viernes, 19 de abril de 2024

Atisbos, veredas y orillas


Cada vez que me dispongo a leer un libro de aforismos tengo la sensación de que salta una alarma en mi interior que me predispone a recomponer mi manera de analizar un texto. Es como si supiera de antemano que voy a leer para pensar y rumiar lo leído. Es leer, como dice Ramón Eder, para darle vueltas a los posibles dobles sentidos de las palabras y ver matices que, en una primera lectura, pasan desapercibidos. Es leer apoyando el cuerpo en otra postura, al tiempo en que vivimos, dispuesto a encontrar resquicios en mi reflexión, chispazos de lucidez e ingeniosidad que pongan voz a ese mar de dudas que me acecha. Por eso frecuento la lectura de este género, por su forma concisa de imaginación creadora, de pensamiento poético y por la perplejidad meditativa que provoca.

Este cultivo que capto como lector, por su brevedad, toque lírico y filosófico, me reconforta tanto, que siento su necesidad y cercanía muchas veces a lo largo del tiempo. No concibo las resonancias del mundo, ni lo que sucede a mi alrededor sin los resortes de estas breverías. Por eso mismo, acudo con asiduidad y gratitud a los libros de aforismos, como un ejercicio propicio de pensar, de entender y de considerar la vida, de acercarme y meterme en su sustancia, un ser y un estar, con lápiz afilado en mano, para subrayar o poner un signo de interrogación a lo leído. Yo no leo aforismos para escapar del mundo, ni mucho menos para sustituirlo por otro hecho a la medida de mis deseos. Yo leo aforismos para estar más en consonancia con la realidad de afuera, con lo ajeno, aunque también los leo movido por una necesidad de belleza, de extrañeza y discernimiento.

Por todas estas conjeturas, veredas y orillas me he dejado llevar leyendo Un viento propicio (Apeadero de Aforistas, 2024), el primer libro de aforismos de Javier Recas (Madrid, 1961), filósofo y pintor que cuenta en su haber con importantes ensayos sobre el aforismo, entre los que destacan Relámpagos de lucidez. El arte del aforismo (2014) y El arte de la levedad. Filosofía del aforismo (2021), dos libros amenos y fecundos sobre la pujanza y fascinación por el arte de la escritura aforística. Me considero siempre indulgente con los libros de aforismos, pero no condescendiente. Y lo recalco, porque considero que escribir un buen libro de aforismos no está al alcance de cualquiera. No solo se precisa talento y mesura, sino que el escritor, además, sea persuasivo para el lector. Recas reúne un buen ramillete de aforismos para entendérselas bien con el lector y, de paso, hacerle repensar.

Un viento propicio discurre también, como bien subraya en la introducción del libro el poeta y aforista José Luis Morante, «por sendas interrogativas, secuenciadas en puntos de apoyo autónomos, en depuradas preocupaciones», como así se vislumbra en estos aforismos: “Ni siquiera nuestro pasado está resguardado de mudanzas; “Quien mata el tiempo desperdicia su única munición”; “Mirar es pasear hacia adentro”; ¿Y si no somos comprendidos?... de todos modos, nunca podremos saberlo”. En sus casi trescientas sentencias despunta el profundo carácter vivencial de muchas de ellas, así como su renovada manera de mirar las cosas del mundo. En su forma de expresión resalta la contención y el pliegue verbal para reparar en cualquier complicidad, como se aprecia en estos aforismos: “En el amor, los gestos acaban imponiéndose al guion”; “Compartir una idea es reconocerse en otro”; “A la buena amistad le sientan bien los años”.

El libro en sí es un compendio filosófico con cierto aire de desenfado y perplejidad. Estructurado en ocho partes, ilustradas con fotografías de Davido Prieto, en el que aglutina observaciones, espejos donde mirarse, destellos de verdad poética y asombros que procuran “trazar el rostro del mundo”, como así afirma el propio autor en los prolegómenos de su manuscrito, aforismos “que no son otra cosa que pensamientos dibujados a mano alzada”. No es casual que encuentre el lector en algunos de ellos algo que acabe importunándole, aunque son muchos más los que interpelan. Vayan estos como muestras: “Todo pedestal tiene su base en el suelo”. También se prestan algunos a tener en cuenta que lo que no se ve cuenta mucho: “En la vida, como en el teatro, hay reveladoras escenas en la tramoya”. Incluso, otros ponen su punto focal en el yo consciente y existencial de puertas adentro: “Para encontrarse a uno mismo, a veces, hace falta perderse”; “El silencio no es mudo, siempre nos interpela”.


Recas, como buen estudioso del género, sabe que el aforismo es una arquitectura que precisa contención para que no se diluya y no se derrumbe. A su consistencia le dedica una parte del libro bajo el título de Huidizos atisbos, que vienen a discernir y reseñar que los aforismos son contraseñas, “relámpagos de lucidez” que se toman como “un destilado de trago corto con prolongado retrogusto”, que se presentan en “forma de poda”, y que quienes lo ponen en práctica se obstinan en “transitar por las orillas del silencio”.

