martes, 1 de julio de 2025

Ortega revisitado


“La vida de un pensador, su circunstancia, siempre incide en su filosofía. Pero en el caso de José Ortega y Gasset, que hace de la vida una categoría filosófica, la biografía resulta un elemento esencial de su obra. Toda vida es un enigma tanto para el que la vive como para el que la cuenta. Ese relato, como veremos, es un aspecto fundamental de la razón histórica, que es al mismo tiempo narrativa y vital. La vida de cada cual es un drama o una novela. Debe entenderse desde lo narrativo, pero incluye lo biológico. [...] Ortega, como veremos, cree en la razón, dado que es un instrumento esencial para orientarse en la vida, pero descree del racionalismo, es decir, de la idea cartesiana de que el orden del pensamiento coincide con el orden de lo real”.

Con esta declaración de intenciones, intuitiva y perspicaz, arranca el libro que el escritor, astrofísico y doctor en filosofía, Juan Arnau (Valencia, 1958), dedica a la figura de un Ortega inédito, destacado como un clásico e intelectual valiente, irritable, transgresor y jovial, de amplio bagaje cultural. Se trata de un relato apasionante que tiene por objeto vincular también su pensamiento con el concepto budista de la conciencia, del dharma, referido a la conducta correcta, el deber, la ley, como principios éticos y morales para alcanzar la paz interior y el bienestar individual. Ortega contra el racionalismo (Espasa, 2025) es una obra reveladora que nos invita, además, a repensar cómo entendemos la vida y sus múltiples versiones. Y antes de que nadie se pregunte por qué un nuevo libro sobre Ortega y Gasset puede despertar la curiosidad del lector de ahora, Arnau anticipa en el prólogo que el motivo es bien sencillo: “La razón es un aspecto fundamental de la condición humana, pero no algo que se posee, sino hacia lo que se va”.

Le importa al autor dar cuenta al lector del don de penetración que hacía gala Ortega para transmitir su pensamiento y su “capacidad de descubrir lo íntimo en lo superficial, lo tácito en lo aparente”. Viene a decirnos que ser orteguiano hoy en día o no significa nada o es lo que somos todos de alguna manera: partidarios de la racionalidad crítica, de la ética de la convicción y, especialmente, de la disidencia, de la imaginación como condición del pensamiento. En este libro, bien estructurado en su concepción, encontramos el rastro de la modernidad de Ortega, su sentido de entender lo real, que para él no es lo que se ve, se oye o se palpa, sino, sobre todo, lo que se piensa. Porque, a su entender, lo visto, oído o palpado es sólo apariencia. Ortega es certero en la metáfora, subraya Arnau. La metáfora, para él, es una herramienta indispensable de la filosofía, incluso del pensamiento científico. Mediante la metáfora se siente partícipe de manejar las abstracciones más insensibles y opacas.

Hace hincapié Juan Arnau en la consideración de que “la filosofía no puede desdeñar la metáfora, pues esta es la que hace avanzar al conocimiento”. Ortega, nos dice, “es un maestro en encontrar las más luminosas”. Pero si hay algo más distintivo de su argumentación, hay que destacar el sentido de perspectiva que Ortega mantiene siempre en sus planteamientos: “La verdad se da siempre bajo una perspectiva. Y aunque las perspectivas son múltiples, la verdad es una”. Arnau subraya que esa es una premisa irrenunciable de Ortega. Por eso mismo, escribe más adelante, que toda su obra, de principio a fin, está atravesada por ese enfoque extensivo y cósmico en el que “cada vida es un punto de vista sobre el universo”.

En cada uno de sus capítulos, el lector se encuentra con reflexiones, perspectivas y ángulos que insinúan y desvelan lo que comprendemos y por ende integramos a nuestra razón vital. Un continuo discurrir para darnos a entender la verdad no dicha de que todo cobra sentido desde que uno mismo se para a pensar, mientras lee el libro, en cómo el autor de Las meditaciones del Quijote, El tema de nuestro tiempo y Sobre la razón vital, no ha dejado de pensar y de tener en cuenta en que vivir es algo exigente que añadir al ser de cada uno y, por consiguiente, cualquier cosa que hagamos debe tener en cuenta estos dos factores: “el yo (espíritu) y la circunstancia (cuerpo, alma, época, lugar, cultura)”. Se puede, por tanto, como hizo Ortega, renunciar al racionalismo sin renunciar a la razón, escribe Arnau. “De hecho, es lo más razonable”, concluye.


