el problema con las vidas breves es que cuando te parece que ya comprendes el libro de instrucciones de una, llega la siguiente y te pilla siempre sin manual”. Y entre pensar en ello y procurar no ponerse categórico, a Ordóñez le va la síntesis que corresponde a sobrellevar el tiempo que le ha tocado vivir y relativizar las cosas de este mundo: “La vida te pone en tu sitio: el de un aprendiz. Ahí está la gracia, aunque a veces maldita la gracia que tiene”, (pág. 136).

Tampoco se olvida de su pasión por el teatro. Por el escenario de estas páginas desfila gente notoria del teatro, como Nuria Espert, con su elegancia y belleza física, Enma Cohen, el incombustible Mario Gas, la mirada avispada y burlona del dramaturgo Alfredo Sanzol, que dice cosas como: “Hay que escribir para regalárselo a alguien. Para dar alegría a los días”; la gracia de Ángel Pavlovsky o la sabiduría de Peter Brook para quien “el teatro es un fugitivo destello de la vida, que nos recuerda que en el mundo nada es lineal, ni permanente, ni simple”. Tampoco se retrae Ordóñez al contestar cuando le preguntan por qué la gente va al teatro, y les responde: “porque, cuando es bueno, es uno de los escasísimos sitios donde nos van a decir la verdad. Mejor: es un lugar cuyo puro objetivo es la construcción de la verdad”.

Una cierta edad es una celebración de la vida, un diario literario divertido, vivaz y muy entretenido, forjado con textos dotados de vida propia y ajena, la vida transferida por su autor y la voz hecha de muchos, que interfieren en la nuestra con los hechos que se cuenta o simplemente con el sentir de sus palabras, desvelando, en parte, algún misterio, construyendo así fragmentos de un mundo que nos explica su vida anotada, al estilo de Ignacio Vidal-Foch e Iñaki Uriarte, dos diaristas actuales que admira y confía seguir haciéndolo, con los que comparte ese juego literario de explorar y curiosear la vida y el mundo por ver lo que sale.

Por este libro, tan aglutinador de instantes y recuerdos, también aflora un reguero de lecturas y escritores importantes. Ordoñez resalta la clarividencia de Salter, al que cita con profusión, saca lustre de la ingeniosidad y el ritmo vivaz de Stendhal, del poder de seducción de Flaubert, y de otros sesgos de escritores queridos como Larkin, Caparrós, Handke, Auden o Modiano, de los que destaca la vida reflejada por ellos en la literatura, fruto del silencio y el tiempo.

No existe un modelo literario capaz de contener la complejidad de la realidad humana a la hora de emprender su escritura. Ninguno, y mucho menos un diario, puede escapar a la subjetividad del escritor, a su propia condición y a sus legítimas motivaciones. Y qué importa todo eso. A uno, como lector, cuando se encuentra en medio de un libro como este, que le hace sentir confortable y a gusto, nada le impide ponerse al lado del autor, caminar con él atento a verlas venir y confiar en una próxima entrega.


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