Un viento propicio es otro buen libro de aforismos para vampirizar su sangre, regar nuestras lagunas y ensanchar nuestra mente, una colección de asombros y revulsivos que concierne a la realidad cotidiana, y que nos apela a calibrar de cerca “el corazón de las cosas”. Javier Recas nos entrega un corolario jugoso de miniaturas aforísticas que pone en valor su creación, tino y buen hacer en el género, para que el lector se aproxime a sus veredas y orillas y pruebe sus atisbos. Merece la pena.

sábado, 6 de abril de 2024

Un extraño resplandor


Al poco de concederle el Premio Nobel de Literatura a Jon Fosse (Haugesund, Noruega, 1959) me propuse acercarme a conocer algo de su obra escrita. Pude comprobar que, desde su debut en 1983, cuenta con más de sesenta piezas literarias publicadas entre teatro, novela, poesía, cuentos infantiles y ensayo. Algunos autores y críticos que han leído gran parte de su extensa producción comparan al escritor noruego con Ibsen o Beckett. Señalan ver en sus textos esa austeridad con la que el propio Ibsen trata las emociones más esenciales de sus personajes, pero destacando que Fosse va más allá, dando voz a lo indecible, con mayor simplicidad lírica y simbólica. Por otro lado, y debido al foco mediático que le ha supuesto el prestigioso galardón, se ha hablado mucho también de su faceta como creyente de la religión católica, en particular, resaltando una expresión proferida por él mismo que, de alguna manera, se ha convertido en una de sus frases distinguidas: “Escribir es como rezar”.

Me decidí a ir, sin más dilaciones, a conocer su escritura, intrigado por esa insinuación lírica y realismo místico del que hablaban. Leí Mañana y tarde (Nórdica/Deconatus, 2023), una novela apasionante en la que lo sencillo y cotidiano provoca una suerte de realidad intensificada, y en la que se dan detalles de una vida, a modo de meditación, acerca de la conciencia de lo que implica estar vivo y la trascendencia de la muerte. Este libro me provocó una intriga creciente, algo parecido a lo que decía Arthur Miller cuando aseveraba que el verdadero drama sucede entre las grietas de lo que acontece. Y en eso, Fosse se empeña con inusitado interés, haciendo uso del silencio, también, como arma expresiva, así como del uso de un lenguaje desnudo por medio de frases austeras, casi sin rebasar la simplicidad coloquial.

Este uso de economía lingüística destaca mucho más aún en la obra que leí a continuación y que ahora traigo a esta bitácora de lecturas. Me refiero a Blancura (Random House, 2023), una novela breve, intensa y desafiante, escrita bajo una aparente simpleza, en la que sus breves atisbos continuados dan cuenta de una corriente narrativa que conduce, mejor dicho, que arrastra a su protagonista hacia algo insondable, hacia un extraño resplandor a través de un paisaje invernal incierto y nada esclarecedor. Jon Fosse nos sitúa en una gélida noche en un bosque nórdico para contarnos una experiencia mística de un hombre solitario del que nada sabemos, ni su nombre ni a qué se dedica, que conduce sin rumbo establecido, hasta que su coche se queda detenido atrapado en la nieve. Tras sus fallidos intentos por salir de aquel atolladero, se baja del mismo vehículo adentrándose en el bosque para pedir ayuda, pero sólo encuentra casas baldías y deshabitadas, sin nadie con la que contar. Consciente de su desamparo y soledad, continúa andando por la nieve, entre el silencio y la oscuridad, “hacia el interior de una nada”, con “un miedo sin angustia”, pero “miedo de verdad”.

Cuando vuelve a su andanza, comienza a escuchar voces. Mientras trata de averiguar de quién se trata, nota que anda aturdido y cansado. Quiere dormir, pero sabe que debe seguir en su intento de buscar salida, tal vez arrepentido por haber dejado el coche. Sin embargo, el hombre persiste en su camino, sin importarle meterse en una extraña espiral de oscuro vacío. Observa que esa nada del entorno es preocupante. Ve la silueta de un desconocido sin rostro que se le acerca caminando, oye su voz y, cerca de este, vislumbra a sus padres sobre la nieve, que también vienen hacia él sumergiéndose en la blancura del bosque: “Pero lo que estaba viendo no podía ser real, así que quizá había empezado a ver visiones”. Con esas sensaciones persiste en esclarecer sus percepciones, sin terminar de encajar que lo que le está pasando no obedece a una verdad entendible que se atenga a lo verosímil, pero que precisa prestar atención para escuchar lo atenuado por el silencio: “Porque es en el silencio donde puede oírse a Dios”.