Por todo ello, y por bastante más, Ortega contra el racionalismo es un ensayo de lectura provechosa, un libro bien armado de argumentos, que nos conduce a encontrarnos con el talento de un pensador extraordinario capaz de hacernos sintonizar con sus puntos de vista. Aunque es bien cierto que Ortega no necesita causas eficientes externas para tal fin, sin embargo, este texto breve y jugoso de Juan Arnau, expositivamente claro, escrito con sencillez y destreza, nos adentra con sumo gusto a ese mundo de las ideas de Ortega, valiéndose de las propias armas que el filósofo madrileño nos legó: la razón crítica, el coraje, la pasión y el sentido de la vida. Formidable.

lunes, 23 de junio de 2025

Días y esquirlas


Me gustan las tramas sencillas. Y en eso mismo me fijo cuando me acerco a un poema. Quiero entender que fácil o difícil no son adjetivos que califiquen apropiadamente a un poema. De igual manera, diría también que no es verdad que la poesía sea pura emoción, porque la emoción sin pensamiento me resultaría vacía. Por eso mismo, creo que, al lector de poesía, en general, le importa que la expresión verbal de lo leído no suplante a la experiencia, al mismo tiempo que asuma que nada existe en el poema fuera del lenguaje. El poeta, al fin y al cabo, escribe, no para decir lo que siente o piensa sobre algo, sino para que lleguemos a saber lo que nos quiere decir, que no es otra cosa que para escuchar el silencio, para darlo a escuchar.

La poesía tiene que ver con el pálpito de las palabras, con el movimiento que suscitan y sus significados. En esos encajes entre palabras y estados de ánimo, la poesía sustenta su sentido, y sucede cuando se tocan las vidas de quien la escribe y de quien la lee. Y es ahí, en ese conjuro literario, donde destacan las confluencias de Sanatorio (Renacimiento, 2025), el nuevo poemario de Francisco Javier Guerrero (Córdoba, 1976), un libro que percute en el dolor y su experiencia, en el que lo real se revela como verdad falible, sin más prerrogativas que el desacato y la resistencia, tratando de decir lo que dice sin decirlo y de no decir diciéndolo, bajo la entonación y el aliento de este verso memorable de Dante Alighieri, citado al inicio del libro: «Quien sabe de dolor, todo lo sabe».

Sanatorio despliega 35 piezas, cada una de ellas nominada con un título, por donde transcurren reflexiones, esquirlas y reflejos de la realidad que importa, de la que explora la cercanía y lo indecible de la enfermedad y el dolor que todo lo arremete. Con ellas el poeta sacude al lector con razones y palabras que andan a ras de la lucha del vivir, para incitarnos a pensar en sus golpes, a la lectura de sus contratiempos que zarandean, una y otra vez, nuestra fragilidad. En ese edificio de letras y espacio místico, como así lo nombra Guerrero, nos adentramos en su atlas efímero, capaz de desmontar los escenarios de la certidumbre: Con todos sus temores, sus presagios. / Sus posibilidades. / Se parece a la vida. / O a la inseguridad de quien espera. Pero también, si es preciso, añadiendo algún vislumbre más cuando se trata de exaltar la soledad y el silencio: Ese silencio es todo / lo que hay entre una flecha y el centro de la diana.

El libro avanza por estos derroteros, en un testimonio confesional y explícito, como el de estar en un diván, dispuesto a hacer hablar al poema y que su verdad nos traspase. Si Sanatorio es un universo aparte en el que cada paciente busca su órbita de cura, esa experiencia le vale al poeta, sobre todo, de pulsión interior, de toma de conciencia, de saber que nada vivo es inmune al paso del tiempo y a su estropicio. Es a través de esa indagación física por donde transita Guerrero en lo que somos, pero más aún en ese tic tac o pulso que nos impele a seguir vivos, a encontrarse uno mismo en lo ajeno, mejor aún, entendiendo que lo ajeno nos es propio, como señalan estos otros versos suyos: El cuerpo es un poema / sobre el que se consuman sacrificios. / Puede que la verdad esté en las cicatrices. / Son huellas que no mienten.

Sanatorio es un libro intenso y contenido, curtido de personalidad y de temperamento, de un estado de ánimo lacerado, de agallas y arrojo, un canto en sí mismo, una reflexión desde el dolor, así como una visión interior de las anomalías del cuerpo, una pesadumbre que obliga al lector a asentir por esa fuerza arrolladora de verdad que transmite, desde esa cosmogonía implacable que emerge del sentir de un poeta poseído por una humanidad admirable frente al precipicio al que le va empujando la enfermedad. Su poesía se conjuga con vislumbres de verdad y aliento, a pesar del temporal azotado por la incertidumbre de una curación que se demora. La vida es un combate permanente, un eterno retorno, como así se titula uno de sus poemas que acaba con estos versos tan esperanzadores: Renacer cada lunes como si cada instante, / como si cada sol me partiera los ojos. / Para escuchar la luz. / Y comenzar de nuevo.

