La
literatura difiere de la vida en que la vida está, mayormente,
salpicada de detalles acumulados y raramente nos encamina hacia
ellos, mientras que la literatura nos enseña a observar, porque en
el proceso de creación ya se ha encargado de seleccionar los
detalles que le convienen para armar su artificio. Esta enseñanza
tiene mucho de dialéctica, y como diría el crítico James
Wood, lo asombroso es lo que la
literatura no deja de hacer: que nos fijemos más en la vida, que
ensayemos en la propia vida, “lo que a su vez nos hace mejores
lectores de los detalles en la literatura, que a su vez nos hace
mejores lectores de la vida. Y así sucesivamente”.
“Échale
la culpa a los otros de tu infelicidad, si crees que eso te ayuda.
Pero tal ilusión durará poco: al menor atisbo de lucidez verás que
eres tú quien ha decidido y escogido. Y que la vida te ha sucedido
de esta forma porque no pudiste hacer nada para que te pasara de otra
forma”. Este apunte del Cuaderno
de Iowa responde a esa
toma de conciencia del tiempo, de sus intermitencias y agitaciones,
por donde transita la escritura de Envejece un perro
tras los cristales (Random
House, 2019) de Horacio Castellanos Moya
(Tegucigalpa, 1957), un volumen que reúne dos colecciones de notas,
más de setecientas entradas repartidas entre el Cuaderno
de Tokio y el Cuaderno
de Iowa en
las que hay mucho de insumisión y poco de complacencia.
Aunque
nacido en la capital hondureña, se le considera un escritor
salvadoreño, ya que desde niño su familia se mudó a El Salvador,
patria de su padre. Allí se educó en el liceo de los maristas donde
realizó sus estudios primarios y secundarios. Es autor de una docena
de novelas, y cuenta también en su haber con la publicación de
varios libros de relatos y ensayos. Fue redactor de diarios y editor
de revistas y agencias de prensa, mientras residía en Ciudad de
México. En la actualidad ejerce de profesor en la Universidad de
Iowa. Sus tres obras más recientes, ya editadas en nuestro país,
son La sirvienta y el luchador
(2011), El sueño del retorno
(2013) y Moronga
(2018), todas ellas impregnadas del ambiente de violencia y
convulsión social que se ha venido desatando en El Salvador desde el
último tercio del siglo pasado.
Volviendo
al libro que nos ocupa, o mejor dicho, a estos dos cuadernos
autobiográficos, con diez años de distancias entre uno y otro,
podemos afirmar que ambos tienen mucho de diario personal y, por qué
no decirlo, los dos revelan la cosmogonía de su autor, la del
escritor que se interpela a sí mismo sobre sus deseos personales y
desencantos amorosos, sobre la conciencia de su letargo creativo y
sobre el propio sentir de la vida literaria secreta que lleva, que se
muere por leer y escribir en libertad, apartado en su cueva, como un
eremita, como un solitario testarudo y neurótico. Todo lo que por
aquí transcurre: epifanías, sentimientos, aforismos y preguntas,
son apuntes sueltos escritos en segunda persona, en una voz escogida
con toda intencionalidad, inquisitiva y descarnada, la que necesita
el autor para establecer un diálogo exigente consigo mismo. Ese
interlocutor es severo y caustico con su soledad. Recurre a Onetti
para nombrarla y despojarla de toda máscara: “la soledad tan
deseada es también el infierno tan temido”.
Todo
lo que trasciende por estos cuadernos de apuntes es lo propio de un
artista consagrado a su oficio, esa adicción a su propio universo
creativo, que no escapa del vacío, una realidad que Castellanos
Montoya requiere observar y
escribir sobre ella con descontento y sin disimulo: “Algo está
pasando en mi vida que se me escapa. Ahora sólo puedo dejarlo pasar.
Quizá después haya tiempo para la reflexión... La adicción a ti
mismo crece día tras día. ¿Qué hacer?” No oculta esta agitación
interna, la que sirve a cualquiera y se entabla con el mundo y
nosotros mismos: “Escribes para esconder tu mentira. Lo que dices
suena a verdad, pero es nada más una máscara, tu forma de no
encontrarte contigo mismo”.
Conforme
vamos leyendo salen al paso otras citas y evocaciones de autores como
Carver, Kenzaburo
Oé, John Keats o
Kenko que le recuerda
a Chamfort. También
se suman a este llamado escritores hispanos como Piglia,
Bolaños y Levrero
o pensadores como Schopenhauer
y Cioran. El consuelo
que le proporcionan sus lecturas le da lustre a sus apuntes, lo que
significa para él un ejercicio de escritura que le proporciona
compañía en esos periodos de sequía narrativa. Lo que transpira
Castellanos Moya en
estas notas no es más que una constante desazón inconformista que,
a veces, no es fácil de reflejar, como así lo expresa: “Ciertas
percepciones no pueden ser mencionadas, no pueden ser alcanzadas por
las palabras. El intento de nombrarlas es inútil”.
En
estos cuadernos, sobresale el genio fluido del narrador que habla
despojado de humor, pero no así de un lenguaje implacable, directo y
serio, a veces recio y atormentado, que no le importa verterlo con
cierta retórica moralista. Envejece el perro tras los
cristales es un libro
inteligente y provocador, fecundo en vivencias, que muestra el lado
poco amable de compaginar la escritura y la vida. Castellanos
Moya encuentra un terreno
fértil para explorar los límites de su escritura y, al propio
tiempo, sofocar sus obsesiones más profundas.
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