Blancura es una novela corta, que recala en la conciencia de lo que implica estar vivo, una novela que más bien parece un relato, escrita en un solo párrafo de principio a fin, bajo la traducción de Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun. Son casi noventa páginas en las que abundan las repeticiones rítmicas de palabras, de frases cortas y de cadencias coloquiales, sin punto y aparte. El libro proclama un lenguaje sencillo, a modo de diálogo interior que busca el entendimiento del vacío envolvente al que se enfrenta su protagonista. De ahí surge su efecto persuasivo. Vemos que en ese estilo es como mejor se expresa Fosse, escribiendo sin enredo, de forma sencilla y directa sobre las cosas importantes: la vida, la soledad, el discurrir de los días, las experiencias sensoriales y la muerte. Su prosa incisiva tiene mucho en común con la del escritor austriaco Thomas Bernhard, pero la del noruego posee más calidez y hondura.


Tras la lectura del libro, uno queda con la sensación de haber sido testigo de una extraña anomalía recurrente en la que su autor deja al lector sin resquicio para que concilie su imaginación con la visión de lo que está ocurriendo, como perplejo ante un compás de espera crucial no exento de trascendencia. En todo caso, lo que es indudable es que la literatura de Jon Fosse se aparta profundamente de cualquier interpretación prosaica, para sumergirnos en la excepcional vivencia creciente de lo insólito, y de ahí nos lleva a entender que cualquier intemperie, y más si en ella se juega uno la vida, pide amparo, atención y resplandor. Confieso que mi interés por su literatura es también fruto de ese resplandor que deseo conservar para seguir leyendo más libros suyos.


miércoles, 3 de abril de 2024

Renacer de las sombras


Toda voz narrativa refleja su origen geográfico y social, el sexo y la edad, pero, a su vez, los percances de la vida. En la autoficción, el escritor habla al oído del lector, confiando en su atención, como un dispositivo muy directo que, cuando se utiliza bien, puede ser extremadamente intenso y persuasivo: ahí están, por ejemplo, las obras de Annie Ernaux, libros esencialmente autobiográficos e intimistas, para demostrarlo. La voz narrativa es ese dispositivo sensorial que debe poner sentido y disposición para que cualquier historia contada nos atrape y penetre en nosotros. Dicha voz es artífice literaria que justifica y retiene nuestro interés en lo que leemos, verdadera protagonista del texto, descendiendo a la colmena de la historia para conducirnos como abeja, por las celdas que conforman el panal de la verdad que quiere contarnos.

Para María Larrea (Bilbao, 1979), licenciada en cinematografía, este menester narrativo le ha valido para poner voz a su propia historia y arreglárselas en busca de la verdad y las claves de sus orígenes. Tratando de restablecer sus costuras, con un punto de artificio necesario, consciente de que lo que no tiene valor en la vida no lo tiene tampoco en la literatura, consigue convertir esta novela suya, Los de Bilbao nacen donde quieren (Alianza, 2023), en un meritorio debut, en una historia personal que alcanza más allá de un mero ejercicio de memoria y testimonio, traspasando ese umbral señalado por Novalis de rebuscar en lo oculto: «Todo lo visible descansa / sobre un fondo invisible». En esa apelación de búsqueda y proyección de lo personal al terreno colectivo y social, radica el interés de la novela. El libro recorre hacia atrás una complicada historia familiar que lleva a la autora a la ciudad donde se encuentran los secretos de su cuna, un pasado de adopciones ilegales con el trasfondo de los últimos retales del franquismo.

La escritora francoespañola despliega un retrato hondo y singular de su infancia, entre París y Bilbao. María Larrea descubre en sus pesquisas que era una niña adoptada. Todo surge tras una visita casual a una echadora de cartas y esta le revela que quienes la han criado no son sus padres biológicos, según le desvela el tarot. A partir de ahí, y queriendo saber más, comienza su propia investigación que la conducirá a descubrir que tiene tres madres: la primera la dejó abandonada, la segunda le dio de mamar sus primeros días de vida y de soledad y la tercera la adoptó y la crio. A lo largo de las páginas del libro, el lector va percibiendo cómo se plasman sus miedos y su liberación, cómo trasciende su ira y su conmoción que le produce esa tormenta interna que le han ocultado. Pero toda esa verdad al descubierto la pone a la intemperie. Viene a mostrarnos cómo cuando una mentira tan grande se desvela, la efervescencia de tu imaginación se activa y ves delante de los ojos cómo pasa la película de tu vida, capacitándote a cambiar las sombras por luces y viceversa, una revelación dolorosa, pero sanadora, para desmadejar el enredo de una identidad encubierta: “No recordamos el momento de nacer, pero lo podemos imaginar”.

