En la escritura de Isabel Bono (Málaga, 1964), autora al menos de una veintena de libros, entre ellos los poemarios Los días felices (2003), Pan comido (2011), Lo seco (2017) y Me muero (2021), los libros de aforismos Hielo seco (2015) y Caballos que cantan (2021, o las novelas Una casa en Bleturge (2017) y Diario del asco (2020), en la mayoría de ellas se deja ver el desasosiego, el dolor íntimo, el desafecto y todo un amplio territorio desconcertante en el que cabe la vida real de lo cotidiano como trastienda particular que guarda no pocos restos de sueños rotos, desacatos, resignación y dulzura amarga. Cada libro suyo se entiende y discurre con facilidad por ese lado seco y nihilista de la vida en el que la experiencia arrolla como una apisonadora y solo comprendemos una vez pasado el tiempo.
Fijando nuestra atención en su producción narrativa, digamos que Isabel Bono posee una prosa seca, limpia y afilada, como así pudimos comprobar con el debut de su primera novela, Una casa en Bleturge (2017), una historia tierna y cruel que discurre precisamente por ese lado trágico de la vida de una familia en la que cada uno de sus miembros pone su voz para que se le oiga. Intervienen todos y tratan de pasar páginas de su pasado, de los miedos y odios soterrados que padecen, en especial, los que revela la madre, una mujer abatida, pero con suficientes agallas, que trata de poner orden y concierto a su vida ajada, una mujer introspectiva y nada indiferente, de ojos bien abiertos, que pasea y lee para encontrarse consigo misma, buscar sentido a su existencia y sobreponerse.
Después con Diario del asco (2020), su segunda novela, vuelve a ese mismo ámbito con otra historia familiar trágica, un relato descarnado que presenta con precisión de detalles y sin tapujos la vida y trasiego de un hogar en el que el tema tabú del suicidio sobrevuela toda la novela. Nos cuenta esa conexión adversa de aprensión y destino de la vida de sus protagonistas, vidas en las que parece que no hay un argumento predeterminado, sino que son una suma de sucesos traídos a la página para hablarnos de quienes rivalizan en sus vínculos, como queriendo esclarecer el mundo interior de cada uno a través de la observación del narrador, como si procediera a despojarlos del dolor, de la inquina, y de las náuseas que padecen.
Y ahora, como si el latido de su novela anterior permaneciera en vilo, vuelve a retomar el hilo de la misma, pero en esta ocasión poniendo el foco narrativo en dos personajes esquivos, que en el anterior libro pasaron desapercibidos y ahora resurgen para contarnos cómo detrás de toda historia familiar hay un sesgo, un margen recóndito por el que algunos de sus componentes transitan en segundo plano, pero que son gente tan singular como los demás, quizá más, aunque muy suyas, tan apartadas como necesitadas, tan vulnerables como incomprendidas, que sobrellevan sus fragilidades a solas, sin apenas ruido.
Los secundarios (Tusquets, 2022) ponen voz a Rubén y Amalia, sus dos protagonistas que permanecieron rezagados o, más bien, en segundo plano en Diario del asco, un resarcimiento del anonimato de dos miembros de una familia desgajada por la tragedia, convertidos en narradores de su propia historia, una ocasión que les sirve para dar testimonio de sí mismos y liberarse de ese nudo familiar que tanto cuesta deshacer. La novela deviene en un monólogo interior que se intercala con diálogos muy vívidos y reveladores.
Isabel Bono firma un libro audaz, bien escrito y dispuesto en una prosa limpia de retórica, contada en presente, un tiempo verbal que es como un estrecho haz de luz para despejar la oscuridad persistente de un pasado que sigue dañando.
Los secundarios posee esa correspondencia que confirma que la literatura nunca debe dejar de ser el lugar donde se disputa la forma de escribir una buena historia, que, en su caso, además, es una historia punzante a la vez que conmovedora.
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