Un
buen libro se basta a sí mismo para decirnos todo lo que tiene que
decir. Por mucho que interpretemos, por mucho que busquemos, todo lo
que tiene que revelar está ahí escrito, a la vista de todos. No
necesita de un manual de instrucciones que nos guíe cómo debe ser
leído o interpretado. Solo precisa de un lector entusiasta ávido de
curiosidad, imaginación, memoria y cierto sentido tanto práctico
como artístico.
Para
John Fowles
(Leigh-on-Sea, Exxex, 1926 – Dorset, 2005), admirador de Camus
y Sartre,
todo buen lector busca, además, sobreponerse a las derrotas
cotidianas. Sin la esperanza de esa victoria a su alcance, por muy
imposible e ilusa que sea, la literatura dejaría de tener sentido.
Con este propósito íntimo, el novelista inglés, autor de El
Mago (1965)
y La mujer del teniente francés (1969),
decidió irrumpir en el género ensayístico con El
árbol (1979),
una obra que viene a reforzar esa inquietud de la conexión ancestral
y milenaria del hombre con la naturaleza.
El
sello Impedimenta (2015) rescata este luminoso ensayo, bajo el
cuidado primoroso de la traducción de Pilar Adón,
para deleite de lectores predispuestos a entablar un diálogo con ese
mundo salvaje y hermoso que conforma el bosque. El árbol
responde a una inquietud vital de su autor para reflejar el
sentimiento personal que le une con la naturaleza, valiéndose del
recuerdo de su infancia en Inglaterra y de la obsesión que tenía su
padre con la explotación comercial de los frutos que le
proporcionaban los manzanos y perales cultivados con esmero en su
pequeño huerto urbano.
Fowles
se las ingenia para hablar de las plantas, de la naturaleza y del
sentimiento de hombre verde que lleva marcado desde su niñez, pero
discrepante con el proceder de su padre. “En un principio –confiesa
el autor–, todos tratamos de atribuir a nuestros padres lo que se
le suele atribuir solo a Dios: un poder ilimitado para interceder por
nosotros, una sabiduría indiscutible”, (pág. 23). Esos árboles
mimados y podados eran para su padre la filosofía más próxima y
verdadera. Sin embargo, para su hijo, más propenso a la libertad del
brote agreste que a la intervención obsesiva del hombre en modificar
la conducta natural y salvaje del mundo de las plantas, socaba el
comportamiento obstinado de su progenitor. Si el padre insiste en que
no habrá frutos para quienes no poden, él proclama, en cambio, que
no hay frutos para aquellos que cuestionen el conocimiento ancestral
de la naturaleza: ningún árbol sano –subraya– trata de ocupar
con sus ramas el territorio de otro.
El árbol
tiene en su espíritu resonancias del sentir literario de Thoreau.
El inglés escribe con la misma
frescura y vigor que el americano sobre la naturaleza y la relación
del hombre con ella. Fowles
sigue por esa misma senda para fijar su atención en el bosque y sus
árboles como compromiso del individuo con ese entorno esencial y
misterioso para ajustar sus aspiraciones de vida en común con el
medio ambiente. Para él, el verdadero bosque no es más que el
resultado de sumar los fenómenos que se originan y transforman en el
interior de sus lindes, según las leyes naturales, un laboratorio
maravilloso de ensayo que surge espontáneamente entre los seres
vivos de la espesura.
Esta
relación que mantuvo, reflexionando por los entresijos del mundo
salvaje de las plantas, fue clave para su producción literaria,
según propia confesión del autor, quien sostenía que hay una
cierta analogía entre los árboles, el bosque y la prosa de ficción,
(pág. 86). Fowles
insiste en que la naturaleza se diferencia del arte, sobre todo, en
sus obras. La diferencia reside en que la primera sigue su curso
creando el presente tal como lo percibimos, en cambio, el arte
recrea, reescribe, reformula y reinterpreta el momento de la vida y,
especialmente, su pasado.
El árbol
es una obra vívida, experimental y curiosa, que plasma en tan solo
cien páginas todo un recital filosófico, reflexivo y equidistante
entre el individuo y la naturaleza, entre la ciencia y la creación
artística. John Fowles
nos deja un valioso ensayo en el que vindica el curso libre de las
arboledas y los bosques olvidados de la mano inclemente del hombre;
un libro, a su vez, cargado de lirismo y esperanza.
Los
aficionados a los libros, que leemos por muchas razones, incluso,
porque el mundo no nos basta, aspiramos también a leer libros que
reten las leyes de la naturaleza, que cuestionen la ciencia, que
viajen en el tiempo o regresen a la infancia perdida. El
árbol resume todos estos
anhelos y nos concita a desafiar al tedio.
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