Guerrero se arroba, con un estilo sereno y punzante, en un canto a la vida, al amor a la vida, desde esa suerte incierta de acometer un trance doloroso sobrevenido, y mostrarlo con una solvencia moral implícita, sin fingimientos ni ataduras. El lector, siempre ávido de respuestas para alcanzar el asombro, se conmueve cuando está delante de un texto poético, tan sobrio y lleno de verdad como este, capaz de unir una palabra a otra sin estridencia, para después encauzarlas en una secuencia emotiva que germine en el corazón de quien se preste a su lectura, o que logre describir de un modo preciso lo que sucede en el devenir del poema hasta alcanzarnos plenamente. Que no depende solo del acierto del poeta, sino que especialmente nos alcanza por cómo se ha resuelto el poema.


Estos poemas logran una síntesis, un estilo, que sí le es propio al imaginario concebido por el poeta. Cada poema, por breve que sea, abre un diálogo con el lector, nos convierte en confidentes de su verdad, de su razón estética o revelación dada. Francisco Javier Guerrero lo hace con el fulgor de la sencillez que le muestra lo cotidiano, de lo inesperado que transcurre a la vista de todos. Y es desde esa mirada, nada esquiva al sufrimiento, donde encontramos la génesis y el misterio de sus poemas, en su lenguaje, tono y cadencia, tanto como en sus motivos. Un libro extraordinario, que cala hasta llegar a lo más hondo.

domingo, 15 de junio de 2025

Mecánica aforística


Somos cada día un número creciente de lectores que sentimos un amor inmenso por el milagro mínimo que representa el aforismo como género persuasivo y conmovedor de miniaturas escritas, cargadas de máxima intensidad, en las que cada palabra tiene su sitio y su peso. Aunque los aforismos son escuetos por definición, reducidos a su mínima expresión, sin embargo, su sintaxis reducida nos atrapa por esa fuerza semántica con la que se intenta representar. De ahí que los mejores aforismos admitan infinidad de interpretaciones. De hecho, el sentido máximo de un aforismo puede provocar en el lector una explosión de significados. Y expongo todo esto porque la mayoría de los aforismos que me interesan no son verdades comúnmente aceptadas, sino enigmáticas afirmaciones que, incluso, burlan cualquier convención establecida.

Es por este sendero por donde mejor transita la mecánica aforística de Carmen Canet, por esos enunciados breves y concisos formulados con agudeza y gracia, jugando con lo omitido, para dar pie a que el lector también participe de sus confluencias. En el libro que ahora acaba de publicar, bajo el sugerente título de Telegramas (Alto Aire, 2025), la escritora almeriense, una de las escritoras más prolijas en este quehacer literario, reúne cuatrocientos aforismos en los que también hay lugar para dar respuestas y aproximarnos a entender la naturaleza, el sentido y el valor que posee esta forma expresiva tan versátil. Así afirma la autora sobre cómo plasma su proceso de creación: “Los cuadernos de los aforistas son diarios de ideas que ocurren y se les ocurren, luego discurren”. Y también dice: “Los aforismos suelen ser retratos sociales. Espejos en donde te reconoces”. Le importa subrayar también que estas formas breves no son amigas de la divagación, de la palabrería o del desvío: “El aforismo es el arte de exprimir la palabra, comprimiendo el pensamiento”.

En este hábitat aforístico que le viene de lejos, Carmen Canet acuña en sus publicaciones una variada formulación verbal que le sirve de portal y de título al inventario de sus aforismos. Así ocurre en Malabarismos (2016), un muestrario entre idas y vueltas de frases e ideas jugándose el tipo, o en Monodosis (2022), otro interesante libro en el que aglutina brevedades recurrentes de la vida cotidiana sin perder el latido de su concisión y trascendencia. En Telegramas, su nueva apuesta, viene a resaltar lo que para ella es escribir aforismos, como si se tratara de telegrafiar cosas que todo el mundo sabe pero que no sabe que sabe. Y para muestra este botón: “Es importante tener una hoja de servicios en la vida. Y, también, de ruta”. O este otro, que a mí tanto me complace: “La lectura es la amante cómplice de nuestra soledad”.

A Canet le importa recorrer los senderos de sus creaciones aforísticas puliendo ideas que vienen, a veces de antaño o de tiempos más actuales, apartándose de cualquier solemnidad o convención moral. Le seduce alejarse de la rectitud y el tronío de la sentencia rígida para virar hacia la orilla de las paradojas de la vida. Le importa sacarle jugo a la vida a través de un yo bienhumorado y poroso, que reflexione apartándose de la crispación reinante, próximo a las diferentes estancias de la vida, destilando miradas agudas salpimentadas de elegancia, pero impregnadas con aire realista, y que haga mella en el presente. Vayan estas muestras elocuentes: “La escritura es la nevera de los recuerdos. Y la memoria, el congelador”; “Las personas que siguen aprendiendo de la vida son siempre el mejor alumnado”; “Los que beben mucho, malo. Los que no beben nada, malo”.

