martes, 14 de enero de 2025

Andanzas de un niño del extrarradio


La Tata me dice siempre que no salga. Que si salgo vuelva pronto, que no mentretenga, y que no me deje ver así, mucho. La Tata es gorda y tiene los dientes grises, de tanto fumete o de tanto calimocho, yo no sé. Se rasca el culo grasiento por debajo la falda y a veces la tela se sube y se le ve la piel con grumos, como una tortilla mal hecha, como la parte de arriba de las natillas cuando la Tata las hace... No tentretengas, sielo, me dice, viendo la telenovela y fumando, los brazos con mucha carne como si llevara un chaleco color piel que le estuviera muy grande”.

Así arranca la novela Mosturito (Tusquets, 2024), del escritor y periodista Daniel Ruiz (Sevilla, 1976), un relato de iniciación, ensamblado por un lenguaje oral de acento andaluz que parece sencillo, cuando, en realidad, es un trabajo de orfebrería en el que se requiere excelente oído y audacia para encajar y trenzar las voces que conforman el hilo narrativo del libro. Quien habla aquí es un niño, como en El Lazarillo, muy próximo a la percepción del lector. Su relato es una corriente cristalina con fondo turbio. A ello contribuye el margen que se abre a la incertidumbre respecto tanto a lo que se nos va relatando como a sus consecuencias futuras, cuya característica principal es la crudeza, una crudeza que es la vida misma, la propia de un mundo marginal del extrarradio de una gran ciudad en el que no hay pecado sin penitencia.

Mosturito nos ofrece una desgarradora semblanza de esa realidad social marginal y precaria valiéndose de su protagonista, un niño preadolescente, cuyo padre maltratador cumple condena, que vive con su tía en un barrio humilde situado en la periferia sevillana a mediados de los ochenta. Daniel Ruiz pone su punto de mira a través de los ojos de su héroe que, sin ser nostálgica, ni mucho menos analítica, converge en lo instintivo, en lo sensorial. La voz de Mosturito, el personaje, es tan diáfana y mimética como salvaje el entorno. No le queda más remedio al muchacho que sortear a los matones de la zona que tratan de humillarlo, metiéndose con su aspecto cada dos por tres, y arreglárselas con granujería hasta hacerse notar en su nueva pandilla.

Hay en la novela una clara intención del autor por darle visibilidad a la cultura del descampado y también del ojo de patio de las viviendas, como pulsión de intemperie, donde la violencia, el maltrato y todo lo despreciable de unas vidas desgraciadas se vivían de puertas adentro, como si el escándalo del hogar no transcendiera afuera si dicho escándalo no acababa en tragedia. Pero, también en Mosturito hay lugar para el compañerismo, el desparpajo y el humor. Daniel Ruiz fija el perfil narrativo de su novela no solo en la voz de su personaje, sino en sus acciones y en su aspecto. Pedro o Pedrito se presenta como un niño feo y retraído, pero, a su vez, tremendamente ingenioso y con mala leche, gamberro e impertinente, que exuda verdad y picardía sin cortapisas, que quiere darse a valer presentándose a los demás como Mostu.

Es Pedro, o Mostu, quien se vale por sí mismo para ir descubriendo facetas ásperas de los adultos para entender la realidad propia y la de su entorno. La cercanía de su tía, que ejerce de protectora, y la de sus nuevos amigos, que le abren los ojos para entender mejor el escaparate decadente que le rodea, son el conducto propicio para comprender la implacable ceremonia de la lucha por la vida. Daniel Ruiz despliega su talento narrativo para apelar a ese lirismo barojiano de gente humilde que arrastran su miseria sin que la sociedad les preste la más mínima atención, a través de un texto bien urdido de coloquialismos, belleza y verdad, capaz de aguzarnos para sacarnos de nuestras casillas e, incluso, hasta provocar alguna que otra carcajada, pese al trasfondo degradado de su narración.


La verdad novelesca de Mosturito es tan certera y precisa en su concreción como irrefutable. Una verdad que el lector percibe en su fuero interno, página a página, como algo evidente, sin que medie demostración alguna. Nos vale con esa voz cercana y veraz del narrador, una voz irrebatible y cándida que nos toma en volandas para que sigamos sus andanzas con las reglas que Pedro, o Mostu, se ve obligado a aceptar para sí mismo. Es cierto que somos gregarios, imitativos y emocionalmente dependientes, necesitados de afectos comunitarios, pero las reglas son a menudo problemáticas y dudosas.