Tras un complejo proceso de alumbramiento, su novela y la literatura que promueve es fruto de su vientre, de una recapitulación de su propio cordón umbilical que la impele a afirmar que “la escritura tiene esa virtud insospechada de provocar reacciones en la realidad”, para añadir más adelante: “Todo son historias de deambular, de big bang. Puedo sentir cómo mis células se recolocan en su lugar. Hablamos de raíces, de la necesidad de anclarse... Me he liberado de las ataduras, de una deuda misteriosa hacia todas esas parentelas sufridas, perdidas o encontradas”. Pero no es solo la historia de María Larrea, sino también, y especialmente, la de Victoria y Julián, padres cautivos, de vidas marcadas por unas condiciones terribles, de exilios y soledades, de estrecheces y sacrificios, aunque siempre con cierto aire de esperanza y ternura ante tanta anomalía.

“Inventaré mi historia, pues hay una frase que dice que ‘Los de Bilbao nacen donde quieren’. Levantan piedras, cortan troncos, los vascos son más fuertes que sus partidas de nacimiento”. Son palabras subrayadas por mí del epílogo de esta conmovedora historia, una hermosa novela que se interroga sobre la familia, el peso de los lazos de sangre y la necesidad que tiene el ser humano de construirse un origen y una identidad. Cierro el libro y me viene a la cabeza una reflexión que me suele aparecer con intermitencia a lo largo del tiempo, que me dice que la lectura de algunos libros nos perturba hasta sacarnos de nuestras casillas, de la protección acostumbrada del hogar, que, en ocasiones, nos arroja a la intemperie, a la identidad de otros, convirtiéndonos en nómadas, incluso, llegando a destapar nuestras propias contradicciones.


Cuando esto ocurre, y eso para mí es algo excepcional, como así me acaba de suceder con este libro, sirve para confirmar que la buena literatura es transformadora, inquisitiva, capaz de estirar y ampliar nuestros límites, obligándonos a leer y sentir de otra manera, como si atravesáramos un pasadizo de arenas movedizas en donde nada parece estable y todo sospechoso, insólito, nada inocente. Uno, como lector, se las apaña para no poner reparos en dejarse sacudir por historias tan indagatorias y poderosas, como esta de María Larrea, que te remueven el hígado y el páncreas, que, tras llegar al final de la misma, dan ganas de acercarse al espejo para mirarse y comprobar si uno sigue siendo el mismo de antes.


jueves, 28 de marzo de 2024

Donde la selva


No me bastaría con decir que la ficción no es ingeniería, sino alquimia. Como tampoco, que la literatura no es fabulación, sino confabulación. Cualquiera que se jacte de tener absoluta certeza sobre los mecanismos con los que opera la ficción, caería en el despropósito y la tibieza propios de un charlatán de feria. Lo que sí sé, de todos modos, es que siempre me he negado a ver la ficción como consuelo. Me encuentro más próximo a ese sentir de happy few de lectores del que hablaba Stendhal, dispuestos a acometer determinadas historias por lo que promete de desafiante embrujo, de ese algo desconocido y sorprendente que pretende sacudirnos y sacarnos de nuestro conformismo mundano. Todo lo que necesitamos es acercarnos a sus aledaños, como quien lo hace a una ventana que da a la calle, al mar o a una extensa llanura. Por más que insistamos en lo cómodos que estamos en el hogar, no podemos evitar la tentación de mirar por la ventana, de prestar atención al rumor exterior y escuchar sus voces.

La ventana que se abre ante nuestros ojos en La perra (Alfaguara, 2023), de la escritora colombiana Pilar Quintana, es el umbral que separa el mundo real que habitamos del mundo desafiante de un pueblo pequeño del Pacífico donde confluyen la naturaleza y sus desafíos en el seno de una región en la que la lucha permanente por subsistir se da por igual en el mundo animal como en el humano para satisfacer las tres necesidades congénitas de todo ser vivo: el alimento, el cobijo y la reproducción. Esta es una historia que sucede en la selva costera colombiana donde vive Damaris, una humilde mujer negra que cuida la casa de recreo de una familia adinerada. El pueblo que habita consiste en “una calle larga de arena con casas a lado y lado”. Son habitáculos destartalados, construidos “sobre estacas de madera, con paredes de tabla y techos negros de moho”.

Ya a punto de cumplir cuarenta años, Damaris ha desistido en sus esfuerzos denodados por tener descendencia, y cierto día decide adoptar a una cachorrita de apenas unos días de nacida, cuya madre apareció muerta en la playa. Debe alimentarla con una jeringa cargada de leche, y es así cómo se crea un vínculo casi maternal con el animal al que nombra como Chirli, convirtiéndose en el motor de la historia. La relación con Rogelio, su esposo, “un negro grande y musculoso, con cara de estar enojado todo el tiempo”, es tensa por culpa de su infertilidad. Siente su desdén que, cada vez más, la ha llevado a distanciarse de él. La soledad y el abandono del lugar, en medio de una selva enorme, agreste y peligrosa, trazan de principio a fin la atmósfera recurrente de toda la novela, un hábitat que, a su vez, marca de continuo los designios de sus personajes.