Yo agregaría, además, que su juego al escribir aforismos parece divertido, pero lo cierto es que escribir un buen libro de aforismos no es una tarea nada fácil. Hay que aprender sus reglas y saber infringirlas. Escribir, viene a decirnos Carmen Canet, es una aventura exigente y lúcida, como todo lo que está abocado a persistir en el mundo, para escuchar el silencio, para darlo a conocer, porque “Los aforistas y los aforismos somos esos militantes de la vida”. Y es por ahí, por ese hilo, por donde ella teje e hilvana sus destellos de ser capaz de refundir ideas, paradojas y vislumbres sobre verdades apremiantes o reticentes con las que desplegar su síntesis indagatoria, sin tener que dejar al lado el humor. Aquí van algunos ejemplos: “Cada vez hay más libros que son crimen y castigo”; “Hay sujetos que no merecen tener ni predicados”; “Se subordinaba a la vida, aunque le habían aconsejado que mejor se coordinara”.

Los aforismos de Carmen Canet poseen el ingrediente de la levedad y de la frescura, unas características muy suyas de largo recorrido por este género, que cultiva desde hace una década. Los aquí reunidos, además, ofrecen al lector una amplia variedad de perspectivas. Invitan a ser leídos con la cabeza y el corazón. Describen desde diferentes ángulos y alturas la vida cotidiana e impelen al lector a una constante perplejidad de la realidad multiplicada con miradas que se entrecruzan. Le gustan tomar atajos y, sobre todo, condensar una manera de entender la vida y la literatura, y viceversa, ya sea mediante una frase suelta, la evocación intuitiva o el asomo reflexivo propiamente dicho, y con mucho desparpajo, sin preocuparse por alcanzar la frase feliz.


Como decía el viejo Schopenhauer: «Cuando un pensamiento acertado surge en el cerebro, tiende a la claridad, y pronto la alcanzará, porque lo que ha sido pensado claramente encuentra con facilidad su expresión adecuada». Así aborda Carmen Canet sus Telegramas, que no son advertencias ni alarmas, sino aforismos que discurren con claridad, gracia y talento para darnos motivos para pensar en lo escrito y, de paso, sacarnos media sonrisa.

martes, 10 de junio de 2025

Una elegía inevitable


“Por primera vez desde hace años escribo a mano. He descubierto que solo así puedo escribir sobre mi padre. Empecé mientras estaba junto a su cama, mientras le daba las pastillas, le cambiaba los parches con el analgésico que debía penetrar a través de su piel y le preguntaba por su infancia. Transformaba el final en palabras para que fuera soportable, quería recordarlo todo porque no tengo memoria de elefante, no tengo su memoria socrática que no necesitaba de papel y lápiz...”

Entre estas líneas que conforman el inicio del epílogo y estas otras que le preceden en el arranque del libro: “Cualquier historia, hasta la que ha ocurrido y es personal, cuando pasa a través del lenguaje, cuando se resiste de palabras, deja de pertenecernos, ya forma parte tanto del ámbito de lo real como del de la ficción”, discurre El jardinero y la muerte (Impedimenta, 2025), una estupenda edición bajo la exquisita traducción de María Vútova. El novelista y poeta Gueorgui Gospodínov (1968, Yambol, Bulgaria) define a este nuevo libro suyo como una novela-jardín, porque surge para mitigar la pérdida de su padre, un hombre duro y de buena condición humana, criado en una cultura no muy ducha en verbalizar los afectos, pero sí predispuesto a mostrar el amor por su familia a través del jardín que cultivaba con primor y entrega. Esta devoción botánica de su progenitor viene a enaltecer esa cualidad propia y natural de las plantas: “saber morir con belleza sin morir en realidad”.

Gospodínov, autor de imaginación portentosa, del que ya leímos sus fascinantes novelas, Novela natural (1999), Física de la tristeza (2011) y Las Tempestálidas (2020), vuelve ahora para acercarnos a ese héroe familiar de su infancia, su padre. Escribe El jardinero y la muerte tras su fallecimiento, casi por impulso, como exigencia del duelo. Para él esta escritura se convierte en una manera de delimitar el dolor hasta convertirlo en un relato personal con la idea de aminorar el daño de la pérdida, ampliar la propia experiencia y reflexionar sobre cómo sobrellevamos la muerte. En sus costuras, es un libro que intenta desentrañar si somos capaces de entender el papel de nuestros padres y si una vez que creemos entenderlos somos capaces de seguir queriéndolos. Podríamos decir que este libro no parece surgir de una planificación preconcebida, más bien da pie a pensar que es un libro de urgencia, impulsado por el síntoma irreductible del dolor, pero concebido como la anestesia que nos proporciona la conversación íntima con un ser querido.