Esta es una novela tan conmovedora como divertida, un espejo de una época en el que no salimos favorecidos, una experiencia vital contada con franqueza y gracia indisimulable. Un disfrute, vaya.


miércoles, 18 de diciembre de 2024

Otoño de 1939


Sin duda, la verdad fue la primera víctima de la guerra civil española, un conflicto que, mucho tiempo después de que acabara, ha generado controversias intensas y polémicas que aún perduran en la memoria colectiva española. El historiador, documentalista o escritor que se acerque a escudriñar los entresijos de aquellos terribles años, y los que continuaron tras el fin de la contienda, desde luego, no puede ser totalmente aséptico, no debe ir más allá de tratar de comprender los sentimientos y percances de los dos bandos, pero sí le compete ampliar las fronteras de lo que ya sabemos y dejar que los juicios morales que provocan lo narrado queden a expensas de la conciencia del lector.

Presentes (Alafaguara, 2024), el último libro del periodista y escritor Paco Cerdá (Genovés, 1985), responde a esta invocación, y lo hace desde el ámbito de la novela, mediante una crónica que muestra un retrato coral situado en la España de 1939. Cerdá pergeña un viaje de 467 km de once días, un viacrucis fascista que trasladó los restos de José Antonio Primo de Rivera de Alicante a El Escorial, entrelazado con una galería de víctimas anónimas del franquismo que, pese al empeño del régimen por borrarla del mapa de la memoria, están presentes. Entre el ostentoso e insólito anverso del peregrinaje de la comitiva, late por donde pasa el invisible reverso de tantos desaparecidos, tantas vidas perdidas que yacen ocultas en barrancos y cunetas.

La muerte de José Antonio no se dio a conocer oficialmente en la España nacional hasta el 20 de noviembre de 1938, exactamente dos años después, cuando la República acababa de perder la batalla del Ebro y el éxito de los nacionales estaba garantizado. Y es que a Franco le convenía la ausencia de José Antonio, no solo por el seguro obstáculo que habría supuesto el fundador para la domesticación de la Falange y su posterior conversión en el partido único del régimen, sino que la ocultación de su fusilamiento en Alicante alentaba en la Falange la esperanza de que aún estuviera vivo, lo que impedía el nombramiento de un sucesor definitivo.

Presentes es una estupenda evocación novelística al mismo tiempo que una elegía narrativa, trepidante y fantasmagórica, jalonada por la exaltación de un cortejo al que no le preocupa ya la verdad de la historia que llevan a hombros, sino demostrar quién manda en la nueva España. A Paco Cerdá le importa resaltarlo, con el rigor de un buen historiador y la eficacia de un cronista curtido, valiéndose de un relato ágil y magnético con dos planos contrapuestos, como el propio autor señala en las páginas finales del libro: “Uno es el traslado, la propaganda fabricada esos días, la vida de José Antonio, sus palabras, y la memoria de la guerra y la posguerra que latía en aquellos pueblos atravesados por un cadáver a hombros. Pues bien: el otro plano –el invisible y tenebroso reverso de aquellos once días– suponía el reto más apasionante de este libro: mostrar lo que el escaparate de la propaganda se esforzaba en ocultar”.

Entre jornada y jornada, el lector será testigo de mil historias de personajes que vivieron la contienda o los años inmediatos de la posguerra, historias en las que palpitan sucesos con protagonistas de renombres y otros, con gente sencilla y minúscula. Cerdá intercala estos episodios en los que resalta casos tristes y ominosos, con otros más paradójicos, como el referido a la devoción lectora de la hija de Franco por los libros infantiles de Elena Fortún. Destaca también el ejercicio del que hace gala el autor al evocar en algunos episodios versos de Machado, de Lorca, de Miguel Hernández o de Estellés, que parecen clamar al viento desazón y quebranto frente al repique de campanas al paso de la comitiva falangista.