Sin embargo, al igual que le ocurre a los niños cuando crecen, que poco a poco necesitan cortar su dependencia materna, a Chirli, que siempre anda libre, le resulta fácil dar el primer paso hacia la independencia y desaparecer. Para Damaris, en cambio, el vínculo persiste y su desaparición se convierte en drama, en angustia de madre que pierde a su cría, y la busca desesperadamente. Se enfrenta a los embates del clima y su intemperie, a las lluvias tormentosas de vientos y truenos, desafiando la hostilidad de una selva repleta de peligros: con culebras venenosas, arañas, hormigas y bichos incontables a ras del barro o entre hojas podridas, un mundo adverso, de entorno inquietante, de similar calibre a la zozobra que se está desatando en su propia congoja.

En esa realidad selvática desafiante, emerge también todo un caudal léxico de jugosa receptividad natural que se plasma en la narración como son las quebradas y aguaceros, los vericuetos y los contratiempos que se van encadenando en cada pasaje. Hasta que sobreviene la desgracia, como confirmación atávica de que nada es como debería ser y no se puede confiar ni en un mar en calma, capaz de tragarse y luego escupir a la gente, ni en una perra criada como una hija, que huye, regresa y vuelve a escapar un sinfín de veces, hasta que retorna de sus andanzas preñada, para desentenderse por completo de sus cachorros, algo inconcebible para Damaris, ya que la maternidad es un fortín sagrado para ella.

Pilar Quintana nos cuenta con magistral destreza y tensión creciente todo este lance narrativo en el que se aúnan la soledad, el dolor de una maternidad truncada y el desplome de sus ilusiones, con equidistancia, sin acudir al melodrama. Por aquí transitan vidas rutinarias, con sus quehaceres y miserias, vidas en las que las calamidades son aceptadas como ineludibles, dispuestas por el destino. Ese consentimiento primario de lo inexorable que la naturaleza impone es lo que permea en el sentir de los personajes, es lo que percibimos en sus escasos y lacónicos diálogos, como si obedeciera a un conjuro ancestral irremediable.


La perra es una novela corta intensa, inquietante y estremecedora, con un final sorprendente y verosímil, que nos lleva a un mundo en el que la fuerza arrolladora de la naturaleza y la propia impronta humana se afanan, agitan y confabulan, aun a riesgo de romper su equilibrio. Todo aquí se encuentra cercado, tanto por el paisaje sobrecogedor como por las convulsas creencias de quienes lo habitan. Pilar Quintana firma una estupenda y enigmática novela para contarnos los deseos incumplidos, la culpa y los lugares atávicos que remueven la vida de su protagonista, “allá donde la selva era más terrible”.


domingo, 24 de marzo de 2024

Viaje a la superficie


En literatura uno mismo aprende de su propio modelo, de la reflexión sobre su propia experiencia. Y aun así, el escritor es incapaz de escribir sobre todo lo que realmente le pasa. Como mucho, dice Adolfo García Ortega, lo mixtifica en la fábrica de la literatura. La vida del escritor es, por tanto, un emerger tortuoso hacia la acción, un viaje a la superficie, recordando y escribiendo, como pez abisal que habita en las profundidades de la memoria, produciendo su propia luz en la oscuridad. Eso es. Y eso que el escritor alumbra y llama real no puede existir sin el anhelo de lo verdadero. La literatura siempre se pregunta por este deseo y por el valor de la vida, sin olvidar que de todas las necesidades que tiene el alma humana, no hay ninguna más vital para la literatura que la memoria.

El desafío de esta nueva novela de Rosa Ribas (El Prat de Llobregat, Barcelona, 1963), tiene que ver con la decisión de escribir sobre su vida, de saber que ese acto la va a poner a prueba frente al pasado, frente a los demás y frente a sí misma. Esta idea de desafío íntimo que aglutina Peces abisales (Tusquets, 2024) es, ante todo, la respuesta a una necesidad de escribir sobre la vida personal con las experiencias propias de la autora, consciente de que escribir sobre uno mismo implica el deseo de ser verdadero, y supone la restricción, en buena medida, de la ficción. Esto hace partícipe al lector, porque para leer una vida contada, hay que sentirla como parte de la propia. Esa vida habla también de la nuestra. Nos guía a comprender cómo funciona la vida de quien la cuenta, pero también, de manera oblicua, a entender la nuestra.