“Mi padre era jardinero. Ahora es jardín”. Parece un mantra que Gospodínov arranca y evoca, consciente de que la muerte permea la vida, y que morir lleva su tiempo, lo mismo que el dolor y el duelo. Se pregunta por saber dónde empieza el final de una vida para pasar de inmediato al trance de los últimos días de su padre, obligándole a abordar su deterioro, con el alma puesta en resaltar los momentos gratificantes de compartir su sonrisa, una tregua de su dolor o algún recuerdo emotivo que los une. Por eso, desde el principio, deja dicho que lo que le impele a escribir este libro va marcado por el propio sentido narrativo de escribir una historia, la de su padre y la de él mismo: “Para abrir otro pasillo paralelo donde el mundo y todos los que lo habitan estén en su sitio, para desviar la narración hacia la otra hilera cuando la cosa se ponga peligrosa y la muerte se desborde, como el jardinero desvía el agua hacia la siguiente hilera de la huerta”.

En ese deambular narrativo, confía en su creencia de que la literatura es un extraordinario cauce que permite una intimidad que no nos atreveríamos a expresarla expontáneamente. La literatura, según él, sacude, nos da valor, coraje y ánimo para todo lo que ha quedado sin decir. Gospodínov elige muy bien qué contar, dónde poner el foco, las escenas más pequeñas y los detalles minúsculos de cada una de ellos, que describe siempre desde el tamiz de su memoria, sin dejar de preguntarse: “¿De qué hablamos cuando hablamos de la muerte? De la vida, por supuesto, en toda su fascinante fugacidad.” Como suele ocurrir con todo lo fragmentario, y este libro lo es por cómo está concebido formalmente, con capítulos muy breves, este texto está atravesado por el misterio de la muerte, pero a través de su espejo en la vida, el verdadero lugar donde percatarse más del poder de los hechos que de las convicciones.

Este libro, además, posee la particularidad de haber sido concebido desde la cama del hospital en la que el padre del autor agonizaba. Su tono, fuera de toda aspereza, alcanza una altura poética bien dispuesta, y se combina con el mucho oficio de fabulador de quien la escribe, para dejar paso a una elegía inevitable por la que transita la muerte, sí, pero mucho mucho más la vida y las historias de quienes la hacen posible. Insiste Gospodínov en que “la muerte es también un problema lingüístico”. Y para ello se detiene en la palabra “murió”, tan breve y contundente: “Está esa r del último estertor y la o que cierra el círculo de la vida. Una o como un cero absoluto, y para rematar, la tilde, el último clavo que no deja lugar a la esperanza”.

Nadie discute ya que Gospodínov es un autor consagrado y sobresaliente del panorama actual de las letras europeas. Este libro, más íntimo y personal que sus obras anteriores, sigue la estela de ese estilo magistral suyo al que nos tiene acostumbrados. Sus páginas nos acercan a escenas que hablan del dolor, de la muerte, de la infancia, de las relaciones, especialmente, de su padre con él y su manera de concebir el mundo. Pero también nos habla de la relación de la muerte en la literatura, bajo el prisma personalísimo suyo, para acabar narrando un conmovedor relato de la muerte como parte inherente de la vida y como parte del relato de ella misma.


Diría, para acabar, que El jardinero y la muerte es un libro hermoso y conmovedor sobre el dolor y el duelo, pero, a su vez, una novela que se pregunta por el valor de la vida, sin olvidarse que de entre todas las necesidades que tiene el ser humano, no hay ninguna más vital y fértil para la literatura que la memoria desnuda que alumbra y enseña a leer la vida. Una novela, como el mundo, es una forma viva, y en su forma, como ocurre en esta del autor búlgaro, reside su particular realidad, el drama viviente del yo y, también, del ser perecedero que encarnamos, el mismo que es capaz de narrar y valorar a su semejante porque es igualmente perecedero: “La tristeza viene después...”

viernes, 30 de mayo de 2025

Memoria portátil


“La familia es el territorio de la memoria. Memoria de sí misma y del mundo que la contiene. Memoria en construcción y no siempre fiable, donde el amor y el conflicto confluyen. Dejarla totalmente de lado no es posible, vuelve en los sueños y en las pesadillas. Nos proporciona los primeros rudimentos para descifrar la realidad, nos forma y deforma, y, a poco que la escrituremos, nos confronta con el principal problema de la condición humana: ¿somos realmente libres para trazar nuestro destino?”

Con este arranque reflexivo, Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) nos perfila el conjuro literario que motiva la escritura de Los ilusionistas (Anagrama, 2025), resquicios de emociones y huellas de una experiencia que conforman los tatuajes y entresijos de su familia materna. A este breve y revelador preámbulo del libro le precede una cita de Georges Perec que descorre el poderoso empeño y la necesidad que lleva consigo el autor para hablarnos de su núcleo materno: «Escribo porque ellos han dejado en mí su marca indeleble y porque su rastro es la escritura». Bajo este mapa único y, a la vez, de brújula, nos invita a un viaje familiar del presente al pasado, y viceversa, convirtiéndonos en testigo excepcional de un ejercicio de indagación y, cómo no, de autoconocimiento y objeciones, paradojas de la que ninguna familia está exenta.