No considero que Presentes sea una novela de no ficción, como tampoco creo que lo sea su anterior libro 14 de abril (2022). Diría que ambos son ensayos novelados de carácter histórico en los que el relato propio de la Historia se afina con el compromiso del narrador con lo narrado. Cerdà apunta a ese fin, que está siempre presente: la literatura comienza cuando todo se convierte en pregunta. Presentes es un jugoso ensayo-ficción que fija su mirada en la dirección de una fantasmagoría que atraviesa la España herida que aún sigue convaleciente y que indica que todo tiempo es irredimible, pero sus pisadas resuenan una y otra vez en la memoria de todos. La buena literatura siempre forja la memoria colectiva.


miércoles, 11 de diciembre de 2024

Conexiones y apeaderos


Muchas veces llegamos a los libros de manera inopinada. En general, no contamos con alguien que nos lleve de la mano, lo hacemos, simplemente, porque nos salen al paso. Como dice Gustavo Martín Garzo, en eso consiste leer, en llegar inesperadamente a un lugar nuevo: “un lugar que, como una isla perdida, no sabíamos que pudiera existir, y en el que tampoco podemos prever lo que nos aguarda. Un lugar en el que debemos entrar en silencio, con los ojos bien abiertos, como suelen hacer los niños cuando se adentran en una casa abandonada”. Pertenecemos a la única especie que explica las cosas del mundo con historias. Por eso mismo leemos, porque andamos necesitados de historias que despierten nuestras emociones. Somos seres entretejidos de relatos, de pasajes fragmentarios y accidentados con conexiones y apeaderos que nos unen y acercan a los demás, que nos hacen pensar.

Llegué a descubrir a Pedro Ugarte (Bilbao, 1963) hace ya más de diez años, bajo este mismo denominador común expresado más arriba, referido a los libros que salen a nuestro paso de manera azarosa. Lo conté en su día en esta misma bitácora de lecturas. Viajaba en el Alvia a Madrid para asistir a la Feria del libro. En el trayecto, mientras alternaba la lectura de un libro con la prensa del día, recuerdo que me ajusté los auriculares que ofrece el servicio del tren para cambiar de actividad en el momento justo en el que en uno de los canales se emitía un relato suyo que me sobrecogió sobremanera durante unos minutos. Recuerdo el título: Mañana será otro día, una historia inquietante en los límites de una tragedia doméstica, donde el frágil equilibrio de una pareja se pone a prueba con la presencia de un huésped que no tiene intenciones de marcharse del apartamento donde ocurren los hechos. Me gustó tanto que se convirtió en el inicio de una estancia lectora de su obra que no ha cesado desde entonces.

Cuando uno hace de la literatura su costumbre, es difícil apearse de los hábitos que impone. Y subrayo esto tras la lectura de Un lugar mejor (Páginas de Espuma, 2024), el nuevo libro de relatos de Ugarte, que parecía estar ahí esperándome tras su reciente publicación, construidos desde la libertad más absoluta que alimenta la vida y su épica, verdadero privilegio, condición y destino que toda escritura literaria promueve. Diría que el ámbito de lo privado prevalece en el conjunto de estos relatos plagados de personajes singulares, cuyas situaciones cotidianas y círculos familiares, laborales o amistosos conforman un punto de enfoque de tragicomedia, aunque también hay lugar para el sarcasmo y la parodia. Las palabras de todos estos elementos decantan el conflicto que soportan. En la mayoría de estas historias, extraídas de la vida cotidiana de la gente que habita en nuestras ciudades, hay una conciencia indisimulada de sus protagonistas por sobrevivir y sobreponerse a sus tropiezos en el acontecer de sus vidas.

Son historias que descargan su atención en el lado íntimo de sus personajes, seres tan frágiles como reconocibles en la realidad de diferentes ámbitos de la vida, hombres que no precisan decir demasiado en público, porque en sus silencios hablan consigo mismos tanto de sus sentimientos y deseos como del vacío de sus existencias. Dividido en cuatro partes, Un lugar mejor reúne doce cuentos que transitan por la memoria, la soledad, la mentira y las intermitencias de los reencuentros familiares. En el primero de ellos, Éramos felices, la enfermedad pone a prueba el hogar de una familia bajo el resquicio inesperado de que la felicidad, o algo parecido, se cuele en su seno: “Por alguna razón, todas las familias acaban consumidas en un invisible altar de sacrificios”. En otro, bajo el título de Ulises y los mapaches, la realidad del presente pone en entredicho el pasado de un grupo de amigos que se ha reunido para celebrar tal vez lo poco que queda ya de aquel entonces, poniendo en evidencia que ya solo perdura la insistente e ingrata irrealidad de uno de ellos, ajeno al paso del tiempo que sus amigos comparten.

