Pero no se queda tan solo ahí. Para él, lo importante, como dejó escrito en su libro Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas (2016), es saber que “la escritura solo consiste en tener algo que decir y encontrar la mejor manera de hacerlo”. Libro a libro, Chico ha ido construyendo su obra literatura sobre esos dos principios preliminares. Pero, en su caso, trazando una poética en la que la indagación es el motor del relato, un modus operandi que lo ha convertido en un escritor de referencia que fundamenta su narrativa mediante la exploración del lenguaje bajo el denominador común de ensayo-ficción. Para él esta modalidad es una manera fecunda de establecer una conexión con el lector para que participe del desarrollo de sus historias, y se vale de este juego indagatorio, que le permite mezclar la realidad y la ficción, para establecer el acompañamiento y desarrollo de lo que quiere contar, a través del tiempo, de lugares, de voces, hasta llegar a establecer el vínculo de su inventiva con la vida real de alguien que guardaba un misterio y merecía una atención.
Así lo hizo con Un final para Benjamin Walter (2017), un viaje a Portbou para contrastar algunos datos sobre la muerte de Walter Benjamin y, después, con Los cuerpos partidos (2019), una indagación personal en busca de la figura del abuelo desconocido, pero muy presente en el credo y el ámbito familiar. Ahora con Los nombres impares (Candaya, 2021) regresa a ese misma esfera narrativa en la que se conjuga la realidad y la ficción, siguiendo la estela de la vida de un poeta desconocido, absorbido por la literatura y oculto en un barrio obrero de Barcelona, un hombre abandonado por su familia que lo convirtió en un resentido, en alguien que, desde su desapego, actuaba siempre a la contra. El narrador-autor de esta historia, alentado por la frase con la que arranca el libro: “Igual tengo una historia para ti”, pronunciada por el director de cine Tomás Acosta, se verá hechizado con la idea de averiguar el paradero de este escritor latinoamericano perdido en el mundo que responde al nombre de Damián Gallego, que quizás tuviera que ver con Darío Galicia, un activo integrante de la escena poética mexicana de los años setenta, amigo de Bolaño y cercano al movimiento infrarrealista, alguien al que también se le perdió la pista.
Chico, que siente predilección por este tipo de personajes cuya vida y obra posee ese embrujo de intriga y enigma, encontró en este anuncio de Acosta el suficiente pálpito y señuelo para emprender la aventura de buscar más indicios sobre lo que sería su nuevo proyecto narrativo dirigido a descubrir la identidad de Damián o Darío, hasta dilucidar lo indecible de los dos, establecer puentes y clarificar la verdadera personalidad de ambos nombres. Todo el andamiaje de la novela se irá montando con avances y retrocesos, con señales e indicios que van tirando de la narración hacia adelante. El propio impulsor de la historia habla consigo mismo, sopesando el sentido que quiere imprimir al texto incipiente que lleva en marcha: “Hablas de Damián, pero no te diriges a él, sino al reflejo que proyectas cuando la pantalla del ordenador vuelve a quedarse a oscuras, antes de que te encuentres, por enésima vez, sin nada entre las manos”.
Poco a poco el lector, acompasando el interés indagatorio del narrador, será testigo de tres revelaciones fundamentales, tres hechos que se convertirían en determinantes en el devenir de la vida de Darío Galicia: su condición de homosexual, la temprana operación de aneurisma cerebral a que fue sometido a instancias de su padre y su vocación literaria. Por estos tres ángulos irá pasando constantemente el relato. Hay, además, una interconexión nada caprichosa que conforma todo el desarrollo del libro, que matiza el devenir de la vida de Damián: la escritura, como necesidad, como remedio para seguir vivo, como forma de reivindicarse y protegerse de lo que la familia le amputó y la sociedad le negó: su identidad irrenunciable.
Nada escapa al interés de Chico por mantenernos en vilo gracias a la eficacia narrativa del texto que nos embauca hacia un fascinante periplo por la memoria de un poeta que prefirió rebelarse ante el desamparo de vivir una vida truncada por ser distinto al resto. Los nombres impares es un título que da que pensar y que la propia novela desvela al final que forma parte del discurso, un libro de enorme pericia organizativa, que articula dos perspectivas complementarias e imprescindibles: por un lado, la ensayística, al paso de una indagación creciente del personaje; por otro, la narrativa, el hilo de la trama bien trazada, gracias a su capacidad de provocarnos una intriga creciente acerca del personaje, con dos nombres de una misma existencia que, a veces, aparecen entrelazados, contrarios a la falsedad y, otras, como supervivientes anónimos de una vida infame.
Diría que después de cerrar el libro, me quedo con el regusto de haber participado en la experiencia emocionante y conmovedora de una lectura en la que el narrador y el personaje ocupan el mismo espacio del relato. Podría decir también que he presenciado un documental que traspasa el límite de la propia liturgia literaria que lo sostiene, esa que acude a la memoria y al lenguaje para acercarme a descubrir y palpar la piel de un escritor nómada y sufrido llamado Rubén Darío Galicia Piñón, un poeta que buscó algo parecido a Gil de Biedma: no escribir poemas, sino ser el poema. Diría, para terminar, que he leído un libro hermoso y literario, tal vez, el mejor libro de Álex Chico.
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