Le importa apuntar que la familia conforma los primeros argumentos para descifrar la realidad que nos rodea, y es que en gran parte allí surge nuestra primera concepción del mundo. Toda esta pulsión familiar del libro nos llega, tanto por las palabras, como por las voces y silencios de sus protagonistas. Pero antes que nada, Marcos Giralt subraya que, en Los ilusionistas, todos sus protagonistas están ahí con sus razones y discordias, y la presencia de cada uno refleja algún resquemor y desconfianza hacia el otro: “Esta es, sin embargo, una historia en la que lo histórico, pese a condicionar su devenir, aparece solo tangencialmente. Es una historia de interiores y de supervivencia”. El libro, por otra parte, escrito en la línea de un inventario de vida familiar, encuentra un estilo afín a Tiempos de vida (2010), un libro íntimo y conmovedor sobre su padre, pero, en esta ocasión, más maduro y con una mirada más distante, a la vez que implicada.

Todo lo que sustenta Los ilusionistas son recuerdos vividos, de cartas leídas, de conversaciones y trayectorias personales, que se van conformando en primera persona. Incluso aquellos recuerdos que el narrador se formula involuntariamente, como diría Proust, sacando por el hilo la semejanza de un instante o de un episodio que pone cuño de autenticidad a lo que está sucediendo en ese momento de la narración. Además, con ese impulso de volver a los personajes y a las cosas que pasaron, con una dosificación cómplice de la memoria de unas y la estela de otras. De siempre se ha dicho que en todas las familias hay algún componente raro o excéntrico en su seno. Aquí, el ejemplo más notorio lo ostenta su tío Gonzalo Torrent Malvido, autor de Torrente Ballestero, mi padre (1990), un personaje de trayectoria extravagante y errática, entre la escritura y la bohemia, no exenta de sablazos y granujería.

Sus vidas, ya todos muertos excepto su madre, transcurrieron en una singular y continuada tensión existencial entre la realidad y el pálpito distinguido de pertenecer a una esfera de predominio estético y burgués, con cierto aire de casta distinguida en la que todos vierten, polarizan y versionan su ilusión de vivir. Los ilusionistas pone su foco en el oficio de vivir de cada uno de sus personajes, en la realidad que trastoca y, a la vez, sacude lo inesperado. El libro va despojando su tránsito narrativo en ocho capítulos. En cada uno de ellos, el autor establece, uno tras otro, la radiografía de un miembro de la saga, sin olvidarse de su abuela Josefina Malvido y de su abuelo Gonzalo Torrente Ballester, con la particularidad de que, en ningún momento aparece mencionado el autor de La saga/fuga de J.B. Refleja su sentir de cómo recibimos historias heredadas que nuestra memoria transforma y las incorpora al devenir de la propia vida, para decirnos que “más importante que los hechos son los mitos que nos forman”.

¿Qué papel representan los viejos relatos familiares en las propias decisiones? Tal vez sea esta una de las preguntas claves que ronda con mayor resonancia en toda la novela, un relato generacional por donde discurren las distintas formas de afrontar una historia compartida de resquicios, ausencias, renuncias, anhelos y ensoñaciones. A Marcos Giralt, en principio, le rondaba por la cabeza lo que este relato iba a ser: “la historia de una familia, lo que pudo ser y no fue y lo que se perdió. Pero también iba a ser una historia de redención, con vencedores y vencidos, donde restauraría el relato que los vencedores habían ocultado”. Pero él pertenecía a la parte de los vencidos y le correspondía poner en orden los sesgos del relato, tratando de evitar cualquier maniqueísmo lacerante, hasta llegar al convencimiento de encajar en dicho relato lo que su madre sabiamente le confiesa al final del libro: “Somos lo que somos, da igual por qué caminos hayamos llegado a serlo”. Aquí encontramos ternura, gratitud y amor, pero las sombras y los reflejos de las vidas que transitan por sus páginas son más intensas que los hechos, al igual que las ausencias, que ocupan más espacio que las presencias.


Este libro es una estupenda incursión autobiográfica que postula que no hay verdades absolutas en el seno familiar, pero que sí hay muchas otras que nos dejan al descubierto. Marcos Giralt firma un libro hondo y honesto, de prosa ágil y tono reflexivo, desde su propia memoria portátil, desde lo que ha visto, desde lo que ha escuchado, leído y vivido, para llevarnos a una jugosa andanza narrativa por el vínculo familiar, ese que, aparentemente, nunca o casi nunca desaparece de nuestras vidas.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Mapa de obsesiones


En cierta ocasión dijo Juan José Millás (Valencia, 1946) que cuando escribe una novela vive, de alguna manera, en una situación de rapto por enamoramiento, en el sentido de que todo cuanto sucede conduce al ser amado. Esto es, que todo lo que él oye, lo que habla, lo que hace y lo que piensa mientras escribe una novela le conduce a la novela. Ese menester, por otro lado, nos dice que viene impregnado de una sensibilidad necesaria e intensa para descifrar la realidad que vivimos. Sin duda, la sensibilidad es lo que importa en la literatura, en la escritura y yo diría que, también, en la lectura. Porque sentidos tenemos todo el mundo. Pero capacidad para captar la realidad, reinterpretarla y convertirla en literatura es harina de otro costal. El escritor procura no ver la realidad evidente, sino que se esmera en poner a nuestro alcance la otra realidad de su mirada para engatusarnos, para ver otras cosas que están ahí delante y percuten en su imaginario, pendientes de darse a conocer y sorprendernos.