La vida en la oficina, sus rutinas y confluencias: “donde cada día es un combate de supervivencia, y la venganza una práctica frecuente” queda reflejada en varias historias del libro. La vida en la oficina donde suceden quebrantos y ofrendas, y “todos acaban enredados en nuestra narcótica maraña de días lánguidos e iguales” nos dice el narrador en otro de los relatos destacados del volumen. Pero si tenemos que mencionar al más revelador, al cuento más triste y emotivo, debemos señalar a Un lugar mejor, hermoso título que vale para resumir el conjunto de la obra, y que aquí, con más énfasis, se convierte en un relato esperanzador, regido por la dura realidad que vive su protagonista, un hombre dedicado a cuidar de su mujer enferma, un hombre que aspira a imaginar que se enamora cada día de una mujer en el metro, secretamente, a escondidas, consciente de que “cuando se abrieran las puertas y ella se fuera del vagón” todo se desvanecería hasta una nueva ocasión: “La vida como un tren en el que viajas profundamente solo, recluido en un vagón donde hace frío, pero albergando la esperanza de que, a pesar de todo, te lleve a un lugar mejor”.


Definitivamente, en Un lugar mejor no solo se habla del lado intrínseco familiar. Aquí hay historias que hablan también de la conciencia personal, de las clases sociales, del bienestar de los jóvenes, de las relaciones padres con hijos, de los caprichos del amor, de las cosas que nos rozan y arañan, de la fragilidad de la vida, del peso del pasado y de la mentira, como es el caso de Arantxa, otro de los cuentos destacados del libro, que narra un encuentro azaroso en un club deportivo de dos parejas que se dan a conocer y que llegarán a establecer una relación, revestida de apariencias, que les conducirán a un final desconcertante. 

Las buenas historias viven en lo sencillo que nos rodea, y de esto mismo se alimentan, pero, curiosamente, lo hacen dentro y fuera de toda lógica y, en esto, Pedro Ugarte es un consumado fabulador, cuyo imaginario tiende siempre a favorecer la tensión del relato, propiciando que sus historias conviertan al lector en cómplice de su mirada y partícipe de un juego narrativo donde “la realidad a veces es patética y extraña”, los deseos casi nunca se cumplen, y la esperanza, si llega, se presenta como un atisbo o una resonancia que aspira a establecerse, quién sabe, en un lugar mejor.



miércoles, 27 de noviembre de 2024

Memoria y exilio


Somos historias, y no hay un único sentido que dé razón de lo que es vivir dentro o fuera de tu círculo familiar. A diferencia de lo que es el mundo, que viene ya conformado, una vida no tiene por qué asumir las circunstancias dadas. De alguna manera, hay un desarraigo
en la vida de quien parte rumbo a otras tierras y se instala fuera de sus fronteras que le obliga a reconocerse en un exilio, en una identidad periférica entre dos mundos equidistantes. Esa sensación se deja sentir y no se pierde nunca, como cuentan muchos cuando rememoran sus vivencias y sentimientos desde la lejanía. Hay en ellos un empeño decidido de acotar esa distancia marcada por la memoria y el exilio que conforman inevitablemente una herencia de historia colectiva en la que las señas de identidad y el propio lenguaje se conjuran para siempre.

Para el lector recurrente de Reina Roffé, los relatos reunidos por la narradora y ensayista argentina en Vivir entre extraños (Hugo Bejamín, 2024), supone tocar las entrañas de ese nudo existencial adverso. He aquí, en esencia, un libro que toca muchos de los temas y motivos que constituyen la puesta en escena de su literatura en la que el desamparo, el exilio y la soledad están a flor de piel. Destaca una reincidencia muy significativa que aparece en cada relato del libro y que apunta al desarraigo, a la añoranza de las relaciones familiares interrumpidas o al sentimiento de destierro y desabrigo existencial. Es lo que subraya Alina Diaconú con suma perspicacia en el prólogo del libro: “Constantemente encontramos a una mujer sola, solitaria y desarraigada, exiliada –en primer término– de sí misma, en un deambular entre extraños (incluida su propia familia), que la hacen sentirse extranjera, siempre diferente del resto del mundo circundante, siempre incomprendida y aislada”.

Cada relato es un cartucho de dinamita que abre el camino hacia el siguiente, aunque, en realidad, para Roffé todo parece encajar en un mismo libro en el que prevalece un imperativo existencial que oscila y predispone a entendérselas con el mundo. Aunque son relatos independientes, cada uno sintetiza una reformulación del pasado en un momento determinado, sin embargo, presentan un mismo ámbito referencial, aparecen como episodios trasplantados bajo un mismo pálpito narrativo y cadencia, refractados por dobles vínculos de realidad y distancia, de exilio y encrucijadas, trenzados por la necesidad de entretejer la relación con el país natal, con la familia y con el lugar de residencia, dejando ver que vivir lejos de casa es estar más a la intemperie. En cada uno de ellos oímos el latido del presente como un eco del pasado, un latido que, al estar en las afueras, en el extranjero, es difícil de traducirlo a un lenguaje comprensible para los demás y que obliga a entender la dificultad de sopesar el lado de acá con el lado de allá.

