martes, 5 de marzo de 2019

Ejercicio de la concreción


El impacto del género breve se ha colado de manera exponencial en nuestras vidas de usuarios de las redes sociales. La gente no para de leer y remitir a sus amigos y conocidos continuas greguerías, ingeniosas frases y twitters recurrentes que se hacen pasar por aforismos y que circulan a la velocidad del rayo por las pantallas de los móviles y de las tablets. Como muy bien subraya Manuel Neila al respecto, esta modalidad expresiva está de continuo bajo sospecha. Por eso nos conviene apartarnos de esa avalancha ruidosa de meras ocurrencias y simplezas, y estar atentos para que no nos den gato por liebre.

A los que nos gusta el género y frecuentamos su prosa sugerente sabemos que los aforismos poseen un carácter proteico, ensayístico y meditativo, que no son juegos de palabras, sino todo lo contrario. Tampoco el aforismo aspira a un mero ayuntamiento de conveniencia entre lo filosófico y lo poético. Digámoslo con rotundidad: el aforismo no es una ocurrencia, pero sí una forma filosófica en su justa medida, cuya rotundidad reside en el trabajo del pensamiento, algo que defendía a ultranza Wittgestein. Para él todo aquello que podía pensarse con palabras podía ser dicho claramente y sin ambages en un lenguaje lógico y conciso. En ese sentido, el aforismo es un vehículo todoterreno, como la filosofía, un medio apto para examinar lo concreto, lo cotidiano y, también, cómo no, lo trascendente y metafísico.

El poeta Javier Sánchez Menéndez (Puerto Real, 1964) en su nuevo libro de aforismos Concepto (La Isla de Siltolá, 2019) abunda en desmenuzar todo ese ser y sentir que van adheridos a este género literario que, ante todo, significa para él “un ejercicio de la concreción”. Viene a decirnos con esto que un buen aforismo no es más que la síntesis lograda de una idea, de un concepto que incita a la reflexión: “Aforismo es concepto –subraya–, y el concepto es calidad y esencia”. Lo suyo es un trascender desde dentro el lenguaje, pero permaneciendo en él, una invitación a la aventura del pensamiento y a lo que la vida en sí propone y dispone.

No cabe duda de que el arte de deleitar, persuadir o conmover se expresa con más prontitud y con más frecuencia recurriendo a lo breve y simple antes que a lo más extenso y de mayor complejidad. A ese fascinante y silencioso mundo que reside en lo escueto, un arte antiguo y noble, se le ha nombrado de muchas maneras: proverbios, máximas, adagios, epigramas, aforismos, una infinidad de nomenclaturas y de apariencias para afinar en la concisión de ideas, “para transmitir un mínimo sonido con un máximo de sentido”, decía Mark Twain. Lo que propone Sánchez Menéndez con sus artilugios, como así llama a sus brevedades, sería algo así como si los concibiese sobre las ideas y el sentido común que sacuden a las cosas importantes.

En Concepto el lector se va a encontrar con un compendio filosófico, moral y estético dividido en seis partes pobladas de sorprendentes agudezas, divagaciones e ideas. En la primera de ellas, que ocupa la mitad del volumen, reúne ciento cincuenta aforismos bajo el título de Nuevos artilugios, por donde transita un universo de sentido y pensamiento analítico, entre el ingenio conceptual, la reflexión filosófica y el apunte literario al que no le falta esa capa de ironía y descreimiento inconfundible de su autor.

Por estos artilugios navega el espíritu de Platón, Dante y Rilke, la lectura, los libros y la escritura, la atención a la vida y sus perplejidades, las falsas creencias, la verdad y la poesía: “La escritura es el hijo menor de la lectura”, señala en uno de sus primeros aforismos para enlazar inmediatamente con este otro: “La lectura es la lumbre que no cesa”. También se acerca al anhelo de no dejar de creer en el hombre: “La mayor aspiración del ser humano es comprender al ser humano”. De la verdad dice mucho y aclara: “Nunca es tarde si la verdad decide”. Insiste, volviendo su mirada a la literatura, para llegar a la conclusión de que “sin verdad no hay ficción”.

El siguiente apartado, el más breve de todos, propone un decálogo descreído, pero necesario, para seguir viviendo, en el que arremete contra el incauto que no ve lo efímero de la vida y la insignificancia de la existencia. En Morales y amorales, Sánchez Menéndez pone a prueba nuestra agudeza al proponerse examinar todo lo que concurre alrededor de la vida y su aprendizaje: el respeto, la gobernanza, la pasión, el gozo, la educación y la cultura, la moralidad, o cómo acometer el devenir del tiempo: “El tiempo es el juez de la palabra”. En Concepto dedica un buen puñado de aforismos dispuestos con los que pretende desvelar la esencia de su significado, que no es otro que aspirar a no ser relativo: “Un aforismo es un ejercicio del dilema”, nos dice, señalando a continuación en otro que “Un aforismo no nace por arte de magia, nace por la magia del arte, que es el misterio de la creación”.

Los dos capítulos finales con que cierra su glosario aforístico, son El espejo que tiene el marco verde y Palabras para un joven lector-editor. En uno invita a mirarnos y a reconocernos frente al espejo: “Del espejo nace el principio de causalidad” y “el espejo es la otra vida”. En el otro evoca, con pretensiones de calar en el lector, la idea de no seguir el canon establecido, de crear el canon propio, pero sin dejar de leer a los clásicos: “Tu canon es tu criterio, y tu criterio nace de las lecturas mediante tu sentido común y tu capacidad”, porque “la verdadera escritura es universal y atemporal”.

Necesitamos reflexión, perspectivas y vida intelectual que nos complete de lo rutinario. Necesitamos del pensamiento, del lado moral y estético de las cosas, su otro lado, sus complejidades. Somos seres plurales, necesitados y, al tiempo, condenados a desaprender. Hay mucho de toda esta dependencia en el libro de Sánchez Menéndez, como también de instructivo e incendiario, autor tan proclive a describir como a prescribir, una manera deontológica de interpelar al lector predispuesto a batirse el cobre.


No hay comentarios:

Publicar un comentario