Se podría afirmar que un escritor es alguien que contempla su propia vida desde cierta distancia, aunque, en el caso de Millás, su objetivo es, más bien, cortar distancia sin tener que huir del propio mundo, mediante la invención de otro mundo propio, sin tener que pensar en un lector distinto a él mismo. En sus novelas, el lector asiste a presenciar una performance en la que las cosas raras parecen normales, y las normales resultan raras. “¿Una novela es como un mapa?”, le pregunta la protagonista de su novela La mujer loca (2014) a su interlocutor. “Sí y no”, le responde. “Por un lado es un territorio autónomo, pero por otro es una representación. En lo que tiene de representación, la novela tiene también algo de mapa”. Sabemos por la lectura de sus libros que, en su imaginario, la identidad, el desdoblamiento de la realidad y el extrañamiento de las cosas tienen dos existencias simultáneas: la que se muestra a la vista y otra más recóndita. Lo que le importa es desentrañar la segunda, una característica, o, mejor dicho, una obsesión incisiva muy presente en su obra.

En su nuevo libro, estas acotaciones narrativas de contemplar la realidad cotidiana con la extrañeza de lo invisible continúa. Ese imbécil va a escribir una novela (Alfaguara, 2025) es una historia que cuenta las andanzas de un escritor y periodista llamado Juan José Millás a quien su redactora jefe del diario en el que trabaja le acaba de asignar que escriba un reportaje sobre lo que se le antoje. El desafío inquietante que se le presenta le produce al personaje, también llamado Juan José Millás, cierta desazón, y se convierte en una trama repleta de entresijos que no se sabe hacia donde se encaminará. Durante el transcurso del relato, las conexiones reflexivas del narrador, del personaje y del autor irán conformando un devenir de extrañezas y miradas que van dando vueltas en círculos, sin un plan preestablecido, propiciando un continuo vaivén entre lo ficticio y las realidades paralelas que se interponen entre ellos mismos en busca de ese reportaje incierto, objeto de encargo.

Por aquí asoma lo misterioso de su narrativa, entremezclado con evocaciones de otras obras suyas, bajo esa escritura precisa y veloz tan característica de su literatura, que revela el misterio de su mirada inimitable, entre realista y onírica, donde se mezclan el humor y la ironía. Por estos pasadizos y meandros transcurre el hilo del relato, por rendijas por las que se asoma el personaje, tan ocurrente y campechano, frente a la fabulación, manejando la realidad como si de ficción se tratara. Quien habla aquí, quien actúa y quien firma es un Millás triplicado, convertido en personaje, narrador y autor, capaz de trasponerse ingeniosamente con gracia y desparpajo. Tiene la habilidad de pasar de cirujano a prestidigitador del lenguaje, a base de juntar palabras para contar historias colaterales de su vida cotidiana. No hay nada más recurrente para él que escribir una historia y despojar a la realidad de sus vestidos corrientes, las palabras, para conectarlas con otras aspiraciones y significados.

Sabe que en el reportaje los materiales vienen de fuera, al contrario de los materiales de la novela que, según él, vienen de dentro. Por eso mismo, sostiene que no es necesario que la construcción de una novela tenga que estar representada en un plano, como un edificio, sino que “una novela se comienza de cualquier forma, a veces por el techo, igual que un sistema filosófico”. Le gusta trascender, además, que el lenguaje no está en nuestra mano, sino nosotros en la suya y nos usa para apretar o aflojar los tornillos de la realidad, como dejó dicho en la citada novela La mujer loca. La ficción, a su entender, aguanta más que la realidad. Y por ello es por lo que lo ficticio y lo real se convierten en su literatura en un fingimiento de verdades paralelas o imaginadas.


En Ese imbécil va a escribir una novela entramos en el terreno de la experiencia de la fabulación que tantas veces le ocurre al yo que Millás lleva dentro y fuera que no para de reinventarse. Como suele ocurrir en sus novelas, el lector asiste a una narrativa de provocación deliberada, de ponerle en un brete, en la tarea de dilucidar sobre lo que hay de verdadero y de fingido en su creación artística, todo un desafío. Pero en esta, además, hay una vuelta de tuerca más, un giro en su mapa de obsesiones que transita entre la búsqueda de un extraño reportaje y una singular novela que nos conduce al disfrute de un nuevo brote de su universo literario aún activo, ávido, curioso e inquieto donde encontrar intenciones más profundas de desentrañar la realidad.