Son historias de mudanzas y extrañezas que confirman cómo la literatura es un campo de indagación y metamorfosis, un laboratorio desde donde la realidad se configura en moldes de azares y de misterios, de conciencia y de lenguaje. El primero de ellos, Vivir entre extraños, que pone título al libro, es un relato que recurre al pasado para rescatar instantes de un vínculo trastocado en su seno familiar por el abandono y el destierro, un viaje de regreso al país de origen que transcurre en el reencuentro entre la protagonista y su madre, una mujer quisquillosa que no deja de transmitirle a su hija sus obsesiones y quimeras en un presente cautivo del pasado, donde nada parece haber cambiado en décadas: ni los desapegos afectivos, ni la inexistente empatía entre ambas.

El sentimiento de soledad con el entorno y la añoranza persistente constituyen la esencia del conjunto de los siete episodios narrativos aquí reunidos. El personaje que transita por sus páginas no se siente parte en ningún lado. Percibe un desafecto simultáneo, tanto dentro como afuera del núcleo familiar. En varios de ellos, la presencia de Ángela, amiga y confidente de la narradora, la convierte en punto de inflexión, en verdadero cobijo de su exilio interior y en acompañante de andanzas viajeras y paseos por Madrid. Y en todos ellos, la vida y la literatura tienen mucho en común. La literatura y la vida, nos viene a decir, son siempre enlace y traducción de palabras y de mundos, puntos e intersección de referencias y escritores con los que la autora sintoniza y por aquí asoman: Flannery O´Conor, Elizabeth Bishop, Julio Cortázar, Reinaldo Arenas, Virginia Woolf o Lorrie Moore.


Y en esta dicotomía de vida y literatura, de reminiscencia y exilio, llegamos al final de estos relatos de Roffé cargados de tristeza, pero confabulados con el sentir implacable de su autora, que así lo dispuso, sin atajos ni reservas, valiéndose de una prosa que escucha la palabra escrita y su significado, que se pone en conversación radical con la memoria y lo vivido. En Vivir entre extraños se conjura la literatura y la vida, y lo hace con la certeza de que la valija del tiempo que transporta la existencia en su memoria constituye un abismo insondable, dispuesto a darse a conocer.


miércoles, 13 de noviembre de 2024

Viaje por Umbría


Cada vez soy más consciente de que no alcanzo a leer todo lo que quisiera, ni siquiera a ponderar suficientemente lo que mejor me conviene ante tantos títulos como se publican. Y, sin embargo, sigo leyendo y leyendo y leyendo. No podría vivir sin libros, ni quiero pensarlo. Para mí, leer es una forma de dilatar el placer de vivir. La literatura es la proveedora indiscutible de este desate mío, de hacerme partícipe de su incitante reclamo. Y más aún si el libro que empiezo a leer es el de un autor como Vicente Valero (Ibiza, 1963), que posee ese don singular de compartir con el lector su escritura de tono íntimo, claro y sencillo, de su trabajo meticuloso e intrincado que pone en valor y perspectiva la vida y la literatura.

Valero lleva una trayectoria literaria tan semioculta, como larga y fecunda. Cuenta en su haber con seis libros de poemas publicados. Se inició como prosista en 2001 con un ensayo biográfico sobre Walter Benjamin y luego debutó en la memoria y la reflexión artística con otras dos obras. En 2014 se dio a conocer en el género narrativo con la novela Los extraños, un estreno sorprendente que tuvo muy buena acogida entre sus lectores y la crítica. Después aparecieron Las transiciones (2016) y Enfermos antiguos (2020), y otros textos, entre ensayo literario y libros de viajes, como El arte de la fuga (2015) o Breviario provenzal (2021). Vuelve ahora a sorprendernos con El tiempo de los lirios (Periférica, 2024), un viaje por Umbría, territorio poblado de signos del pasado para indagar en sus huellas y desvelarnos los entresijos y andanzas de una figura, como san Francisco de Asís, un ser poseído de una razón mística y una conciencia casi sacramental sobre la naturaleza y la condición humana.