La autora ya lo deja señalado en la antesala del libro con tres citas, una de Landero, otra de Salter y la tercera de Martin Amis, que si las fusionáramos entre sí nos dicen que hay poco que contar, que lo que importa de una novela es que nos parezca real, o al menos verosímil. Y que, desde luego, aunque todo parezca un sueño, lo que importa es preservarlo por escrito para que alcance alguna posibilidad de ser real, más que de parecerlo. Y, desde luego, siendo algo tan delicado escribir una novela, quien la escribe se pone al descubierto, mostrando quién es en realidad. Confiesa Ribas que, cuando se pone a juntar letras, su interés no es otro que completar lo que no recuerda: “Cuando escribo, me invento lo que no vi o lo que vi solo de manera parcial, borrosa. Gracias a unos ojos bastantes defectuosos, tengo mucha práctica en rellenar vacíos de información”.

En Peces abisales encontramos todo un destilado de evocaciones, vivencias, lecturas y experiencias convertidas en literatura, un modo de hacer visible el universo de una autora que no finge tampoco sus desasosiegos y desvelos, como así deja dicho: “Los miedos son tan poderosos que no desaparecen nunca del todo, solo se transforman. Algunos, aunque parezcan infantiles, siempre nos acompañan”. La infancia y la adolescencia, o las historias de terror, así como el paso del tiempo y las mudanzas a la vida adulta en Berlín, comparecen ante el conjuro de la escritura, “ese dulce veneno adictivo”, como señala Landero en El balcón del invierno, traído aquí como reclamo y requiebro de búsqueda de la verdad de la vida a través de la escritura: “Cuando escribo –dice Ribas– no me dan miedo los monstruos. Porque al escribir puedo mudar la piel constantemente, experimentar lo que nunca podré hacer en la vida real, entender, o por lo menos intentar entender, cómo funcionan las mentes ajenas”.

Contar momentos que marcaron su infancia, o que acomplejaron su adolescencia, dar cuenta de insólitos descubrimientos que luego tuvieron relevancia, transmitir detalles de la convivencia con cuatro generaciones de una misma familia, explicar que la palabra es el cuerpo reconducido de la mirada y de la experiencia, el andamiaje necesario, lo verdaderamente autobiográfico, incluso cuando se ha pasado la mitad de la vida en otro país y en otro idioma. Rosa Ribas nos descubre que todo esto, y mucho más, es un detonante para ser contado, y que, en consecuencia, tenga sentido. Nos dice que es la literatura la que está constantemente desplegando esas capas temporales, geográficas, idiomáticas, íntimas, emocionales, vitales, que dan pujanza a la escritura y permiten rescatar detalles de las experiencias de una niña zurda, como ella, y compadecerse con ligereza de las vivencias de una adolescente miope e inconformista, ávida de extrañezas y ficciones.

El lector está invitado a sumergirse en páginas de remanso literario inmersas en el pasado, y eso es lo que le da presente, como si el relato respondiera a un mandato interior que le impele a hacerlo, a recalar en el propio almacén de la memoria de la autora. Deja ver, como decía Mario Levrero, aquello de que cuando se llega a cierta edad uno deja de ser el protagonista de sus acciones, como si todo se transformarse en puras secuelas de vivencias anteriores, sin apenas orden cronológico. Da igual el camino emprendido al escribir una novela de no-ficción con tal de llegar a emocionarnos como lectores. Lo que esta novela se propone es afirmar que merece la pena vivir la vida para contarla, porque vivir se sustancia en ello, en la necesidad de narrarnos, en querer hacerlo.


Rosa Ribas hace literatura con la materia de su vida. Lo que destila Peces abisales es un jugoso ejercicio narrativo, guiado por la veracidad, convertido en un verdadero espacio de creatividad literaria tan ameno y cercano como personal. Este es un libro vívido e inteligente, repleto de perplejidades, que se lee con deleite y sin espesura, que aboga por vivir la vida para contarla, porque “sin oyentes, sin lectores, los relatos pierden su razón de ser y con ellos la vida entera”, en definitiva, un libro con una prosa de muy buena hechura y armadura literaria, que lleva implícito el alma de quien lo ha escrito.


miércoles, 13 de marzo de 2024

Entre la vida y la no vida


En una de las cartas que Paul Auster envía a J.M. Coetzee, recogida en Aquí y Ahora, un diálogo epistolar entre estos dos grandes escritores que se convirtieron en grandes amigos, refiere que las mejores amistades, las más duraderas, se basan en la admiración. Ese es el sentimiento fundamental, según el autor de La trilogía de Nueva York, que relaciona a dos personas durante un prolongado período de tiempo: “Se admira a alguien por lo que hace, por lo que es, por cómo se las arregla para andar por el mundo... Y si esa persona también te admira a ti, entonces os encontráis en condiciones de absoluta igualdad. Ambos dais más de lo que recibís, los dos recibís más de lo que dais”. Y va más allá al referirse al matrimonio. Para él, la amistad es un componente del matrimonio. Eso sí, sin olvidarse de que el matrimonio es una continua exigencia, una discusión que no deja de evolucionar, una eterna obra inacabada.