martes, 13 de mayo de 2025

Relatos pasmosos


Verdaderamente no me imagino qué sería del hombre si no tuviera dentro de sí, escondidos, superpuestos, sumergidos, adyacentes, provisionales, inquisitivos, a otros muchos yoes que no solo no sustituyen o destruyen su personalidad, sino que la constituyen al ampliarla, repetirla y hacerla posible de adaptación a las más variadas circunstancias de la vida. No cabe duda de que quien escribe se lee únicamente él, pero al hacerlo seguramente se siente desdoblado, acompañado y examinado, incurriendo en contradicciones, como le ocurre al propio lector que oye mientras lee sorprendido las respuestas que surgen de su profundidad más íntima, de esa zona de uno mismo de la cual no tomaba conciencia, y estaba ahí pendiente de ser reconocida.

Parece como si la lectura de Pústulas (Talentura, 2025), de Raúl Ariza (Benicàssim, Castellón, 1968) me hubiese sacudido en esa tesitura descrita más arriba mostrándome que la vida es un relato incierto de constante insistir, de múltiples facetas suspendidas en un argumento en el que los desenlaces vienen de algún otro yo recóndito que nos conforma. Porque, ciertamente, las historias que transitan por aquí están protagonizadas por seres desdoblados de su apariencia, responsables de los nudos por deshacer y por hacer en el presente desatado de sus vidas. Diría que, entre los planteamientos y desenlaces que cada relato plantea, hay un amplio espectro de presagios y quebrantos que salen a la superficie como una tajada en el tiempo. El lector se verá llevado hacia un vertiginoso catálogo de cuentos ácidos y, por qué no, pasmosos.

Ariza plantea doce relatos feroces y duros asomándose a muchas ventanas que dan a diferentes mundos de la condición humana. Por sus resquicios surgen historias ungidas de realidad y de un imaginario nada complaciente. Hay cuentos que hablan muy fuerte, y otros, en cambio, que bajan la voz y perturban por igual. Cada uno saca a la luz las intenciones y los motivos que sus protagonistas quisieron llevar a cabo: su mundo, su honra, su controversia, su conciencia o venganza. Todos, a su manera, reflejan también su campo de transformaciones, su laboratorio desde donde la realidad configura su molde de misterio, de conciencia, de lenguaje y de voluntad. En la misma medida, bajo ese mismo manto de extrañezas, se esconde igualmente la conflictividad existencial de sus personajes y la desazón que rodea a sus vidas.

En el primero de ellos, titulado En el nombre del padre, uno de los más destacados, nos encontramos con un relato demoledor de un padre postrado en un hospital. Un hijo le acompaña en sus últimas horas, mientras el pasado ronda por la habitación reviviendo lo que aquel maltratador y canalla, ahora de cuerpo ajado y maltrecho, hacía de su vida personal y familiar: arrebatarles a todos el bienestar del hogar. Le sigue Aquellos zapatos, una historia de mal de amores en la que una joven lucha por superar un amor imposible que le acaba de abandonar. La joven desvalida solo sobrevive a su desazón a través de versos trastabillados que le sacuden de su fatal destino. En el siguiente relato, narrado desde una comandancia policial, quedamos aturdidos por esta historia de francotiradores protagonizada por un anciano que tiene que dar cuenta de cómo mató a bocajarro a su compañera.

No parece que la buena literatura case bien con la inquina de quien se aprovecha de la candidez de alguien que se deja seducir, tal vez, pensando, que se le presenta una ocasión propicia para el lanzamiento de su libro. Es eso, precisamente, lo que encontramos En Verso a verso, una historia mezquina en la que una aspirante a poeta sucumbe a la manipulación de su mentor. En otro cuento de título sugerente, Poesía caníbal, somos testigos de una conmoción sentimental que muestra cómo su protagonista se las tiene que apañar, pese a la presencia impertinente y amenazadora de su madre que interfiere en sus andanzas amorosas, una y otra vez. También encontramos mucho humor en algún que otro cuento, incluso momentos de cortar y subirse a otro tren de vida, como sucede en La hora imprevista, o, en otro de los relatos más intensos e implacables del libro, La vida desde mi ventana, hallar un lugar para recobrar el ánimo perdido.


Llegados ya al final del libro, diría que Raúl Ariza urde, con brillante eficacia, una trama variada y singular por la que confluyen sus hilos narrativos en un nudo final del que suelen quedar destellos turbadores y silencios con los que el lector tendrá que jugar durante un tiempo a engarzarlos y a ahondar en las capas de su piel. En estos cuentos, el pulso narrativo y el tono se relacionan con el punto de vista desde el cual el autor cuenta la historia y, aunque en algún caso nos increpe con un adjetivo pretencioso, el resultado es que su estética narrativa reluce y conforma un imaginario, eso sí, de enfoque crudo e infame, en el que se encarnan vivencias de unos personajes que proyectan ese sesgo escogido de asuntos ajenos que nos hace pensar como si fueran pesadillas nuestras.