lunes, 11 de enero de 2016

El hombre verde

Un buen libro se basta a sí mismo para decirnos todo lo que tiene que decir. Por mucho que interpretemos, por mucho que busquemos, todo lo que tiene que revelar está ahí escrito, a la vista de todos. No necesita de un manual de instrucciones que nos guíe cómo debe ser leído o interpretado. Solo precisa de un lector entusiasta ávido de curiosidad, imaginación, memoria y cierto sentido tanto práctico como artístico.

Para John Fowles (Leigh-on-Sea, Exxex, 1926 – Dorset, 2005), admirador de Camus y Sartre, todo buen lector busca, además, sobreponerse a las derrotas cotidianas. Sin la esperanza de esa victoria a su alcance, por muy imposible e ilusa que sea, la literatura dejaría de tener sentido. Con este propósito íntimo, el novelista inglés, autor de El Mago (1965) y La mujer del teniente francés (1969), decidió irrumpir en el género ensayístico con El árbol (1979), una obra que viene a reforzar esa inquietud de la conexión ancestral y milenaria del hombre con la naturaleza.

El sello Impedimenta (2015) rescata este luminoso ensayo, bajo el cuidado primoroso de la traducción de Pilar Adón, para deleite de lectores predispuestos a entablar un diálogo con ese mundo salvaje y hermoso que conforma el bosque. El árbol responde a una inquietud vital de su autor para reflejar el sentimiento personal que le une con la naturaleza, valiéndose del recuerdo de su infancia en Inglaterra y de la obsesión que tenía su padre con la explotación comercial de los frutos que le proporcionaban los manzanos y perales cultivados con esmero en su pequeño huerto urbano.

Fowles se las ingenia para hablar de las plantas, de la naturaleza y del sentimiento de hombre verde que lleva marcado desde su niñez, pero discrepante con el proceder de su padre. “En un principio –confiesa el autor–, todos tratamos de atribuir a nuestros padres lo que se le suele atribuir solo a Dios: un poder ilimitado para interceder por nosotros, una sabiduría indiscutible”, (pág. 23). Esos árboles mimados y podados eran para su padre la filosofía más próxima y verdadera. Sin embargo, para su hijo, más propenso a la libertad del brote agreste que a la intervención obsesiva del hombre en modificar la conducta natural y salvaje del mundo de las plantas, socaba el comportamiento obstinado de su progenitor. Si el padre insiste en que no habrá frutos para quienes no poden, él proclama, en cambio, que no hay frutos para aquellos que cuestionen el conocimiento ancestral de la naturaleza: ningún árbol sano –subraya– trata de ocupar con sus ramas el territorio de otro.

El árbol tiene en su espíritu resonancias del sentir literario de Thoreau. El inglés escribe con la misma frescura y vigor que el americano sobre la naturaleza y la relación del hombre con ella. Fowles sigue por esa misma senda para fijar su atención en el bosque y sus árboles como compromiso del individuo con ese entorno esencial y misterioso para ajustar sus aspiraciones de vida en común con el medio ambiente. Para él, el verdadero bosque no es más que el resultado de sumar los fenómenos que se originan y transforman en el interior de sus lindes, según las leyes naturales, un laboratorio maravilloso de ensayo que surge espontáneamente entre los seres vivos de la espesura.

Esta relación que mantuvo, reflexionando por los entresijos del mundo salvaje de las plantas, fue clave para su producción literaria, según propia confesión del autor, quien sostenía que hay una cierta analogía entre los árboles, el bosque y la prosa de ficción, (pág. 86). Fowles insiste en que la naturaleza se diferencia del arte, sobre todo, en sus obras. La diferencia reside en que la primera sigue su curso creando el presente tal como lo percibimos, en cambio, el arte recrea, reescribe, reformula y reinterpreta el momento de la vida y, especialmente, su pasado.

El árbol es una obra vívida, experimental y curiosa, que plasma en tan solo cien páginas todo un recital filosófico, reflexivo y equidistante entre el individuo y la naturaleza, entre la ciencia y la creación artística. John Fowles nos deja un valioso ensayo en el que vindica el curso libre de las arboledas y los bosques olvidados de la mano inclemente del hombre; un libro, a su vez, cargado de lirismo y esperanza.

Los aficionados a los libros, que leemos por muchas razones, incluso, porque el mundo no nos basta, aspiramos también a leer libros que reten las leyes de la naturaleza, que cuestionen la ciencia, que viajen en el tiempo o regresen a la infancia perdida. El árbol resume todos estos anhelos y nos concita a desafiar al tedio.


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