Baumgartner (Seix Barral, 2024), la nueva novela de Paul Auster, está traspasada por este sentimiento de lo que representa la amistad de pareja y el consuelo persistente de su valía, pero, a su vez, conforma una densa reflexión sobre la memoria, el azar y el apego de lo que significa el amor en los diferentes ciclos de una vida en pareja que se quiere y se anima a no dejar de hacerlo, pese a los envites del destino. Seymour Tecumseh Baumgartner, su protagonista, es un prestigioso profesor de Filosofía la Universidad de Princeton y autor de un buen número de acreditados trabajos, que está a punto de jubilarse, y anda todavía sumido en la pena de haber perdido a su mujer, Anna, en un accidente nueve años atrás. Por medio de remembranzas intercaladas con la vida cotidiana del personaje, afloran episodios que dibujan rasgos de la vida en común de ambos. Auster persigue reflejar el camino fragmentario de la memoria, las capitulaciones de la vida cotidiana y la inevitable y persistente sombra de la muerte.

Seguramente para muchos entusiastas del escritor neoyorkino, creador de intrincados mecanismos narrativos, acostumbrados al regocijo de su obra novelística, como El Palacio de la Luna, Leviatán o La invención de la soledad, por señalar tres libros memorables de su producción, le sepa a poco esta exploración de la vida cotidiana que aquí se aborda, pero no quita para saborear sus buenos momentos literarios. El lector encontrará esa música distintiva de contar que todavía perdura en Auster, tras cincuenta años de oficio, y muchos destellos de imaginación expansiva, tan propios suyos, de espontaneidad e inspiración súbita, como se vislumbran en los pequeños fragmentos y poemas, atribuidos a Baumgartner y a su mujer Anna, que va intercalando en el libro, apuntan a un decir más grande y evocador. En Baumgartner la narración interior, la idea de la identidad y el destino están muy presentes, al igual que aunar la cercanía de lo cotidiano con la distancia de los años, dejando caer que sin proximidad no hay conmoción, y sin distancia es imposible maravillarse.

Baumgartner, desolado a un tiempo por el inquietante recuerdo de su mujer y el amor que le tributó, siente que se encuentra en un tramo existencial perentorio, circunstancia que no le impide seguir escribiendo. Lleva entre manos un ensayo sobre Kierkegaard bajo el título de Mecánica de la rueda. Entre la escritura y la memoria de su vida menoscabada, acompasa recuerdos de su pasado, de la historia vital de sus padres, con su soledad y vivencias del presente, tratando de asumir que “vivir es sentir dolor, y vivir con miedo al dolor es negarse a vivir”. Cree a pies juntillas lo que oye de su esposa, en una conversación telefónica e insólita del más allá, que existe una permanencia de conexión entre los vivos y los muertos: “porque si uno muere antes que el otro, el vivo puede mantener al muerto en una especie de limbo temporal entre la vida y la no vida”.

Lo que se propone Auster, como ya hizo en otras obras anteriores, es constatar que somos seres intersubjetivos y que, incluso desde la noción de soledad, uno puede decirse que está solo, lo que no significa que esa situación impida establecer conexión y pensar de forma vívida con la voz del ausente que se echa en falta. El azar creará pautas para consolidar su presencia. Deja ver Baumgartner que el acto de escribir empieza en el cuerpo. Son las palabras, con su latido corporal, las que ponen sentido al significado de ellas mismas. Nos traslada el sentimiento de que tenemos un cuerpo y estamos en el mundo que percibimos para dar testimonio de lo que nos importa y concierne. Esa es la paradoja.


Baumgartner es una novela crepuscular plausible, de tono nostálgico y elegíaco, una historia serena y recopilatoria de un duelo, en la que el poder del azar, del destino, recala en una melancolía que hace participar al lector de un cierto desacato a la mecánica de la realidad irreductible. Esta es una historia emotiva, llena de aprehensiones, cuya verdad reside en el relato que se narra: una fábula firmemente arraigada al mundo real, que, aunque no logra entretejer todos sus hilos, posee páginas brillantes que se explican por sí mismas como resoplos de una especie de oráculo de alguien que trata de recomponerse y de volver a la vida después de haber sufrido la pérdida de un ser querido. Emociones hay muchas. Auster posee el don de entrelazar vida y obra hasta confundirlas en una experiencia única.

viernes, 8 de marzo de 2024

Un lugar en el mundo


El primer elemento con el que se encuentra un lector al empezar un libro de relatos, una novela o un diario, es la voz que narra la historia de lo que sucede. Esa voz le va a acompañar desde la primera página hasta la última, y nosotros, los lectores, debemos creer en ella. Como mínimo, debería hacernos sentir algo que nos permitiera concebir una opinión concreta y constante sobre su idiosincrasia y naturaleza. Las palabras iniciales nos van a aportar, de inmediato, información, imágenes, emociones y detalles de los rasgos y del carácter distintivos de esa voz. Incluso, todo al unísono, tal como ocurre cuando paseamos por la calle y alguien, de repente, se pone a contar sus andanzas en una esquina o en la terraza de un bar.