El tiempo de los lirios es un libro de viajes de quince días que el autor lleva a cabo por Umbría y sus enclaves históricos, un mapa itinerante que le sirve para recorrer sus pueblos, e indagar en sus esquinas y plazas, así como la piedra que reviste a toda esta región de la Italia central, que sin estar bañada por el mar, es un territorio lleno de agua y esplendorosas ciudades, como Asís, Gubbio, Foligno o su capital Perugia. Por estos lares discurre su andanza en compañía no solo del espíritu del santo Francisco, sino de lo que supuso su testimonio en su deambular por la región. Valero, a su vez, intercala en su narración una sugerente referencia de escritores y pensadores que, al igual que el protagonista del libro, no depusieron su actitud crítica de la época que les tocó vivir, como Goethe, Simone Weil, Chesterton, Walter Benjamin, Herman Hesse o Emilia Pardo Bazán, en sintonía con el mensaje franciscano de transformar la realidad social, religiosa y cultural del momento.

Bajo la misma forma de dietario que en su Breviario Provenzal (2021), un exquisito recorrido interior por los secretos de Provenza tras la huella de Petrarca y de otros artistas y poetas, Valero nos lleva ahora por rutas franciscanas en El tiempo de los lirios, a través de una Umbría primaveral repleta de luz y arte, plena de paisajes telúricos y místicos, donde el humanismo renacentista emergió con afán de rescate. Viene a decirnos Valero que es difícil escribir algo sobre esta región que no esté impregnado de la fama de San Francisco de Asís que, según nos cuenta, perdura por su condición de adelantado a su tiempo, de constante precursor por el respeto a los animales y al entorno natural, por su sentido estoico de forjar una vida de pobreza voluntaria para conseguir ser plenamente libre.

Conforme vamos leyendo, percibimos ese interés de Valero por reivindicar la presencia de un pasado interpelante, de un legado como el de la Edad Media con toda esa parte existencial de grandes humanistas: artistas, escritores y religiosos que pusieron luz a puntos oscuros de nuestra existencia, y mostraron que vivir consiste en responder a los acontecimientos, a las contingencias del tiempo, a los enigmas de la historia y alumbrar lo que importa: el conocimiento y la moral como baluarte de prosperidad y entendimiento. Aprovecha el escritor ibicenco este fin narrativo ejerciendo de guía para que el lector no pierda detalles, mostrando las singularidades del paisaje, conectando los pueblos y basílicas por donde la figura de Francisco y su orden mendicante recalaron en aquellos viejos tiempos, henchidos de convicciones.

Esta Umbría revisitada conserva el esplendor monumental de su pasado medieval, siendo cuna, a su vez, de una larga tradición literaria y de arte pictórico basados en la vida y milagros de un santo que propició un nuevo alegato de espiritualidad ligada a la fraternidad, la humildad y la pobreza. Una espiritualidad que hoy en día se nos antoja merecedora de resaltar frente a las injusticias e incongruencias de los tiempos que vivimos. Igual que su poesía, Valero concibe la narración bajo ese prisma temporal de combinar presente y pasado. Para él, viajar, caminar, trasladarse y observar es vincularse al buen fin de su literatura, como conjuro y metáfora de creación, que implica una mirada escrutadora a la historia y a la propia razón de ser de sus protagonistas, como así refleja El tiempo de los lirios.


En las páginas de este cuaderno de viajes encontramos las contraseñas, asombros y encantamientos que Vicente Valero experimentó en su recorrido por Umbría, tan emotivo e intenso como abierto y fecundo. En conclusión, nos hallamos ante un libro de hermoso título que se deja leer gratamente y que nos coloca en esa condición de nómadas que muchos llevamos en secreto, una obra que cautiva por su amenidad y compromiso estético e histórico.


miércoles, 6 de noviembre de 2024

Vidas a la intemperie


Leer es una apertura al mundo. Revitaliza en el lector el feliz sentimiento de su existencia, y lo sumerge en una forma activa de reflexión que predispone a disfrutar de un itinerario a través de las palabras para reencontrarse con uno mismo y su entorno, aunque lo contado se refiera a la vida de otros. Leer implica un cierto estado de ánimo, un goce sin prisa del tiempo que, en ocasiones, nos traslada a una suerte de reclusión en la que el lector es quien se toma su tiempo y no deja que el tiempo lo tome a él. Por eso, en ocasiones, leer se convierte en una experiencia sensorial de extrañamiento, de percepción narrativa en la que lo vivido por sus protagonistas se transforma en una nueva e insólita perspectiva que ofrece al lector una realidad parecida al exilio.

