miércoles, 21 de octubre de 2020

Cuando todo lo nombro

Valeria Correa Fiz
(Rosario, Argentina) fue finalista con El álbum oscuro (2016) del Premio de Poesía Manuel del Cabral, y con El invierno a deshoras (2017) obtuvo el Premio Internacional de Poesía Claudio Rodríguez, un poemario hondo y maduro que nombra los anhelos y los límites de la memoria personal con una poesía enmarcada en una voluntad narrativa de contar historias en los límites que otorga la condensación e intensidad que exige el verso. Con ambas publicaciones dio a conocer una manera muy particular suya de mostrar un mundo íntimo, vaporoso y simbólico en el que importa tanto lo que se dice como lo que trasciende de pasión y vivencias.

Su nuevo poemario, Museo de pérdidas (La Palma, 2020) incide en ese mismo perímetro de intimidad y secretos tan marcado de su segundo libro, pero ahora lo hace más fijado en eso que apuntaba el filósofo Heidegger de que la poesía es la casa del ser. Y desde ahí, lo hace sin prejuicios, sin ataduras, sin importarle extraviarse por el cuerpo y el tiempo para ver la realidad de su yo proyectado en el otro, la voz de quien habla desde su irreductible individualidad. Las palabras iniciales del prólogo ponen el pálpito del metrónomo de lo que sustenta el alma del libro: el tiempo y sus pérdidas. De eso trata, de poner en palabras lo malogrado. Dice que “contemplar lo perdido es intentar dar un sentido a lo que queda y a quienes somos”.

Con sus versos la autora pretende entenderse consigo misma y ser entendida, consciente de que la vida nunca se ciñe al deseo de nuestros sueños, como así refleja en el primer poema del libro: “Cada exilio es un modo de encontrarse en la pérdida / y descubrirme en la ausencia / con un tierno temblor del cuerpo”. Y en este tono se despliega todo el poemario en un vaivén de letanía de una soledad recurrente: “Los árboles me susurran / que ni el desorden del mundo, / ni su propia destrucción / les competen”. Poemas como Punto de fuga o Conjuros responden al verso de “la soledad puede ser solo un error de perspectiva” y no menos a la equidistancia de estos otros: “Te espero aquí, / muy al centro de tu norte, / muy lejos de tu cerca”.

El amor, el deseo y sus pérdidas están muy presentes en las páginas de este libro suyo. Se manifiestan en esa voluntad de revelar historias vividas en los límites exigentes de su creación poética, en la que la contención y el ritmo son imprescindibles. También se saca a relucir el brío sensual como en el poema Plegaria salvaje: “Oblígame a saber quién soy. / Oblígate a pronunciar por fin tu nombre / entre mis piernas”, con una suerte de melancolía que el lector detectará en gran parte de los demás poemas, pero sin dejarse llevar por la desolación y la tristeza. Al contrario, ese sentimiento de anhelos y pérdidas que trasluce se transforman en una manera de canto evocativo y apasionado que conforman su paso por el mundo.

Nos encontramos ante un libro de belleza contenida en la emoción que aporta la observación y el susurro de los sentidos, un poemario de hospitalidad y comunión donde lo importante no es lo logrado sino el significado de lo perdido, una reflexión sobre el verdadero alcance de las fugacidades intermitentes que la vida mínima del día a día ofrece. Un libro con alma disidente en el que la poeta se enfrenta con vigor a la complejidad enorme de la experiencia del vivir cotidiano. Hay algo sagrado en estos poemas, nacidos de la meditación, la rebeldía y el contacto con el otro que apela a la inteligencia, a la exclamación y cómo no, al temperamento artístico, una poesía que refleja lo que producen los hechos pretéritos con toda su carga significativa.

Valeria Correa Fiz traza, a su vez, un poemario laberíntico de experiencias sensoriales en el que quedan representadas las oscilaciones del deseo y su particular mapa de lo erótico. Todo lo que destila su poesía no es más que una ambientación personal que sale de la vida misma, un flujo prolongado de imágenes y recesos sentimentales aparejados a un compromiso irresistible de perseverancia y plegaria. Pero, como aquí se vislumbra, para un poeta la realidad no basta con fijarla, sino que precisa trasponerla en un lenguaje en que lo invisible se haga visible. Y ese es uno de sus logros.

Es eso mismo lo que fulge por este Museo de pérdidas. Si la poesía importa no es por otra cosa que por saber que tiene algo distinto que ofrecer, algo tal vez más lento de descubrir, pero no por ello menos cierto, y también algo de una escala necesariamente más reducida al ámbito de lo individual contrario al examen multitudinario, hecho que implica compartir una reflexión de la vida misma y sus evanescencias.


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