El narrador que nos aguarda en Ponme otra copa, Servando (Sloper, 2024) fragua su historia mediante una voz arrolladora, descreída, osada y rebosante de lucidez para que le sigamos por los incontables recuerdos y vislumbres, dispendios y letanías literarias que abundan en cada resquicio de sus pasajes. No hay página en donde no encontremos algún hallazgo sorprendente que nos sitúe en ese lado, fuera de lo comúnmente admitido. El bar de Servando es el punto de encuentro, la coordenada marginal de un lugar en un pueblo de Granada donde se confabula lo real y lo ficticio, donde se juntan la palabra y la vida, y se escuchan, entre copa y copa, ladridos del pensamiento del propio narrador, sin miedo a la intemperie, para cuestionarse e interrogarnos sobre la vida y la literatura, lo tangible y lo insólito, y afinar nuestra conciencia crítica.

Sergio Mayor no es un fabulador al uso, ni un historiador, y mucho menos un profeta. Mayor es, más bien, un aullador de la existencia, la suya, que tampoco es ajena a la nuestra. Su libro se orienta hacia la escritura y el reflejo del yo en todo, con intención de revelar su propia experiencia frente al día a día y al discurrir de las horas, que lleva consigo un jirón que toca a la puerta de lo cotidiano, no queriendo ser la misma anécdota, buscando el porqué de las costumbres, el porqué de lo leído en los libros, el porqué de la escritura, “que es una técnica de desaparición”. Cuesta creer que su escritura sea la de un eremita. No parece estar aislada, ni emocional ni físicamente de su entorno, de todo lo que le pellizca, de los libros, de la literatura y del pasar de los días, aunque ocurra con desbarajuste: “Un tipo dice que escribo con desorden. Puede ser. Mi pensamiento no es el plano del metro de Londres”.

Se lamenta del narcisismo extendido en el mundo de las letras, de tanta vacuidad y verborrea escritas y, a continuación, celebra y brinda por todos los que se abstienen: “¿Quiénes son aquellos que no escriben? ¿Quiénes los últimos que aún no escriben? Bienaventurados los hombres que no escriben porque ellos conocen el valor de las palabra?” Por todo ello y por más que vamos encontrando el contrapunto en la lectura, el libro de Sergio Mayor, en realidad, es un poema en prosa transformado en diario ensayístico, un relato fragmentario atípico por el que transita un personaje libre, descreído y nada convencional, de humor reservado y cierta propensión a la invisibilidad. Sus ideas no explican nada, estallan. Hablamos de un ser de carácter socrático y conciencia burlona, sin caer en la maledicencia, que se afana en defender la literatura contrahecha y en proclamar que la poesía mala no existe, porque quienes la escriben no son poetas, sino “humoristas”, y que confiesa sin titubeos: “He leído libros malos por una reseña mentirosa. Me he perdido libros por ausencia de reseñas”.

Este libro de Sergio Mayor, de título jocoso, no es lisonjero, sino todo lo contrario. Contiene resuellos literarios de toda índole: aprehensiones y contrapuntos, resoplos clásicos y disonancias modernas, vida imaginaria y vida a ras del suelo, con mucho alcohol destilado de trago corto y prolongado retrogusto. Hay mucha vida arremetida aquí contra lo convencional y, en eso, Sergio Mayor no desperdicia su munición de letraherido, de lector impenitente y libertario para darnos referencias de autores recurrentes, como Platón, Dante, Montaigne, Pascal, Eliot, Darío, Buzzati, Carver o Vila-Matas entre una larga lista. Hay también aforismos salpicados de gracia y desparpajo: “Busco la influencia en los cementerios de confianza”; “La patria es la vanidad de las naciones, el estupor de los himnos nacionales”; “Narcisismo unánime. Todos somos escritores”; “Jamás he decepcionado a un detractor”; “Dicen que mi literatura es una literatura del yo, y es cierto, pero mi yo es un «yo» muy impersonal”; “No he dejado la bebida por mi mala sobriedad”...


Alguien dijo que existir es ser distinto, que vivir es reescribirse. Sergio Mayor encaja muy bien en ese perfil, en esa manera de ser y manifestarse, de entender que la literatura es más lúcida, más libre y puede ir más lejos que la filosofía, al no tener las ataduras de la lógica, para hacernos pensar, para darnos compañía y remover el sentido fulgurante del acontecer cotidiano del mundo. Diría a todo esto que, tal vez, haya mucho más que añadir sobre un libro como este, tan poblado de brillantez, de reflexiones y desacatos que hablan mucho del secreto literario de quien lo promueve, pero aquí me paro. ¿Sería suficiente? No lo sé porque un buen libro nunca se acaba de cerrar, un buen libro admite variadas lecturas.