Todo extrañamiento marca un desarraigo, un contorno que, en palabras del filósofo y escritor Jorge Freire (Madrid, 1985), “comparece en muchas ocasiones de forma súbita e imprevista”. Lo que promueve Freire en su nuevo libro Los extrañados (Libros del Asteroide, 2024) es, precisamente eso, darnos a conocer, a través de cuatro figuras de las letras, dos anglosajones: P.G. Wodehouse y Edith Warthon, y dos españoles: Blasco Ibáñez y José Bergamín, lo que deviene en ellos en su condición de extrañados, en un período determinante de sus vidas, que trastocará, en buena medida, la manera de vivir y ver el mundo en cada uno de ellos: “Porque el extrañamiento no es la vestimenta del ser estrafalario o del histrión, sino la entraña profunda de quien, no encajando en sitio alguno, se encomienda la tarea de convivir con el extraño que hay en su interior.”

Los cuatro escritores que vertebran este ensayo son muy diferentes entre sí, en estilos literarios, origen, ideas políticas y relaciones sociales. El libro, además, recoge ausencias y desencuentros elegidos por el autor con un propósito de mostrar al detalle el pálpito de sus vidas alienadas y errantes. A través de sus historias personales y profesionales, Freire perfila cuatro retratos que reflejan sus desarraigos y entresijos, de forma que el lector palpa los hitos literarios de sus obras, al tiempo que nos acerca a ese sentimiento universal de no pertenencia, que no deja de manifestarse en sus respectivas andanzas. Escritores relevantes que huyen de sí mismos y se alejan de un mundo que entienden les ha dado la espalda, viviendo en un continuo estado de extrañeza. Freire conoce bien de lo que escribe y mide bien lo que quiere decir sobre estos autores, convirtiendo su manuscrito en una biografía jugosa y condensada de cada uno de ellos.

Es este su propósito, que parte desde el prólogo y sostiene el curso del libro. Y así conocemos cómo P.G. Wodehouse, escritor prestigioso de la cultura británica, se convierte en un apestado en su propio país, tras unas declaraciones impertinentes suyas en una radio alemana tachadas de colaboracionismo nazi, que lo forzó a exiliarse. Algo parecido a lo que sintió el poeta español Bergamín, católico y republicano, madrileño de raíces andaluzas, que se muda, ya de viejo, al País Vasco, convertido en abertzale. O también la determinación de Edith Warton, que se las ideó para esquivar a un marido intransigente, erigiendo su propio exilio doméstico para seguir con lo que más amaba: la escritura y la lectura. O cómo sobrellevó su trasiego político y literario Blasco Ibáñez, el escritor español más exitoso e internacional de su época, cuya concordia y reconciliación con España solo fue posible fuera de sus fronteras.

En Los extrañados encontramos algo común en su historias que nos acerca a entender que perder y vivir a la intemperie son los dos verbos continuos que se conjugan en el pasado de los cuatro artistas que convergen en el libro. Freire sostiene que son figuras “inactuales e intempestivas”, y que en la naturaleza de sus propias vidas tuvieron que sortear muchos contratiempos, hasta el punto de que todos murieron fuera de su patria, bueno, con la excepción de Bergamín, que por expreso deseo suyo, fue enterrado en Fuenterrabía, País Vasco. No cabe duda de que el regusto emocional del libro es un factor determinante que el autor ha querido propiciar, aprovechando con oficio que su escritura no solo apetezca, sino que seduzca en su tono y pulso narrativo. Recrear estas vidas extrañadas tiene un aire filosófico que predispone al lector a tener en cuenta que vivir tiene que ver con negociar con nuestras rarezas y discrepancias, hasta el punto de que, en ocasiones extremas, nos conmine al desarraigo.


Este es un libro que viene a resaltar lo que supone sentirse extraño con el resto, que responde a la inconformidad de la vida saturada por un yo agitado por las acometidas del destino, un ensayo literario sagaz, convertido en un viaje narrativo al pasado de cuatro literatos que dejan ver lo que tienen de verdad y de espejismo los vaivenes de sus vidas azarosas.

