En ese sentido, Caminos de intemperie conforma un breviario luminoso en el que se dibuja el trayecto intelectual de un escritor dotado para ese tránsito de desnudar la palabra y encajarla con precisión en las lindes del pensamiento aforístico, a modo de melodía, de arreglo, como si de un músico se tratara, que toca notas de lo que ha estado oyendo en su interior. Al acuñar aforismos con vocación de canto o emblema, Ramón Andrés recoge un cierto sentir de que no hay palabra superflua o sobrante que quede impune. Ayunar palabras son parte de su cultivo literario, de su pensamiento, de sus hallazgos y vislumbres, como muestran estas miniaturas: “Más fácil crear un mundo que habitarlo”; “Mirar es recolectar”; “¿Estado civil?: Náufrago”; “Cuanto más fragmentarios, más cerca de la unidad”.
“Escribir es defender la soledad en que se está”, según María Zambrano. Es esa honda compañía la que sustenta el latido de la escritura del filósofo, músico y poeta que representa Ramón Andrés. Soledad y creación abren sus surcos en el sentido y pensamiento de sus aforismos. Somos muy prescindibles nos dice de alguna manera. Vivir más despacio es algo que se intercala en su escritura como fuente de sosiego y bienestar: “Busco un tejado en todo”, sostiene. Le importa detenerse en las conjeturas filosóficas de Heidegger, de Kant, de Jünger o de Nietzsche, a los que cita, pero más allá de esto, confiesa que “lo único que existe en verdad es lo que se hace en silencio”.
Ramón Andrés considera que ningún aforismo aspira a establecer una formación especial del lector no solo para apreciarlo y, a su vez, disfrutarlo, sino para conseguir en el lector una predisposición de reconocimiento de lo que en su brevedad dice y trasciende en su marco de referencia. Quiere hablarle al alma, recuperar la esencia emocional de lo espiritual, de ahí que entone sin ambages su disposición a “Fragmentarse para escribir fragmentado. No pensar en una sola dirección”. Para conjurar los grandes peligros de la abstracción, propende también al humor, que es lo que siempre nos salva de que nos tomemos demasiado en serio nuestro papel, como cuando uno se mira al espejo y, atónito ante la imagen que ve allí, solo se le ocurre tomarlo a broma. Por eso atisba que “La existencia tiene algo de venta ambulante” o que “A cierta edad la vida no tiene otro destino que la continua reconstrucción del otoño”, y hasta se atreve con una suerte de ironía a prescribir: “La mejor dieta: ayunar palabras”; “Conócete a ti mismo, pero hasta cierto punto”.
El librito, además, agavilla reflexiones subjetivas, provocadoras, algunas un poco enigmáticas, preguntas sin respuestas y secretos por descifrar de la memoria, de las naciones, el humanismo, la muerte, la conciencia o de la búsqueda del saber y el modo de acercarse al conocimiento. Eso sí, todo dicho con sutileza y sencillez, como si condescendiese a compartir su sabiduría con los menos afortunados. Pero que nadie se lleve a engaño, en realidad lo que hay en Caminos de intemperie es una desengañada exploración de algo acerca de lo cual sabemos bien poco, la vida misma, y lo poco que se sabe solo puede servir a quien la escruta y se para a pensar en ella. Digamos que aspira a una cierta complicidad moral con el lector y con la esencia de la escritura, con quienes se afanan en ese fascinante juego de las palabras en el que todos estamos metidos, intercambiando signos de inteligencia que nos rediman de nuestra ignorancia respecto a lo que hacemos o dejamos de hacer.
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