No encuentro mejor colofón para resumir todo lo dicho que decir que el lector se va a encontrar aquí con un fresco ensayístico valioso y muy bien escrito, un texto animado por una efervescencia narrativa amena y envolvente que rastrea, con finura y alcance, en la vida y circunstancias de unos personajes nada conformistas que siguen vivos en nuestro acervo literario.


jueves, 31 de octubre de 2024

Las marcas del amor


Ciento veinticuatro huecos (H&O Editores, 2024), el nuevo libro de Begoña Méndez (Palma, 1976), posee un mantra distintivo en su relato, un latiguillo que se repite entre sus páginas que invoca lo bien que le sentaba el matrimonio a la narradora. Pero, en verdad, lo que promueve su repique no es otra cosa que establecer una consigna: la indagación literaria del amor, su valor y lo que esta palabra compromete y ocupa mientras está viva y presente su llama, o cuando queda a merced del pensamiento, del recuerdo y de la rebeldía de su extravío, valiéndose de una voz narrativa íntima y veraz que aspira a salvaguardar lo que ya dejó de ser una realidad, pero aún está ahí, vinculada a la propia complicidad literaria de leer y de escribir.

Confiesa Méndez al principio que, en buena medida, su libro se erige bajo el impulso de las lecturas de las obras de la poeta Anne Carson y la filósofa Simone Weil, dos escritoras decisivas que le ayudaron a encontrar la voz y el tono de lo que quería contarnos que, según sus propias palabras: “no es otra cosa que un ensayo-ficción alrededor del amor. Aquí hablan las palabras, los cuerpos y los deseos; hablan las presencias y las ausencias, las huellas de los recuerdos y las marcas del olvido”. Todas estas motivaciones y resonancias suyas, que apelan al amor, encajan bien en esta forma narrativa elegida, que toma en consideración características de la novela, de la autobiografía, de la autoficción y, por supuesto, del ensayo.

Digamos pues que Begoña misma es la verdadera materia del libro. En Ciento veinticuatro huecos encontramos territorios suyos de encuentros entre vida personal y vida literaria, entre oquedales de la memoria y umbrales del amor. Todas estas formaciones de huecos que van apareciendo en sus páginas nos deja ver que el amor es trance y dádiva, un surco de afectos y efectos, pero también aparece el amor como un paisaje con múltiples pliegues. Begoña Méndez explora la naturaleza de estos intervalos y de sus cavidades para mostrarnos a una mujer que devora libros sobre el amor y su entramada compostura, una mujer que siente y vive estas mudanzas afectivas dejando que hablen las palabras: “La palabra escrita –sostiene– es también la organización de huecos, la búsqueda de una voz que sostenga las ausencias y les confiera un peso”.

Hay un asombro cósmico, encendido y veraz de alguien que se implica consigo misma porque tiene que contar la verdad más íntima de alguien a quien le importa anunciar que “Las cosas que no decimos porque no nos atrevemos se mantienen indelebles entre huecos de memoria”. Méndez va más allá a la hora de descifrarnos que la forma de su texto también debe dar la clave, obligando a sus lectores a poner toda su atención en aspectos como el tono, el estado de ánimo, la cadencia, la gramática, la estructura narrativa y, en definitiva, todo lo que podríamos considerar forma. Nos conduce a ese cómputo literario a partir de sus vivencias emocionales en las que entrelaza vida y literatura, avivadas por lecturas de Carson, Dante, Weil, Williams, Duras, Ovidio, Ernaux o Ajmátova.

Podemos afirmar que estamos ante un texto en marcha, un relato que se va armando ante los ojos del lector, que muestra sin tapujos el proceso de su creación. El lector entiende que la autora escribe al mismo tiempo que reflexiona, dentro de un marco referencial que justifica el propio acto de escribir: “Para que haya narración algo tiene que moverse. Es suficiente algo leve.[...] Para que haya relato algo tiene que romperse, algo tiene que entrar, algo tiene que salir. [...] Porque el amor siempre empieza y vuelve a recomenzar por los ojos que se miran y que después se agachan. Por los latidos del pecho”. Méndez escribe su particular poética del amor mediante un texto fragmentario donde es posible encontrar destellos y huecos que invitan a la reflexión para dar validez a esto que decía Christopher Isherwood: «Todo lo que uno recrea sobre uno mismo forma parte de su mito personal y, en consecuencia, es verdad».


Ciento veinticuatro huecos es un libro breve, de apenas cien páginas empapado de literatura, un ensayo narrativo hermoso y hondo que alumbra las marcas del amor y sus conjeturas disonantes, ambiguas y ambivalentes, bajo el pulso de una escritura centrada en la propia materia íntima de quien las escribe, desde el deseo ineludible de dejar que hablen las palabras, que tomen la voz del cuerpo y muestren que vivir es inventarse, que en la vida lo más importante es lo indecible y, en eso, el amor es inconmensurable.